Tony estaba sentado en el sillón, encorvado, mirando fijamente las parpadeantes llamas de gas de la chimenea de imitación. El vaso de cerveza Theakston’s que tenía en la mano era el mismo que le había dado Carol al poco de que llegaran a su casa. La mujer se había negado a aceptar un no por respuesta; el psicólogo se encontraba impresionado y necesitaba hablar del caso con alguien. Además, tenía que explicarle las conclusiones a las que habían llegado respecto a lo de su pirómano. Ella, además, tenía que dar de comer a su gato, así que el destino más lógico quedaba a una hora por la autopista, en las afueras de Seaford.

Desde que habían llegado, el hombre apenas había pronunciado unas palabras. Se había sentado frente al fuego, observándolo atentamente, mientras su mente le pasaba la película de la muerte de Shaz Bowman. Carol lo había dejado solo y había aprovechado para sacar del congelador unas pechugas de pollo, un par de cebollas picadas y un bote de puré de manzana. Después, lo había metido todo al horno junto con un par de patatas y había dejado que se hiciese a fuego lento mientras preparaba la habitación de invitados. Sabía que, esa noche, no podía esperar mucho más de Tony.

Luego, se puso una ginebra larga con tónica, le añadió un par de trozos de limón helado y volvió al salón. Sin decir nada, se acurrucó en el otro sillón y dejó que el mueble la envolviera. Nelson, entre ambos, negro y estirado cuan largo era, parecía una de esas alfombras que se ponen delante de la chimenea.

Tony miró a Carol y consiguió esgrimir una pequeña sonrisa.

—Gracias por proporcionarme esta tranquilidad. Es una casa de lo más acogedora.

—Es una de las razones por las que la compré. Y la vista, claro. Me alegro de que te guste.

—No… no dejo de pensar en ello. El proceso. Cómo tuvo que atarla… amordazarla… Ser plenamente consciente de que no iba a sobrevivir tuvo que ser una tortura… ¡y con todo lo que sabía!

—Fuera lo que fuese.

—Fuera lo que fuese —asintió.

—Imagino que te trae recuerdos —dijo con suavidad.

—Es inevitable —respondió con los labios apretados tras exhalar un largo suspiro. La miró, sus ojos eran bonitos y brillaban bajo aquellas prominentes cejas suyas que, en aquel momento, tenía fruncidas. Cuando volvió a hablar, su voz era muy diferente, mostraba que prefería que no le trajera a la mente aquellos recuerdos que, en ocasiones, eran peores que la propia experiencia—. Carol, tú eres detective; oíste la presentación de Shaz y fuiste una de las que opinó. Imagina que hubieras estado al otro lado de las críticas, que hubieras sido tú quien las recibiera. Imagina que estás al principio de tu carrera y que tienes que demostrar todo lo que haces y dices. Pero no lo pienses en profundidad, dime cuál sería tu reacción espontánea, lo que te saldría de dentro: ¿qué harías?

—Querría demostrarte que estás equivocado y que soy yo quien tiene razón.

—Sí, sí —admitió impacientemente—, eso está claro. Pero ¿qué harías? ¿Qué pasos darías?

—Sé lo que haría ahora —respondió tras darle un sorbo a la bebida—. Organizaría un pequeño equipo, un sargento y un par de detectives, e iría a por todo el que tuviera algo que ver con esos casos. Volvería a hablar con la familia y con los amigos. Investigaría si las chicas desaparecidas eran admiradoras de Jacko Vance, si habían ido a alguna de sus apariciones públicas y, en caso afirmativo, me enteraría de con quiénes habían ido para preguntarles a ellos si habían notado algo.

—Shaz no tenía ni el tiempo ni los recursos para actuar así. Piensa en cómo eran las cosas cuando eras joven y estabas hambrienta —le urgió.

—Cuando era joven y estaba hambrienta… —repitió pensativa—. Hombre, si no tienes recursos, tienes que usar tus propias bazas.

—¿Y eso significa…? —asintió esperanzadoramente.

—Poner a trabajar la cabeza y correr riesgos, jugártela. Sabes que estás en lo cierto y te agarras a eso como a un clavo ardiendo. Sabes que lo único que necesitas son las pruebas que lo demuestren. ¿Yo? Yo sacudiría el árbol para ver qué cae.

—Pero ¿qué harías en concreto?

—¿Ahora mismo? Probablemente le soltase algún comentario envenenado a algún periodista amigo mío y dejaría que plantase con esa semilla una historia que tuviera mucho más significado para el asesino que para los demás lectores. Pero no creo que Shaz tuviera ese tipo de contactos; y, si los tenía, no parece que los haya utilizado. Si hubiera estado en su lugar… lo que hubiera hecho… sería concertar una entrevista con el sospechoso.

—Me alegro de que hayas llegado a esa conclusión —dijo mientras se recostaba en el sillón y le daba un trago largo a la cerveza—. Es el tipo de idea que nunca me atrevo a postular ante los polis por las risas que os provocaría… a sabiendas de que ningún agente de policía en su sano juicio haría algo que pusiese en peligro su vida o su carrera.

—¿Crees que se puso en contacto con Jacko Vance?

El hombre asintió.

—¿Y crees que lo que le dijo…?

—A él o alguien de su entorno —la interrumpió—. Puede que no sea Vance. Podría ser su representante o su guardaespaldas… o incluso su esposa. Pero sí, creo que le dijo algo a alguien perteneciente a un reducido grupo de personas y que ese «algo» hizo que el asesino se asustase.

—Fuera quien fuese, no perdió el tiempo.

—No perdió el tiempo, no. Y, además, tuvo muchas agallas para matarla en su propia sala de estar. Se arriesgaba a que Shaz gritase, a que llorase, a que algo se cayera e hiciera ruido, a cualquier cosa fortuita que puede suceder en una antigua fábrica dividida en apartamentos.

Carol le dio un sorbo a la bebida y saboreó la acidez del limón que iba en aumento mientras se descongelaba la fruta.

—Y, además, tuvo que conseguir que lo dejara entrar.

—¿Qué quieres decir? —Tony estaba confuso.

—Nunca le habría permitido la entrada a su casa a alguien de quien sospechase que era un asesino en serie. Vamos, ¡ni con la arrogancia de la juventud! Sería como abrirle la puerta del gallinero a la zorra. Si el tipo hubiera aparecido en su casa después de la entrevista, en su cabeza se habrían disparado todas las alarmas y no lo habría dejado entrar. No, Tony, para cuando llegaron a la casa, Shaz ya era su prisionera.

Tony recordó que eran aquellos fogonazos de perspicacia aderezados con una lógica impecable los que habían hecho que trabajar con Carol Jordan fuera un verdadero placer.

—Claro, tienes razón. Gracias. —Chocó su vaso con el de la mujer a modo de brindis. Ahora ya tenía por dónde empezar. Apuró la cerveza y dijo—: ¿Puedo tomarme otra? Y nos ponemos con tu «problemilla».

—¿Seguro que no quieres seguir hablando de Shaz? —le preguntó mientras ponía los pies en el suelo y se estiraba como Nelson. La cara de desagrado de Tony fue respuesta más que suficiente, así que fue a la cocina a por otra cerveza.

—Seguro que, mañana por la mañana, es el tema de conversación estrella de tus colegas de Yorkshire Oeste. Si no sabes nada de mí para la hora del té, asegúrate de contratarme un buen abogado.

Cuando la mujer volvió al sillón, Tony apartó la mirada meditabunda del fuego y sacó un par de hojas de papel del maletín.

—A finales de semana les pedí a los de la unidad que trabajasen en un perfil para ti y les di un día para hacerlo de forma individual; después, el viernes, pusimos todos los puntos de vista en común. He traído una copia de las conclusiones a las que llegamos. Luego te lo enseño.

—Magnífico. No había querido decir nada, pero yo también he trazado mi propio perfil. Va a ser interesante compararlos.

Aunque la mujer había usado un tono de lo más natural, era evidente que buscaba la aprobación y la alabanza de Tony, y eso haría que lo que tenía que decirle sonara todavía peor. A veces, le gustaría fumar porque, de ese modo, tendría algo que hacer con la boca y las manos en momentos como ese. Como no era el caso, se pasó la mano por la cara.

—En ese caso, Carol… me parece que has perdido el tiempo.

—¿Cómo dices? —preguntó con la barbilla adelantada. El tono no era tan agresivo como las palabras.

—Creo que tus incendios no encajan en ninguna categoría conocida.

—¿Te refieres a que no son obra de un pirómano?

Antes de que respondiera, sonó un fuerte golpeteo en la puerta que reverberó por toda la casa. Carol se llevó un susto y se le cayeron unas gotas de su cóctel al suelo.

—¿Esperas a alguien? —le preguntó Tony al tiempo que se giraba hacia la ventana sumida en sombras que había detrás de él para ver si veía algo.

—No —se puso de pie y fue hasta la puerta de madera que se abría hacia fuera, hacia un porche de piedra pequeño. Cuando la abrió, una fría ráfaga de viento entró en la habitación y llenó la estancia del olor cenagoso del estuario. Era evidente que Carol estaba sorprendida. Tony vio que, al otro lado de la puerta, había una figura masculina enorme.

—¡Jim! —exclamó la mujer—. No te esperaba…

—Te he llamado un par de veces por la tarde, pero el sargento Taylor no dejaba de darme evasivas, así que he pensado venir aquí a ver si así daba contigo. —Carol dio un paso atrás y Pendlebury entró en la casa—. ¡Oh, lo siento… tienes compañía!

—Tranquilo, no podrías haber llegado en mejor momento —y le hizo un gesto para que se acercara a la chimenea—. Te presento al doctor Hill, del Ministerio del Interior. Acabamos de empezar a hablar de lo del pirómano. Tony, este es Jim Pendlebury, el jefe de bomberos de Seaford.

Al estrecharle la mano, el psicólogo notó que el apretón del bombero era demasiado fuerte, competitivo.

—Encantado de conocerte, Jim —dijo con suavidad, sin ánimo ninguno de unirse a la justa.

—Tony está a cargo de la recién creada Unidad Nacional de Criminología, en Leeds.

—Un trabajo duro —comentó Pendlebury al tiempo que metía las manos en los profundos bolsillos de su enorme impermeable y sacaba una botella de shiraz australiano de cada uno de ellos—. Un regalo para inaugurar la casa. Así podemos hablar de lo del pirómano con un poco de «combustible».

Carol sacó copas y un sacacorchos y sirvió vino solamente para Pendlebury y para ella porque Tony negó con el vaso de cerveza para indicarle que prefería seguir bebiendo cerveza.

—Bueno, Tony, ¿y a qué conclusión han llegado tus cerebritos? —empezó el jefe de bomberos mientras estiraba las piernas y obligaba a Nelson a apartarse. El gato le lanzó una mirada malévola y se hizo una bola junto a la silla de Carol.

—Me temo que a ninguna a la que Carol no haya sido capaz de llegar por sí misma. El problema es que tengo la sensación de que el trabajo que nos hemos tomado no sirve para nada.

La risotada de Jim Pendlebury sonó demasiado estentórea en aquella casa acogedora, pero pequeña.

—¿He oído mal? ¿Un psicólogo criminalista admitiendo que todo eso no sirve para nada? Carol, ¿tienes la grabadora encendida?

Tony se preguntó cuántas veces más en la vida tendría que poner buena cara mientras denigraban su trabajo. Dejó que el bombero se calmara y respondió.

—¿Usarías un destornillador para tirar abajo un poste?

—¿Te refieres a que el análisis no es la mejor herramienta para esclarecer esta situación? —Ladeó la cabeza.

—Exactamente. Los perfiles psicológicos son útiles únicamente para crímenes donde la motivación es, hasta cierto punto, psicopática.

—¿Y eso qué significa? —El bombero recogió las piernas y se inclinó hacia delante. La expresión de su cara mostraba escepticismo, pero era evidente que estaba muy interesado en la respuesta.

—¿Quieres la respuesta corta o la larguísima?

—Será mejor que uses la guía para tontos, porque no soy más que un bombero.

Tony se pasó la mano por el pelo grueso y oscuro, un gesto reflejo que le hacía parecer un científico loco de cómic.

—A ver, la mayoría de los crímenes que se cometen en este país son para obtener provecho, por un pronto que tiene alguien en caliente o porque la persona está bajo la influencia de las drogas o del alcohol. O por una combinación de todo ello. El crimen es un medio para obtener un fin: conseguir dinero o drogas, vengarse o detener un comportamiento inaceptable. Un puñado de crímenes tienen sus raíces en situaciones más extrañas. Esas raíces beben de la compulsión psicológica del criminal, que casi siempre es un hombre. Hay algo que lo motiva a hacerlo, a llevar a cabo ciertos actos que son un fin en sí mismos. El acto criminal puede ser tan insignificante como robar ropa interior de mujer de los tendederos… o puede ser tan serio como los que comete un asesino en serie. Provocar incendios en serie entra dentro de esta última categoría.

»Y si nos estuviéramos enfrentando a un pirómano en serie, yo sería el primero en defender la necesidad de trazar un perfil psicológico. Pero tal y como le decía a Carol justo cuando has llegado, creo que en Seaford no tenéis un pirómano normal y corriente; y que tampoco es alguien a quien pagan para que provoque los incendios. Lo que tenéis aquí es una bestia que juega un poco a todo. Una especie de híbrido.

—¿Puedes explicarnos qué significa eso exactamente? —pidió Pendlebury, que no parecía estar muy convencido.

—Encantado —respondió Tony mientras se inclinaba hacia delante y sujetaba el vaso de cerveza con las manos entrelazadas—. Para empezar, eliminemos la posibilidad de que se trate de un pirómano contratado. Aunque no cabe duda de que algunos de los incendios parecen la respuesta a las plegarias de algunos propietarios, en la gran mayoría de los casos parece que no haya ningún beneficio económico. La mayoría de los incendios son, únicamente, grandes inconvenientes y son pocas las ocasiones en las que se ven afectados los negocios circundantes o zonas de la comunidad. Tampoco son incendios por venganza: las compañías de seguros son muy variadas y el espectro de edificios es demasiado amplio. No existe ningún vínculo, excepto que todos los incendios suceden de noche y que todos, menos el último, tuvieron lugar en locales vacíos. Con todo esto, no hay razones para pensar que haya un pirómano profesional detrás de todo esto. ¿Estáis de acuerdo?

—Yo, desde luego, no tengo ninguna objeción —respondió Carol al tiempo que se inclinaba para coger la copa de vino y rellenarla.

—¿Y si hay varios motivos para que contraten sus servicios? ¿Y si a veces lo contratan por motivos económicos y otras por venganza? —insistió Pendlebury.

—Seguiría habiendo muchos que no tienen explicación —explicó Carol—. Mi equipo descartó lo del pirómano contratado casi desde el principio. Tony, ¿no crees que podría tratarse de un retrasado emocional que lo hace, lisa y llanamente, por divertirse?

—Podría… Quizá esté equivocado —respondió.

—Sí, claro, ¡como si tu historial estuviera lleno de errores! —apuntó Carol con ironía.

—Gracias. Por eso no creo que se trate de un tarado. Estos incendios están muy bien planificados. En la mayoría de los casos, los forenses ni siquiera encontraron rastros y solo fueron capaces de identificar el foco del fuego y de descubrir algo de combustible para encendedores y el rastro de la ignición. Tampoco hay señales de que se forzara la entrada. De no ser porque ha habido tantísimos incendios en un periodo de tiempo tan corto, lo normal es que hubieran sido achacados a accidentes o descuidos. Eso apuntaría a un pirómano contratado… pero eso ya lo hemos descartado por otras razones —cogió algunos de los papeles que había dejado junto al sillón anteriormente y consultó con rapidez alguna de sus notas—. Así que tenemos a alguien que se controla y es muy organizado, cosa que no es habitual en los pirómanos. Lleva consigo todo lo que necesita pero, al mismo tiempo, utiliza cualquier material que tenga a su disposición en el lugar. Sabe muy bien lo que está haciendo pero, no obstante, no hay ninguna indicación de que haya llegado hasta aquí después de tiempo dedicándose a provocar incendios menores en basureros, cobertizos y zonas de obras.

»Por otro lado, hay que tener en cuenta que la mayoría de los pirómanos tienen motivaciones sexuales. Cuando provocan los incendios, suelen masturbarse, orinar o defecar en el lugar; y en ningún caso se han encontrado restos de ese tipo, ni material pornográfico. Si no se la casca en el foco del incendio, lo normal sería que lo hiciera en algún otro lugar desde el que vea el fuego; pero tampoco tenemos ningún testigo que diga haber visto a nadie que tuviera dicho comportamiento o alguno similar. Vamos, otra negativa a ese respecto.

—¿Qué me dices del espacio de tiempo entre incendios? —lo interrumpió Carol—. Ha empezado a hacerlo más habitualmente que cuando empezó. ¿No es eso típico entre los criminales en serie?

—Sí, o al menos es lo que se dice en todos los libros sobre asesinos en serie —comentó Pendlebury

—Pero esa regla no se cumple igualmente en el caso de los pirómanos, sobre todo entre los que tienen una actividad tan frenética como la del que tenemos entre manos. Los intervalos son impredecibles. Pueden pasar semanas, meses o incluso años sin que provoquen un gran incendio. Aunque bien es cierto que entre incendio e incendio puede causar fuegos menores… por lo que, sí, podríamos estar ante un criminal en serie. Quiero dejar claro que no estoy intentando decir que estos incendios sean cosa de varios individuos. Creo que se trata de una sola persona, pero no creo que se trate de un amante de las emociones fuertes.

—Entonces, ¿qué propones? —inquirió Carol.

—Quienquiera que esté provocando estos incendios no es un psicópata, sino que tiene un motivo criminal convencional para hacerlo.

—¿Cuál? —preguntó el jefe de bomberos con recelo.

—Eso es lo que no sé todavía.

—¡Minucias! —resopló el hombre.

—De hecho, en cierto modo, así es, Jim —dijo Carol para apoyar la teoría del psicólogo—. Porque una vez que hemos establecido que no se trata de un psicópata que se rige por su lógica personal y única, podemos aplicar la lógica común para descubrir qué es lo que motiva que cause incendios. Y una vez que tengamos eso… bueno, entonces ya es solo cuestión de realizar una investigación policial sólida.

La cara de Jim Pendlebury estaba surcada por un gesto de contrariedad y molestia, como si fuera un frente frío en un mapa del tiempo.

—Pues a mí no se me ocurre otra razón para provocar los incendios que la mera diversión.

—Pues… —soltó Tony con tono casual. Empezaba a pasárselo bien.

—Comparte lo que piensas, Sherlock —le urgió Carol.

—Podría tratarse de una agencia de seguridad que quiere instalarse en la zona y ofrecer vigilantes nocturnos baratos. Podría tratarse de una empresa de alarmas o de sistemas antiincendios en horas bajas. O… —su voz se fue apagando y miró de forma especulativa al jefe de bomberos.

—¿Qué?

—Jim, ¿hay bomberos a tiempo parcial entre tu gente?

Pendlebury puso cara de horror y, a continuación, se fijó en la sonrisa de medio lado que tenía Tony y la malinterpretó por completo; pero se relajó y sonrió.

—Estás muy equivocado si vas por ahí —respondió mientras negaba con el dedo.

—Puede ser pero ¿los hay? Es solo por curiosidad.

—Los hay, sí. —Los ojos del bombero mostraban incertidumbre y recelo.

—¿Podrías proporcionarme sus nombres mañana? —le pidió Carol.

Pendlebury adelantó la cara y miró fijamente a la mujer. Sus manos se fueron contrayendo en puños y sus hombros se ensancharon.

—Dios mío, no me lo estarás pidiendo en serio, ¿verdad?

—No podemos dejar de lado ninguna posibilidad —respondió calmada—. No es personal, Jim, pero Tony acaba de mostrarme una vía de investigación plausible y no estaría haciendo bien mi trabajo si no la siguiera.

—¿No estarías haciendo bien tu trabajo? —dijo poniéndose en pie—. Si mi gente no estuviera haciendo bien su trabajo ¡no quedaría ni un solo edificio en pie en la ciudad! ¡Mi gente arriesga la vida cada vez que a ese chalado se le ocurre venir a dar una vuelta por la ciudad! ¡Y te atreves a sugerirme que quizá el responsable sea uno de ellos!

Carol se levantó también y le plantó cara.

—Me sentiría igual si estuviéramos hablando de un policía corrupto. De momento, nadie está acusando a nadie. He trabajado con Tony en otras ocasiones y me apuesto la placa a que su sugerencia no ha sido malintencionada ni precipitada. ¿Por qué no te sientas y bebes otra copa de vino? —Le puso una mano en el brazo y le sonrió—. Vamos, hombre, no hay por qué enfadarse.

Pendlebury se relajó poco a poco y se sentó con cautela en el sillón. Accedió a que Carol le llenara la copa e incluso sonrió a Tony.

—Es que soy muy protector con mis oficiales.

Tony se había quedado impresionado con la manera tan calmada con la que Carol había resuelto una situación tan explosiva.

—Tienen suerte de que seas su jefe —respondió el psicólogo mientras se encogía de hombros.

Consiguieron llevar la conversación hacia algo más neutral y empezaron a hablar de cómo se estaba adaptando Carol al este de Yorkshire. El jefe de bomberos adoptó una actitud profesional y todos se rieron con las anécdotas que contó. Para Tony, fue toda una bendición poder dejar de pensar en Shaz Bowman durante unas horas.

Más tarde, a altas horas de la madrugada, en la habitación «de invitados» de Carol, no había distracción alguna con la que apagar las llamas de la imaginación. Mientras intentaba apartar de su mente las imágenes dantescas de la cara desfigurada y devastada de Shaz Bowman, le prometió que atraparía al hombre que le había hecho aquello… costase lo que costase. Y Tony Hill era un hombre que había aprendido por las malas lo que podían costar las cosas.

Jacko Vance estaba sentado en su salón de proyecciones, cerrado a cal y canto. La habitación estaba insonorizada y recubierta por un escudo electrónico. Ponía una y otra vez, obsesivamente, la cinta que había grabado con los telediarios de la noche de todos los canales, terrestres o de satélite. Todos ellos tenían en común la noticia de la muerte de Shaz Bowman. Sus ojos azules lo miraban desde la pantalla una y otra vez y el contraste con el último recuerdo que tenía de ella le resultaba excitante. Evidentemente, no iban a mostrar imágenes del estado en el que la había dejado, ni en esos horarios ni en horarios para adultos.

Se preguntaba cómo se sentiría Donna Doyle. De ella no habían dicho nada en la televisión. Todas ellas pensaban que podían ser estrellas, pero lo cierto era que ninguna despertaba el más mínimo interés en nadie que no fuera él. Ahora bien, para él eran perfectas, la representación de la mujer ideal. Le encantaba su maleabilidad, lo dispuestas que estaban a creer exactamente lo que quería que creyeran. Y, cómo no, la perfección del momento en el que se daban cuenta de que su encuentro nada tenía que ver con el sexo y la fama, sino con el dolor y la muerte. Le encantaba los ojos que ponían.

Y cuando la adoración se convertía en alarma, la cara de las chicas perdía toda su individualidad. Ya no solo se parecían a Jillie, sino que se convertían en ella. Y eso hacía que le resultase tan fácil castigarlas, que fuese tan adecuado hacerlo.

Y la injusticia también le parecía muy apropiada. Casi todas las chicas habían hablado de su familia con afecto. Puede que sus palabras estuvieran cubiertas por el velo de la frustración o cargadas con la exasperación de la adolescencia pero, mientras las escuchaba, saltaba a la vista que su padre, su madre, sus hermanos… las querían a pesar de que ellas estuvieran dispuestas a hacer todas las cochinadas que a él se le antojasen y que con ello dejasen de ser merecedoras de ese cariño familiar. Él deseaba tener la vida de las chicas… ¿y qué es lo que conseguía?

De repente, la ira se apoderó de él, pero, al igual que un termostato, el autocontrol aplacó los fuegos de su interior. Se recordó a sí mismo que no era ni el lugar ni el momento adecuados para desatar esa energía. Su enfado podía canalizarse en direcciones muy útiles, pero despotricar y despotricar de aquello de lo que le habían privado no era una de ellas.

Inspiró y exhaló profundamente una serie de veces y se obligó a esconder las emociones que, ahora, no le servían para nada. «Satisfacción», eso es lo que tendría que estar sintiendo. Satisfacción por un trabajo bien hecho y por haber neutralizado un peligro.

El pequeño Jack Horner

Estaba en un rincón

Sentado frente a una tarta

Metió en ella los dedos

Y tras sacar una ciruela

Dijo: «¡Qué niño tan bueno!»

Vance rio por lo bajo. Él también había metido los dedos en la tarta y había sacado las ciruelas de Shaz Bowman mientras sentía cómo el alarido silencioso de la mujer reverberaba por todo su cuerpo. Había sido más sencillo de lo que pensaba. Sorprendentemente, sacar un ojo de su cuenca requería muy poca fuerza. Lo único malo es que, después, no podías ver la expresión que ponía cuando le echabas el ácido o le rebanabas las orejas. No creía que tuviera que volver a hacer nada parecido pero, de ser así, la próxima vez pensaría mejor el orden de la ceremonia. Suspiró satisfecho y rebobinó la cinta.

Si Micky no hubiera sido tan estricta con su rutina matutina, habrían oído lo de la muerte de la policía por la radio o lo habrían visto en algún canal por satélite. Pero la periodista insistía en que no quería saber nada de las noticias del día hasta que no estuviera en el despacho que tenía en el estudio. Por esa razón, desayunaban con Mozart y conducían con Wagner. Nadie del programa era tan idiota como para enseñarle alguna noticia a la mujer en el camino del aparcamiento al despacho, al menos, no tanto como para hacerlo dos veces.

Además, como su trabajo las obligaba a acostarse muy pronto y no habían visto las noticias de última hora que habían alertado a Jacko, fue Betsy la primera que se llevó el susto al reconocer la fotografía de Shaz. A pesar del color apagado típico de los periódicos, aquellos ojos azules fueron lo primero que le llamó la atención.

—Dios mío —suspiró Betsy mientras se sentaba en la silla con ruedas que había tras la mesa de Micky para examinar mejor la portada.

—¿Qué sucede? —preguntó la presentadora sin dejar de lado su proceso habitual de quitarse la chaqueta, ponerla en el colgador y arreglar cualquier arruga que le pudiera haber salido.

—Mira —dijo tendiéndole el Daily Mail—. ¿No es la policía que llegó a casa el sábado, justo cuando nos íbamos?

Micky leyó el gran titular de color negro antes de mirar la foto: «Asesinada salvajemente». Miró la cara sonriente de Shaz Bowman bajo la visera de la gorra de la Policía Metropolitana.

—No puede haber otra como ella. —Se dejó caer en uno de los sillones para visitantes que había encarados hacia su mesa y leyó el melodramático artículo que hacía las veces de epitafio de Shaz. La sobresaltaron palabras como «pesadilla», «sangriento», «violencia», «agonía» y «truculento». No sabía por qué, pero se estaba mareando.

A pesar de que su carrera televisiva había estado llena de zonas de guerra, masacres y tragedias individuales, las noticias catastróficas que daba nunca le habían sucedido a nadie que conociera y, por tanto, la conexión con Shaz Bowman —por remota que fuera— le impactaba por el hecho de que no tenía precedente.

—Dios… —estiró cada letra. Miró a Betsy, que era consciente de cómo se sentía—. Estuvo en casa el sábado por la mañana… y por lo que pone aquí, la asesinaron entre la noche del sábado y la mañana del domingo. Hablamos con ella… y unas horas después… la mataron. ¿Qué vamos a hacer?

Betsy salió de detrás de la mesa rodando sobre la silla hasta donde estaba Micky y le puso las manos sobre los muslos mientras la miraba directamente a la cara.

—No vamos a hacer nada. Nosotras no tenemos por qué hacer nada. Fue a casa a ver a Jacko, no a nosotras. Nosotras no tenemos nada que ver.

—¡No podemos quedarnos sin hacer nada! —protestó consternada—. Quienquiera que la haya asesinado, debió de estar con ella en cuanto se fue de casa. Al menos, tenemos que contarle a la policía que, el sábado por la mañana, estaba sana y salva en el centro de Londres. Bet, no podemos ignorarlo.

—Cariño, respira hondo y piensa en lo que estás diciendo. No se trata de una víctima normal y corriente, ¡era agente de policía! Sus colegas no se van a conformar con una confesión de una página que diga que nos marchábamos justo cuando ella llegaba. Van a poner nuestra vida patas arriba por si hay algo en ella que pueda ayudarlos a descubrir quién mató a su compañera. Y sabes tan bien como yo que no pasaríamos un escrutinio policial. Deja que se encargue Jacko. Voy a llamarlo y a pedirle que diga que nos marchamos antes de que ella llegara. Así de fácil.

Micky la empujó violentamente. La silla rodó sobre la alfombra, trastabilló y Betsy a punto estuvo de caer al suelo. La periodista se puso de pie como una centella y empezó a pasear agitadamente por el despacho.

—¿¡Y qué pasa si empiezan a interrogar a los vecinos y hay alguna vieja cotilla que recuerda que la detective Bowman llegaba justo cuando nosotras nos íbamos!? Además, fue conmigo con la que habló por teléfono y quien le pasó a Jacko el recado. ¿Y si lo apuntó en su libreta? ¿¡Y qué pasa si grabó la llamada, por amor de Dios!? ¡No puedo creer que opines que no deberíamos hacer nada!

—Cuando dejes de comportarte como una reinona —empezó Betsy mientras se levantaba de la silla con la mandíbula levantada para demostrarle su tozudez—, te darás cuenta de que tengo razón —añadió en voz baja y con tono de enfado. Como era ella quien tomaba las decisiones y aconsejaba a Micky desde hacía tantos años, la periodista no sabía cómo afrontar algo tan crucial—. Esto nos va a dar muchos problemas —insistió ominosamente.

Micky se detuvo junto a la mesa y descolgó el teléfono.

—Voy a llamar a Jacko —dijo mientras consultaba su reloj de pulsera—. Estará durmiendo pero, al menos, será mejor que le dé yo la noticia… a que lo vea en la prensa o en la tele.

—Me parece bien, a ver si él consigue que pienses con la cabeza —respondió cáusticamente.

—No lo llamo para pedirle permiso, lo llamo para avisarle de que, después de a él, voy a llamar a la policía. —Marcó el número privado de su marido mientras miraba a su amante con cara de tristeza—. Dios, no puedo creer que tengas tanto miedo que seas incapaz de darte cuenta de que hay que hacer lo correcto.

—Es amor —respondió amargamente al tiempo que se daba la vuelta para que no viera las lágrimas que le habían provocado su ira y aquella humillación.

—No, Betsy, es miedo… ¿Hola? ¿Jack? Soy yo. Oye, tengo malas noticias…

Betsy volvió a girar la cabeza para observar ese rostro tan expresivo y enmarcado por aquel pelo rubio y sedoso que tenía Micky. A lo largo de todos aquellos años, cada vez que había mirado ese rostro había sentido un enorme placer y relajación… pero, ahora, lo único que veía era el inminente, irrazonable e incomprensible desastre.

Jacko volvió a recostarse en los almohadones y pensó en lo que acababa de decirle Micky. Él también había considerado llamar a la policía ya que, por un lado, hablaba en favor de su inocencia; al fin y al cabo, por lo que él tenía entendido, nadie que no viviera en aquella casa sabía que la detective Bowman había estado con él. Por otro lado, llamar haría que pareciera que estaba un tanto ansioso por verse implicado en una importantísima investigación de asesinato, y una de las cosas que sabía cualquiera que hubiera leído un solo libro acerca de asesinos psicópatas era que el asesino siempre intenta meterse en la investigación.

Dejar que llamara Micky era mucho más seguro. De esa manera, su inocencia salía reforzada, pues era su devota esposa, una mujer digna de confianza y rodeada de probidad pública, la que se ponía en contacto con ellos. Sabía que lo normal era que la mujer hablara con la policía en cuanto viera las noticias, cosa que sucedería mucho antes de la hora habitual a la que él se despertaba. Así, nadie se preguntaría si lo había sabido y había optado por callarse. Porque, cómo no, la noche anterior había estado muy ocupado como para ver las noticias… A veces no tenía tiempo ni siquiera para ver su propio programa, ¡ni qué decir entonces el de su esposa!

Ahora, lo que tenía que hacer era diseñar una estrategia. No tenía que preocuparse por volver a pegarse la paliza de ir hasta Leeds porque lo requiriesen para interrogarlo. Serían ellos los que vinieran a verlo, seguro. Si no era así, no pediría ningún favor todavía. Seguiría actuando: el hombre magnánimo que no tiene nada que esconder. «Por supuesto, oficial, aquí tiene un autógrafo para su mujer».

Lo importante era tener un plan. Tenía que imaginar toda contingencia posible y determinar cuál era la mejor manera de enfrentarse a ella. Tenerlo todo planeado era el secreto de su éxito. Era una lección que a punto había estado de aprender por las malas la primera vez, ya que no había pensado en todas las eventualidades posibles de antemano. Las posibilidades que se abrían ante él eran tantas, lo tenían tan fascinado, que no se había parado a pensar lo importante que era planear todas las salidas posibles y determinar cómo lidiar con cada una de ellas. En aquel entonces, no tenía la casita de Northumberland y había ido a un refugio de montaña en ruinas que recordaba de cuando hacía senderismo de niño.

Había creído que nadie usaría aquel lugar en mitad del invierno y sabía que se podía llegar hasta él en coche por el sendero. Como no se atrevió a dejarla con vida, había tenido que matarla la misma noche en la que la había llevado allí. Pero como era casi de madrugada cuando la chica exhaló su último aliento, estaba exhausto y conmocionado, y no se sentía con fuerzas para enterrarla después del esfuerzo que le había supuesto confinarla, llevar hasta allí el torno con el que le había destrozado el brazo hasta convertirlo en una masa sanguinolenta y matarla con una ligadura hecha con una cuerda de guitarra (símbolo, si se paraba a pensarlo, de otra de las habilidades que había perdido). Por tanto, decidió dejarla allí y volver la noche siguiente para encargarse de la carcasa.

Inspiró profundamente de solo pensar en aquello. La noche siguiente, cuando iba por la carretera principal, camino de la entrada del sendero —no se encontraba ni a tres kilómetros—, la radio local anunció que unos excursionistas habían encontrado el cadáver de una joven justo una hora antes. Del susto, a punto estuvo de salirse de la carretera con el Land Rover.

No recordaba cómo, pero había conseguido sobreponerse. Había llegado a casa empapado en sudor pegajoso. Por suerte, no había dejado suficientes pistas como para que los forenses lo descubrieran. Nunca fue interrogado y, por lo que él sabía, ni siquiera lo contaron entre los sospechosos. La conexión que tenía con ella era tan pobre que no merecía la pena siquiera tenerla en cuenta.

De aquella experiencia había extraído tres enseñanzas primordiales. Primero: tenía que encontrar la manera de que el momento durase para saborear el sufrimiento de la chica varias veces mientras ella sentía lo mismo que él había sentido. Segundo: el acto de matar en sí mismo no le producía ningún placer. Le gustaba todo lo anterior, lo que llevaba hasta ello: la agonía, el terror… y adoraba la sensación de control que le proporcionaba sentirse responsable de una vida. Ahora bien, el acto de matar a una chica joven y sana no le parecía nada divertido, como el trabajo duro. Le daba igual que murieran de septicemia o de pena; la cuestión es que prefería no tener que matarlas él. Y tercero: necesitaba un entorno donde estar a salvo, tanto metafórica como literalmente. Micky, Northumberland y el trabajo de voluntario con los enfermos terminales había sido la triple solución a aquella necesidad. Durante los seis meses que había tardado en acompasar aquellas tres soluciones, solamente había necesitado paciencia. No había sido fácil pero, así, la siguiente le resultó muchísimo más dulce.

Y no estaba dispuesto a renunciar a ese placer por el mero hecho de que Shaz Bowman se creyese más lista que él. Lo único que tenía que hacer es planearlo todo.

Cerró los ojos y empezó a pensar.

Carol respiró hondo y llamó a la puerta. Una voz familiar le dijo que pasara y entró en el despacho de Jim Pendlebury como si nunca hubiera habido ninguna tensión entre ellos.

—Buenos días, Jim —saludó con voz briosa.

—Buenos días, Carol. ¿Me traes noticias?

Se sentó frente a él mientras negaba con la cabeza.

—He venido a por la lista de bomberos a tiempo parcial, tal y como hablamos anoche.

—¿No seguirás apoyando esa majadería ahora que ya ha amanecido? —Había desdén en su voz y tenía los ojos como platos—. Anoche pensé que le estabas siguiendo la corriente a tu invitado.

—En lo que se refiere a investigaciones criminales, siempre apoyaré las ideas de Tony Hill por encima de las tuyas.

—¿Pretendes que me quede sentado, sin hacer nada, mientras conviertes a mis hombres en chivos expiatorios? —Su voz ahora era grave—. Son ellos los que arriesgan la vida cada vez que tenemos una de esas salidas.

—Intento que se acaben esas salidas —suspiró irritada—, y no solo para tus bomberos, sino para los pobres diablos como Tim Coughlan que ni siquiera tienen una oportunidad. ¿Es que no lo entiendes? Esto no es una caza de brujas. Mi intención no es detener a un inocente. Si piensas que eso es lo que estoy haciendo es que no me conoces lo suficiente, lo que demuestra que te creyeras con derecho a llamar a la puerta de mi casa sin avisar, cosa que espero que no vuelva a suceder.

Los segundos siguientes fueron muy largos. Ambos se miraban a los ojos. Finalmente, Pendlebury negó con la cabeza a modo de resignación, tenía los labios apretados fuertemente.

—Te voy a dar el listado… —Cada palabra estaba cargada de odio—… Pero no vas a encontrar en él al pirómano.

—Eso espero —respondió relajadamente—. Sé que no me crees pero, sinceramente, eso es lo que espero. Igual que esperaría que las acusaciones de corrupción hacia uno de los míos no fueran ciertas. Nos perjudica a todos. Ahora bien, no puedo ignorar esta posibilidad ahora que me la han mostrado de manera tan convincente.

El jefe de bomberos se giró con la silla, se puso de pie y caminó hasta un archivador. Abrió el cajón de abajo, sacó una hoja de papel y, con un giro de muñeca, dejó que cayera sobre la mesa. En ella estaban el nombre, la dirección y el teléfono de los doce bomberos a media jornada del departamento de Seaford.

—Te lo agradezco mucho. —Cogió la lista, se levantó y se encaminó a la puerta pero, a medio camino, se dio la vuelta como si se le acabase de ocurrir algo—. Por cierto, estos incendios, ¿tienen lugar todos en la jurisdicción de una misma división de la ciudad o están más extendidos?

El bombero frunció los labios.

—Todos pertenecen a la división central de Seaford. De no ser así, no te habría dado la lista.

—Me lo imaginaba. —Su tono de voz le ofrecía un armisticio pues aquello confirmaba lo que pensaba—. Te lo aseguro, Jim, yo seré la primera que se alegre de que el responsable no sea ninguno de tus hombres.

—No lo son. —Miró hacia otro lado—. Los conozco. He puesto mi vida en sus manos. Ese psicólogo… no tiene ni puta idea de lo que dice.

Carol llegó a la puerta, la abrió y miró hacia atrás. El jefe de bomberos la observaba ferozmente.

—Eso ya lo veremos.

Los tacones con tapetas de acero de las botas marrones que llevaba hicieron un ruido estruendoso mientras bajaba a toda prisa por las escaleras camino de la anónima seguridad que le proporcionaba su coche. Le dolía enormemente que Jim estuviera convencido de que pretendía usar a uno de sus hombres como cabeza de turco.

—Mierda —soltó mientras cerraba de golpe la puerta del coche e introducía la llave en el contacto—. Mierda, mierda ¡y mierda!

Partiendo del principio de que todo psicólogo que se precie ha de ser capaz de ver los intentos de manipulación hacia su persona, estaba claro que esos dos habían decidido prescindir de la diplomacia. Al menos, no le habían apeado el rango. El comisario jefe Dougal McCormick y el detective Colin Wharton estaban sentados a la mesa frente a él, hombro con hombro. La cinta estaba en marcha. Ni siquiera se habían molestado en venirle con el espurio consuelo de que aquello era por su bien.

Empezaron con lo del descubrimiento del cadáver. Sus preguntas iban claramente encaminadas a que se equivocase y admitiese que no era la primera vez que estaba en el apartamento de Shaz y que sabía perfectamente cuáles eran sus ventanas. Luego, siguieron con cosas cuya justificación era aún menor; pero Tony estaba preparado. Tenía claro que se lo iban a hacer pasar mal. Había que tener presente que él no era policía, así que si había que echarle la mierda a alguien, mejor que fuera a él que a algún otro miembro del equipo. Si a eso le añadimos que el resentimiento de la fuerza local por tener que compartir su espacio y sus recursos con un grupo de técnicos intrusos del Ministerio del Interior hacía que lo vieran como al líder de una secta satánica, no tenía nada que hacer. Teniendo todo esto en cuenta, había estado visualizando diferentes posibilidades en su mente casi desde que había abierto los ojos por la mañana. Lo del interrogatorio le había preocupado hasta el desayuno a pesar de los esfuerzos de Carol por asegurarle que era, meramente, un proceso rutinario.

Había pasado el viaje de vuelta a Leeds mirando por la ventanilla del tren y pensando, únicamente, en que debía encontrar la manera de convencer a sus interrogadores de que tenían que buscar fuera del círculo de amigos y colegas de Shaz a la persona que le había hecho aquello. Ahora que veía lo que pretendían esos dos, deseaba haber tomado un tren a Londres. Tenía los hombros llenos de nudos musculares y sentía cómo la rigidez le subía por la nuca y le llegaba a la cabeza. Aquello era la antesala de un dolor de cabeza de tres pares de narices.

—Volvamos al principio —soltó McCormick bruscamente.

—¿Cuándo conoció a la detective Bowman? —inquirió Wharton.

Por lo menos no estaban jugando a «poli bueno y poli malo». Ambos estaban dejando claro, sin que les importara lo más mínimo, que eran agresivos y opresores.

—El comandante Bishop y yo la interrogamos en Londres hace unas ocho semanas. El día exacto está apuntado en el diario de la unidad. —Su tono de voz era monocorde, se estaba esforzando porque así fuera. Solamente un analizador de voz habría detectado los ligerísimos temblores. Por suerte para Tony, aquella tecnología no había llegado aún hasta esa comisaría.

—¿La entrevistaron juntos? —preguntó McCormick.

—Sí. Tras la entrevista, el comandante Bishop se retiró y yo le hice una serie de pruebas psicológicas. Luego, la detective Bowman se marchó y no volví a verla hasta que empezó el periodo de entrenamiento de la unidad.

—¿Cuánto tiempo estuvo a solas con Bowman? —De nuevo era McCormick.

Wharton estaba apoyado contra el respaldo de la silla, mirando fijamente a Tony con ese aire profesional cargado de especulación, desdén y sospecha.

—Se tarda más o menos una hora en realizar dichas pruebas.

—Vamos, lo suficiente como para conocer a alguien.

—No hay tiempo para conversar —comentó mientras negaba con la cabeza—. De hecho, sería contraproducente porque nuestra idea era que el proceso de selección fuera lo más objetivo posible.

—¿Fue unánime la decisión de que Bowman entrara en la unidad?

El psicólogo dudó unos instantes. Si no habían hablado ya con Bishop, lo harían, así que no tenía ningún sentido que no dijera la verdad.

—Paul tenía dudas. Consideraba que había demasiada intensidad en ella. Yo le dije que necesitábamos diversidad en el equipo, de modo que él consintió con Shaz y yo con una de sus elecciones que menos me gustaban.

—¿A quién se refiere? —preguntó McCormick.

—Eso será mejor que se lo pregunten a Paul. —Era demasiado listo como para caer en esa trampa.

Wharton se inclinó hacia delante de pronto y le acercó esa cara de rasgos duros que tenía.

—Le parecía atractiva, ¿eh?

—¿Qué tipo de pregunta es esa?

—Una de lo más directa. ¿Sí o no? ¿Le gustaba la chica? ¿Le parecía atractiva?

Tony se tomó unos instantes para responder con cuidado.

—Soy consciente de que su aspecto podría resultarle atractivo a muchos hombres, sí; no obstante, yo no me sentía atraído sexualmente por ella.

—¿Cómo sé que dice la verdad? —La voz de Wharton era desdeñosa—. Por lo que he oído, usted no suele tener los mismos gustos que los tíos normales, ¿no es así?

El psicólogo se estremeció como si acabasen de pegarle una bofetada. Un temblor le recorrió los músculos, tensos, y notó que se le revolvía el estómago. En la investigación que había seguido inevitablemente al caso en el que había trabajado con Carol Jordan el año pasado, había tenido que hablar de sus problemas sexuales pero le habían prometido que todo lo que dijera sería completamente confidencial y, de acuerdo a las reacciones de los oficiales de policía con los que había tratado desde entonces, así había sido. Pero ahora, de la noche a la mañana, parecía que la muerte de Shaz Bowman lo hubiera desprovisto de ese derecho. Se preguntó dónde habrían conseguido la información y esperó que, ahora, su impotencia no se convirtiera en la comidilla del cuerpo.

—Mi relación con Shaz Bowman era exclusivamente profesional. —Tuvo que esforzarse de nuevo por mantener un tono calmado—. Mi vida personal no tiene nada que ver con este interrogatorio.

—Eso lo decidiremos nosotros —respondió McCormick de malas maneras.

—Dice que su relación era exclusivamente profesional —prosiguió Wharton sin descanso—, pero tenemos confesiones que indican que pasaba más tiempo con Bowman que con los demás miembros de la unidad. Cuando los demás oficiales llegaban por la mañana, era habitual que los encontraran a ustedes conversando. Y, luego, se quedaba al final de las sesiones para hablar con usted en privado. A mí me da la impresión de que había surgido una relación muy cercana entre los dos.

—No había nada indecoroso entre Shaz y yo. Siempre llego pronto por las mañanas; pueden comprobarlo con cualquiera que haya trabajado conmigo. Shaz tenía problemas para ponerse al día con el programa de ordenador que utilizamos y por eso venía antes. Y sí, es cierto que se quedaba después de las sesiones, pero solo lo hacía para profundizar en temas de los que habíamos hablado en clase porque le fascinaba este trabajo, no por otro motivo. Si esta investigación les está enseñando algo de Shaz Bowman, debería ser que de lo único de lo que estaba enamorada esa mujer era de su trabajo. —Tomó una profunda bocanada de aire.

Se hizo el silencio durante unos instantes. Finalmente, McCormick preguntó:

—¿Dónde estuvo usted el sábado?

—Están ustedes perdiendo el tiempo —respondió Tony perplejo, moviendo la cabeza de lado a lado—. Deberían centrarse en atrapar al asesino, no en hacer que nosotros parezcamos culpables. Deberíamos estar hablando del significado de lo que el asesino le hizo a Shaz, de por qué dejó el dibujo de los tres monos sabios sobre el cadáver, de por qué no hay abuso sexual ni pistas forenses.

—Me interesa muchísimo que esté tan seguro de que no hay pistas forenses —comentó McCormick con los ojos entrecerrados—. ¿Cómo lo sabe?

—Saberlo, no lo sé —gruñó Tony—. Solamente vi el cuerpo y la escena del crimen. Por mi experiencia con asesinos psicópatas, creo que lo más probable es que no las haya.

—Un oficial de policía o alguien que trabajara estrechamente con la policía reconocería la importancia de las pistas forenses —le espetó McCormick.

—Cualquiera que haya visto una peli de asesinatos alguna vez reconocería la importancia de las pistas forenses —lo ridiculizó Tony.

—Pero no cualquiera sabe cómo borrar su presencia como alguien que está acostumbrado a evitar contaminar la escena del crimen mientras trabajan los forenses, ¿no es así?

—Vamos, que no hay pruebas forenses. —Tony, aferrándose a la única información que parecía relevante, los estaba retando claramente.

—Yo no he dicho eso —replicó McCormick triunfante.

—Es muy probable que quien haya matado a Sharon Bowman piense que no ha dejado ninguna prueba forense… pero se equivoca.

Tony empezó a darle vueltas a la cabeza. No podía tratarse de huellas ni de dedos ni de pisadas, porque eso no concordaría con la gran precisión del asesino. Podía tratarse de cabellos o fibras. El cabello solo sería útil si tenían un sospechoso en firme con el que cotejarlo. Las fibras, por otro lado, podía rastrearlas un forense experto. Esperaba que la policía de Yorkshire Oeste trabajase con el mejor.

—Me alegro. —Fue lo único que respondió.

Mientras McCormick fruncía el ceño, Wharton abrió una carpeta, sacó de ella una hoja de papel y la puso delante de Tony.

—Para la grabación: le estoy enseñando al doctor Tony Hill una fotocopia del diario de la detective Bowman. Concretamente, la hoja correspondiente a la semana en la que murió. En el día en que fue asesinada hay dos anotaciones: «J. V. - 9.30» y una «T». Doctor Hill, creo que Shaz y usted habían quedado el sábado. ¿Es así? ¿Habían quedado?

Tony se pasó una mano por el pelo. La confirmación de que Carol y él tenían razón al creer que lo más probable era que Shaz se hubiera enfrentado a Vance, no le producía ninguna satisfacción.

—No, inspector, no habíamos quedado. La última vez que vi a Shaz con vida fue al final de la jornada de trabajo del viernes. Y lo que hice el sábado no tiene ninguna relevancia en esta investigación.

—Yo no estoy tan seguro. —McCormick se inclinó hacia delante. Hablaba con suavidad—. «T» de Tony. Podría haberse reunido con usted. Podría haberse reunido con usted después de las clases, lejos de la comisaría… y su novio podría haberse enterado y haberse cabreado. Quizá hablase con ella al respecto y la mujer admitiera que usted le gustaba más que él.

—¿Es esto lo mejor que se les ha ocurrido? —Ahora era Tony quien tenía tono de desdén—. Pues es patético, McCormick. He tenido pacientes que tenían fantasías más creíbles. Lo que debería parecerles crucial del diario es la entrada que dice «J. V. - 9.30». Puede que Shaz pretendiera hablar conmigo después pero, desde luego, no llegó a hacerlo. Si realmente les interesa saber qué estaba haciendo el asesino el sábado, deberían investigar a Jacko Vance y a su equipo. —Nada más pronunciar el nombre del presentador supo que la había cagado.

McCormick movió la cabeza de lado a lado como si se compadeciese de él. Wharton se puso en pie sin previo aviso y su silla chirrió sobre el suelo de vinilo barato.

—Jacko Vance intenta salvar vidas, no acabar con ellas. ¡Usted, en cambio, no puede decir lo mismo! —le gritó el detective—. Usted ya ha matado a alguien, ¿no es así, doctor Hill? Y como siempre nos explican ustedes los psicólogos, una vez se ha traspasado la línea… no vuelve a haber fronteras. «Si ya se ha matado una vez…». ¿Puede usted acabar la frase? ¡Solo tiene que rellenar el puto espacio en blanco!

Tony cerró los ojos. Le dolía el pecho como si le acabaran de pegar un puñetazo tan fuerte en el diafragma que se hubiera quedado sin aire. Todos los progresos que había hecho a lo largo del año acababan de irse al garete y volvía a oler aquel sudor… aquella sangre… Sintió sus manos resbaladizas, oyó los gritos desgarradores que salían de su propia garganta y saboreó el beso de Judas. Abrió los ojos de golpe y miró a Wharton y a McCormick. Los odiaba. Había olvidado que fuera capaz de odiar tanto.

—Se acabó —dijo poniéndose en pie—. La próxima vez que quieran hablar conmigo, tendrán que arrestarme. Y espero que se aseguren de que mi abogado está en la comisaría cuando lo hagan.

La única razón para no venirse abajo mientras salía de la sala de interrogatorios y de la comisaría, fue que no quería darles la satisfacción de hacerlo. Nadie hizo nada para detenerlo. Cuando llegó al aparcamiento, respiró profundamente y lo cruzó, desesperado por llegar a la calle antes de que su desayuno perdiera la batalla contra su estómago. En cuanto llegó a la acera, un coche se acercó a él y la ventanilla del copiloto descendió. Por ella apareció la cabeza de Simon McNeill.

—¿Te llevo?

—No… esto… No, gracias. —Tony retrocedió como si le acabasen de pegar un golpe.

—Venga, sube, que he estado esperándote. Me han tenido aquí la mitad de la noche. Quieren cargarme el asesinato y lo harán en cuanto se les presente la más mínima oportunidad. Tenemos que descubrir quién mató a Shaz antes de que decidan que ya es hora de arrestar a alguien.

—Simon, escúchame atentamente —dijo mientras se apoyaba en el coche—. Tienes razón en que quieren que el culpable sea uno de nosotros, pero no creo que vayan a llegar tan lejos como para crear pistas contra nadie. Y aunque no pienso quedarme sentado, esperando a ver lo que sucede, no puedo contar contigo para buscar al asesino. Enfrentarse a alguien capaz de hacer lo que le ha hecho a Shaz es muy peligroso. Bastante difícil me va a resultar cuidar de mí mismo como para tener que cuidar también de ti. Puede que seas un gran detective, no lo dudo, pero en lo que respecta a meterse en la cabeza de un psicópata como este… eres un verdadero novato. Así que, hazme un favor: ve a casa e intenta superar el dolor. No pretendas convertirte en un héroe, Simon. No quiero enterrar a nadie más.

—No soy un niño, soy un detective entrenado —lo miraba como si estuviera a punto de darle un puñetazo y de romper a llorar—. He trabajado en Homicidios y Shaz me importaba. No puedes dejarme fuera. ¡No puedes impedir que busque a ese hijo de la gran puta!

—No, no puedo —dijo tras soltar un gran suspiro—. Pero Shaz también era una detective entrenada, también había trabajado en Homicidios y sabía que estaba metiendo la mano en un agujero en el que había una bestia… Y, aun así, esa bestia la destruyó. No se contentó con matarla, no: la aniquiló. Esto no se resuelve con métodos policiales convencionales. Ya he pasado por algo así. Te aseguro que sé muy bien lo que es y no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Vete a casa, Simon.

El policía aceleró bruscamente y las ruedas chirriaron sobre el asfalto. Tony observó que tomaba la primera curva a la izquierda y que lo hacía a demasiada velocidad. El coche desapareció de su vista y deseó que aquel fuera el mayor riesgo que fuera a correr Simon hasta que atraparan al asesino de Shaz. Un accidente de tráfico sería la menor de sus preocupaciones.