En un extraño momento de lucidez, sumida en el océano del dolor, Donna Doyle contempló su breve vida y entendió que era la estúpida confianza lo que la había llevado hasta allí. Los remordimientos aumentaban en su interior como un tumor extraño que no para de crecer y devora todo lo que encuentra a su paso. Una equivocación, un intento de seguir el arcoíris hasta el caldero lleno de oro, un acto de fe que no era más absurdo que aquellos de los que hablaba el cura cada domingo… y allí estaba. Antes se decía a sí misma que haría cualquier cosa por subir al estrellato; ahora sabía que aquello no era verdad.
Pero tampoco era justo. No lo era, porque ella no quería ser famosa por egoísmo, sino porque era consciente de que la fama venía acompañada de dinero y de que ese dinero evitaría que su madre tuviese que mirar tantísimo lo que gastaba… como se había visto obligada a hacer desde que su padre había muerto. Donna pretendía que fuera una sorpresa; una travesura maravillosa y emocionante. Pero ya no iba a ser así. Aunque consiguiera salir de allí, sabía que nunca sería una estrella. Puede que fuera famosa durante quince minutos, como decía la canción, pero no por ser una estrella manca de la televisión… como Jacko Vance. Aunque la encontrasen… todo había acabado.
Sin embargo no dejaba de repetirse que todavía podían dar con ella. Y, desafiante, se decía a sí misma que no se estaba dando ánimos vacíos porque seguro que, a esas alturas, la estaban buscando. Su madre habría ido a la policía y su foto habría salido en los periódicos, quizá incluso en la tele. La vería todo el país, la gente rebuscaría en su memoria… ¡y alguien la recordaría! En los trenes se había cruzado con montones de personas. Al menos media docena de ellas se habían bajado también en Five Walls. Seguro que al menos una se había fijado en ella. Era consciente de que, tal y como iba vestida y maquillada, tenía muy buena pinta. Seguro que la policía estaba haciendo preguntas, investigando de quién sería el Land Rover en el que se había subido… ¿no? Emitió un gruñido. En su fuero interno, sabía que ese era el lugar en el que iba a morir.
Sola, en su tumba, Donna Doyle se puso a llorar.