—¿Alguien sabe dónde está Bowman? —preguntó Paul Bishop con impaciencia mientras consultaba su reloj por quinta vez en dos minutos. No parecía que ninguna de las cinco personas que lo observaban tuviera la más mínima idea.
—Debe de haberse muerto —bromeó Leon—, porque Shazza nunca llega tarde.
—Ja, ja, Jackson —respondió Bishop con sarcasmo—. Hala, sé bueno y baja a recepción a ver si ha dejado algún mensaje.
Leon se levantó, puso bien la silla y salió encorvado por la puerta de forma que, a pesar de su delgado cuerpo de casi metro noventa, los amplios hombros de su chaqueta le daban un aire desafiante.
Bishop empezó a tamborilear en el lateral del mando a distancia del vídeo; si no empezaba la sesión cuanto antes, se le haría tarde. Tenía que estudiar con los reclutas una serie de vídeos de escenas de crímenes y, después, tenía una reunión con el ministro de Interior a la hora de comer. Maldita Bowman… ¿Por qué tenía que llegar tarde justo hoy? Le daba de tiempo hasta que Jackson volviera; luego, empezaría con la clase. Peor para ella si se perdía algo crucial.
—¿Has hablado con Shaz desde el viernes? —le preguntó Simon por lo bajo a Kay.
La mujer negó con la cabeza y el gesto hizo que se le cayera el pelo, de color castaño claro, sobre la mejilla, como una cortina. Así, la mujer parecía un ratoncito de campo que observaba el mundo a través de la hierba.
—Le dejé un mensaje al ver que no venía a la cena, pero no me ha respondido. Pensaba que aparecería en la quedada de chicas de ayer, pero tampoco vino. Aunque, a decir verdad, tampoco era un plan en firme.
Leon volvió antes de que Simon siguiera hablando.
—Nada de nada, señor —anunció—. No ha llamado para decir que esté enferma ni nada.
—Pues tendremos que empezar sin ella —soltó Bishop tras chasquear la lengua. Les repartió el programa de la mañana y le dio al «play».
A Simon, las imágenes de violencia y crueldad descontroladas que les mostraron a continuación apenas le causaron la más mínima impresión. Tampoco contribuyó especialmente al coloquio que tuvo lugar después. No podía quitarse de la cabeza la ausencia de Shaz. Había pasado a recogerla el sábado, tal y como habían quedado, para ir a tomar una cerveza antes de la cena habitual. Pero cuando llamó a la puerta, no respondió nadie. Como había llegado pronto, pensó que quizá estuviera en la ducha o secándose el pelo y que por eso no hubiera oído el timbre, así que volvió a la calle y buscó una cabina. Dejó que el teléfono sonara hasta que los tonos se cortaron automáticamente y lo intentó dos veces más. Incapaz de creer que lo hubiera dejado plantado, que no le hubiera dicho nada, subió por la colina hasta el apartamento y pulsó el timbre una vez más.
Sabía cuál era su apartamento porque la había llevado a casa tras una noche de copas y porque, después de que la mujer bajara del coche, se había quedado allí, intentando reunir el valor necesario para pedirle que saliera con él, el tiempo suficiente como para ver qué luces se encendían. Desde donde estaba ahora, veía que las cortinas del dormitorio principal, que daba a la calle, estaban corridas a pesar de que todavía no había oscurecido. A su modo de entender, eso significaba que la mujer había estado preparándose para salir; aunque, por lo visto, no con él. Estaba a punto de rendirse y de ir al pub para ahogar su humillación en Tetley’s cuando vio un camino estrecho que daba la vuelta a la casa. Sin pararse a pensar si lo que estaba a punto de hacer estaba justificado o si era inteligente, cruzó la verja de hierro forjado de la entrada, tomó dicho camino y se sumergió en la penumbra del jardín trasero.
Al dar la vuelta a la esquina, a punto estuvo de tropezarse con un pequeño tramo de escalones que descendían desde unos ventanales franceses hasta el jardín.
—¡Por amor de Dios! —murmuró enfadado al tiempo que se agarraba donde podía para no caerse. Miró a través de la ventana con las manos alrededor de los ojos para evitar los reflejos que hacía en ella la luz de la casa de al lado. No veía más que la forma ensombrecida de una serie de muebles y un resplandor débil que debía de provenir de la habitación que daba al vestíbulo. Allí no había signos de vida. De pronto, en el piso de arriba se encendió una lámpara que proyectó un cuadrado de luz justo al lado de Simon.
Se dio cuenta inmediatamente de que cualquiera que lo viera allí pensaría que se trataba de un ladrón, no de un policía; así que se pegó a las sombras de la pared y salió a la calle con la esperanza de que nadie lo hubiera visto. Lo último que quería es que, por su culpa, los demás policías se burlasen de su unidad diciendo que eran un grupo de mirones. Sorprendido por el aparente rechazo de Shaz, fue caminando tristemente hasta el Sheesh Mahal, donde se reunió con Leon y con Kay para cenar, tal y como habían acordado. Cuando vieron que Shaz no llegaba a la cena, los otros dos no pararon de comentar que debía de tener una oferta mejor para haberlos dejado plantados; pero él no estaba de humor para hablar de ello y se concentró en beber tanta cerveza Kingfisher como podía.
Ahora, lunes por la mañana, estaba realmente preocupado. Una cosa era darle plantón —porque, asumámoslo, era evidente que la mujer podía tener muchos más pretendientes que él sin esforzarse siquiera—, pero perderse una sesión de clase era algo completamente distinto. Estaba preocupado y se pasó toda la mañana con el ceño fruncido y sin prestar atención a las interesantes enseñanzas de Paul Bishop. En cuanto el chirrido de las patas de las sillas contra el suelo anunció el fin de la sesión, salió en busca de Tony Hill.
Encontró al psicólogo en la cantina, sentado a la mesa que, poco a poco, la unidad de criminología había hecho suya.
—Tony, ¿tienes un minuto? —Su expresión lúgubre e intensa parecía un reflejo de la de su tutor.
—Claro, pide un café y ven.
—Es que… —Simon miró por encima del hombro, dubitativo—. Los demás llegarán en unos momentos y… y lo que quiero es hablar en privado.
Tony recogió el archivo en el que había estado trabajando y cogió su café.
—Vamos, tomaremos prestada una sala de interrogatorios durante unos minutos.
Simon lo siguió por el pasillo hasta que llegaron a la primera sala de interrogatorios que no tenía la luz roja encendida. El ambiente olía a sudor, a cigarrillo rancio y, vagamente, a azúcar moreno. Tony se sentó a horcajadas en una de las sillas y se quedó observando cómo Simon daba unos cuantos pasos antes de apoyarse en una de las esquinas de la habitación.
—Se trata de Shaz. Estoy preocupado por ella. Esta mañana no ha venido a clase y no ha llamado para avisar ni nada.
Tony no necesitaba que le dijeran que había algo más. Su trabajo era descubrir qué pasaba.
—Estoy de acuerdo, no es típico en ella. Es muy seria. Pero podría haberle sucedido algo imprevisto, por ejemplo, algún problema familiar.
Simon torció hacia abajo la comisura de la boca.
—Sí, puede ser… —No estaba convencido—. Pero, igualmente, le habría pedido a alguien que avisara. No es que sea seria… es obsesiva, ya lo sabes.
—Podría haber tenido un accidente.
—Exactamente —soltó—. A eso es a lo que me refiero. Deberíamos estar preocupados, ¿no crees?
—Bueno, si hubiera tenido un accidente, ya nos habríamos enterado. Nos habría llamado ella o alguna otra persona.
Simon apretó los dientes… iba a tener que explicarle por qué la cosa era más seria.
—Si ha tenido un accidente, no creo que haya sido esta mañana. Teníamos… una especie de cita el sábado por la tarde. Shaz, Kay, Leon y yo hemos adquirido la costumbre de ir a cenar a un restaurante hindú los sábados por la noche y, después, salimos a tomar algo. Pero Shaz y yo habíamos quedado para tomar unas cervezas antes y que pasaría a recogerla por su casa… —En cuanto comenzó a explicar la historia, lo soltó todo de golpe—. Como no daba señales de vida, pensé que se lo habría pensado mejor, que se habría rajado… pero estamos a lunes y no ha venido. Creo que le ha pasado algo y, sea lo que sea, no es una trivialidad. Quizá haya tenido un accidente en casa; podría haberse resbalado en la ducha y haberse golpeado en la cabeza. O puede que le pasara algo en la calle y esté en algún hospital sin que ella ni nadie sepa quién es. ¿No crees que tenemos que hacer algo? Se supone que somos un equipo, ¿no?
Una terrible premonición cruzó la mente de Tony. Simon tenía razón: dos días eran demasiados como para que una mujer como Shaz Bowman desapareciera sin que nadie supiera nada y más si durante ese tiempo había dejado colgado a un colega y faltado al trabajo.
—¿Has probado a llamarla? —le preguntó al tiempo que se ponía de pie.
—Un montón de veces, pero ni siquiera tiene el contestador activado; por eso creo que podría haber tenido un accidente en casa. Es decir, podría haber apagado la máquina al volver y haberle pasado algo después… no sé —añadió impacientemente—. Esto resulta un poco embarazoso. Me siento como un adolescente, montando un escándalo por nada. —Se incorporó empujándose con los hombros y cruzó la puerta.
—Creo que tienes razón —le dijo Tony mientras lo agarraba del brazo—. Tienes instinto policial para las cosas que huelen raro. Es una de las razones por las que te elegimos para la unidad. Venga, vamos a casa de Shaz, a ver qué descubrimos.
En el coche, Simon iba inclinado hacia delante como si así empujara para llegar antes. Tony se dio cuenta de que mantener una conversación iba a ser inútil, así que se concentró en seguir las secas indicaciones del joven. Aparcaron frente al apartamento y Simon bajó del coche antes siquiera de que al psicólogo le diera tiempo de apagar el motor.
—Las cortinas siguen corridas —apuntó Simon con urgencia mientras Tony se unía a él en el umbral—. Su dormitorio es el de la izquierda. Cuando llegué el sábado por la tarde, las cortinas también estaban corridas. —Pulsó el timbre en el que ponía: «Apartamento 1: Shaz Bowman». Ambos escucharon el irritante zumbido de dentro.
—Al menos, sabemos que el timbre funciona. —Dio unos pasos atrás y admiró la imponente construcción, cuya piedra estaba ennegrecida después de que las máquinas que había albergado dentro se hubieran tirado un siglo consumiendo combustible.
—Podemos dar la vuelta —dijo Simon tras decidir que ya estaba bien de tocar el timbre.
Sin esperar una respuesta, tomó el caminito que bordeaba la casa. Tony lo siguió, pero no lo suficientemente rápido. Justo antes de doblar la esquina oyó un gemido como el de un gato agonizante en mitad de la noche. Asomó a tiempo de ver a Simon apartarse de unos ventanales franceses como un hombre al que acaban de dar un puñetazo en la cara. El joven policía cayó de rodillas al suelo y vomitó en la hierba al tiempo que decía algo incoherente entre gemidos.
Horrorizado, Tony avanzó dubitativo. Cuando llegó a las escaleras que daban a los ventanales y vio lo que había desprovisto a Simon McNeil de su hombría, sintió que el estómago se le contraía. No podía pensar. No sentía nada. Miró mejor lo que había al otro lado del ventanal. Aquello parecía un pastiche de un cuadro de Bacon realizado por un psicópata, no por una persona normal. En un principio, fue todo lo que su cerebro alcanzó a comprender. No se dio cuenta de lo que estaba viendo exactamente hasta un rato después, momento en que deseó haber vendido su alma al diablo a cambio de la incomprensión anterior.
No es que fuera el primer cuerpo mutilado que veía, pero era la primera vez que tenía una conexión personal con la víctima. Se tapó los ojos unos instantes con una mano y se masajeó los ojos con el pulgar y con el índice. No era momento para lamentarse, era momento para hacer todo aquello que sirviera para ayudar a Shaz Bowman y que nadie más podía hacer, y arrastrarse por la hierba como un cachorrillo herido no iba a servir de nada. Tomó aire profundamente, se giró hacia Simon y le dijo:
—Llama para avisar. Luego, vuelve a la parte delantera y asegura la escena del crimen.
El hombre lo miró implorante, con la cara rota de dolor.
—¿Es Shaz?
—Sí, es Shaz —asintió—. Simon, haz lo que te he dicho. Llama para avisar y ve a la parte delantera. Es importante. Necesitamos que vengan más agentes, ahora. ¡Vamos! —Se quedó esperando a que se levantase del suelo, tambaleándose, y tomase el caminito como si estuviera borracho. Luego, se dio la vuelta y volvió a mirar por la ventana para analizar la «destrucción» de Shaz Bowman. Le gustaría estar más cerca y poder rodear el cadáver para analizar los horripilantes detalles de lo que le habían hecho, pero sabía lo importante que era no contaminar la escena del crimen, así que ni siquiera se lo planteó.
Tendría que arreglárselas con lo que veía desde allí. Para la mayoría de la gente habría sido más que suficiente pero, para Tony, era una imagen tan parcial que lo atormentaba. Lo primero que tenía que hacer era dejar de pensar que aquella carcasa era Shaz Bowman. Tenía que mantenerse imparcial, ser analítico y tener la cabeza clara si quería servirles de ayuda a los detectives. Volvió a mirar el cuerpo que había en la silla y se dio cuenta de que no le costaba tanto distanciarse de los recuerdos que tenía de la mujer; al fin y al cabo, aquella cabeza monstruosa y deformada que lo miraba ni siquiera se parecía a un ser humano.
Veía unos agujeros oscuros donde deberían estar aquellos fascinantes ojos con los que lo había mirado la última vez. «Se los habrán arrancado», pensó al ver que de las cuencas caían una especie de hilos y filamentos. La sangre había fluido de los orificios y se había secado alrededor de ellos, lo que le daba a la cara un aspecto de máscara grotesca aún mayor. La boca, por otro lado, parecía una masa de plástico fundido de mil tonalidades de las gamas del púrpura y del rosa. Le faltaban las orejas; y el pelo de las patillas, seco y endurecido por la sangre con la que se habría manchado durante el crimen, le quedaba en punta.
Bajó la mirada al regazo. Tenía una hoja de papel en el pecho. Estaba demasiado lejos como para leer lo que ponía, pero no le costaba reconocer el dibujo: los tres monos sabios. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Era demasiado pronto para asegurar nada pero, a simple vista, no parecía que hubiera ningún signo de agresión sexual y eso, junto con la calculada frialdad de lo de los tres monos, lo llevó a hacerse una primera idea. No se trataba de un asesinato sexual. No es que un psicópata cualquiera se hubiera fijado en Shaz. No, aquello era una ejecución.
—No lo has hecho por placer —se dijo en voz baja—. Querías darle una lección. Has querido dárnosla a todos. Pretendes decirnos que eres mejor que nosotros. Estás alardeando. Nos miras por encima del hombro porque estás convencido de que nunca encontraremos nada que te incrimine. Y quieres decirnos que es mejor que no metamos las narices en tus asuntos. Eres un cabrón arrogante, ¿eh?
A Tony, la escena que tenía delante le decía cosas que nunca le diría a un policía entrenado para buscar únicamente pruebas físicas. Al psicólogo, en cambio, le decía que el asesino tenía una mente incisiva y decidida. Aquello era un asesinato a sangre fría, no un ataque despiadado con una motivación sexual. Y a Tony, todo eso le sugería que el asesino había llegado a la conclusión de que Shaz Bowman era una amenaza para él. Por eso había actuado brutal, fría y metódicamente. Tony no necesitaba que llegase la policía forense para saber que no iban a encontrar pruebas significativas con las que descubrir la identidad del perpetrador. La solución a aquel crimen estaba en la mente, no en un laboratorio forense.
—Eres bueno —murmuró—. Pero yo voy a ser mejor.
Cuando las sirenas desgarraron el silencio y los zapatos de los agentes uniformados resonaron sobre el camino de gravilla, Tony estaba delante del ventanal, memorizando la escena, empapándose de todos los detalles para recurrir a ellos cuando lo necesitase. Hasta ese momento, no fue a la parte delantera de la casa para consolar a Simon.
—Joder, urgente no era —gruñó el forense de la policía mientras abría el maletín y sacaba un par de guantes de látex—. En el estado en el que está, no va de una hora. No es como cuidar de los vivos, ¿no? ¡Puñetero busca! Es la maldición de mi vida.
Tony aparcó el impulso de darle un puñetazo a aquel médico gordinflón pero le espetó:
—Era una agente de policía.
—No nos han presentado, ¿verdad? —El doctor le lanzó una mirada perspicaz—. ¿Es usted nuevo?
—El doctor Hill trabaja para el Ministerio del Interior —respondió un detective local cuyo nombre había olvidado—. Está a cargo de esa nueva unidad de criminología de la que ya habrá oído hablar. La chica es una de sus reclutas.
—Entiendo. Le voy a dar el mismo trato que le daría a cualquier otro de los chicos de Yorkshire —soltó el médico secamente mientras les daba la espalda y volvía a su terrible quehacer.
Tony seguía en el jardín pero, ahora, los ventanales franceses estaban abiertos y veía más claramente la escena del crimen, en la que estaban trabajando un fotógrafo y un equipo de forenses. No podía dejar de mirar el cuerpo destruido de Shaz Bowman. Daba igual cuánto lo intentase, no podía impedir que, ocasionalmente, le vinieran a la mente imágenes de la mujer en vida. Aunque aquello reforzaba su resolución, era una provocación que no necesitaba.
Pensó que debía de estar siendo peor para Simon. Se lo habían llevado a comisaría, con la cara verde y el cuerpo tembloroso, para que prestase declaración de lo que había pasado el sábado por la tarde. Tony conocía suficientemente bien la manera de trabajar de la policía como para saber que, ahora mismo, para los de Homicidios era el principal sospechoso. E iba a tener que hacer algo al respecto lo antes posible.
El detective cuyo nombre no recordaba bajó las escaleras y se detuvo a su lado.
—Menudo caos.
—Era una buena agente —respondió Tony.
—Atraparemos al cabrón que lo ha hecho —le dijo en voz baja—. No se preocupe.
—Quiero ayudar.
—Eso no es cosa mía —dijo tras enarcar una ceja—. No estamos ante un asesino en serie, ¿entiende? Nunca habíamos visto nada como esto en nuestra jurisdicción.
Tony hizo todo lo posible por aplacar la frustración que sentía.
—Detective, este no es un asesinato primerizo. Quienquiera que haya hecho esto, es un experto. Puede que no haya matado en su jurisdicción o que no haya usado este mismo método antes, pero esto no lo ha hecho un principiante.
Los interrumpieron antes de que el inspector respondiera. El forense de la policía había acabado su espeluznante trabajo.
—Bueno, Colin —empezó mientras se encaminaba hacia ellos—. Definitivamente, está muerta.
—Ahórrese los chistes por una vez —le dijo el policía mientras lo miraba de reojo—. ¿Sabría decirnos a qué hora sucedió?
—Pregúnteselo a su forense, detective Wharton —le respondió de malos modos.
—Lo haré pero, mientras tanto, ¿puede darme una hora aproximada?
—A ver, es lunes al mediodía… —se quitó los guantes de látex de golpe—. Yo diría que entre las siete de la tarde del sábado y las cuatro de la madrugada del domingo, dependiendo de si la calefacción ha estado encendida y de cuánto tiempo lo ha estado.
—Es un espacio muy amplio —suspiró el detective Colin Wharton—. ¿No puede ajustarlo un poco más?
—A ver, soy médico, ¡no un puñetero vidente! —respondió cáusticamente—. Y, si no les importa, vuelvo a mi partida de golf. Tendrán el informe por la mañana.
—Doctor —dijo Tony, que acababa de cogerle impulsivamente del brazo—, necesito ayuda. Sé que no es exactamente su campo, pero es evidente que ha desarrollado mucha experiencia al respecto. —«Si dudas: adula»—. En cuanto a las heridas, ¿diría usted que estaba viva o son post mortem?
El hombre frunció los labios, se giró y miró desde allí el cadáver de Shaz como si estuviera considerando ciertos factores. Parecía un niño pequeño haciendo mohines ante su tía solterona mientras calculaba cuánta paga iba a sacarle con aquella cara.
—Un poco de todo —respondió finalmente—. Yo diría que los ojos se los sacaron mientras aún estaba con vida. Imagino que estaba amordazada porque, de lo contrario, los chillidos se hubiesen oído en todo el barrio. Es probable que se desmayara justo después debido a una combinación de impresión y dolor. Lo que quiera que le hayan echado por la garganta era muy cáustico y es lo que la ha matado. Cuando la abran, descubrirán que el tracto respiratorio se ha desintegrado por completo, me apuesto la pensión. Y, por la cantidad de sangre, yo diría que las orejas se las cortó, más o menos, mientras moría. En cuanto al corte, es muy limpio, nada de varias intentonas, como suele ser habitual con las mutilaciones. Quien haya sido, debe de tener un cuchillo afilado de cojones y una sangre fría de la hostia. Si lo que pretendía es que la mujer acabase pareciéndose a los tres monos sabios… el tipo ha hecho un trabajo impecable. —Hizo un leve asentimiento a ambos hombres—. Bueno, me marcho. Todo suyo. Les deseo buena suerte para encontrarlo. El que ha hecho esto es un puñetero chalado. —Desapareció caminando como un pato tras la esquina de la casa.
—Ese cabrón tiene los peores modales de todo Riding Oeste —comentó Colin Wharton asqueado—. Lo siento mucho.
—¿De qué sirve maquillar con palabras bonitas algo tan brutal? —respondió mientras negaba con la cabeza—. Nada va a cambiar el hecho de que alguien ha destrozado el cuerpo de Shaz Bowman para dejarnos un mensaje.
—¿Cómo dice? ¿Me he perdido algo? ¿A qué se refiere con «dejarnos un mensaje»? Yo no he visto ningún mensaje.
—Ha visto usted el dibujo del folio, ¿verdad? Los tres monos sabios: «Ver, oír y callar». El asesino le ha destrozado los ojos, las orejas y la garganta. ¿Eso no le dice nada?
—El asesino o es el novio —teorizó mientras se encogía de hombros—, en cuyo caso está más loco que una jaula de grillos y da igual lo que tenga en la cabeza; o es otro loco que se ha querido cargar a un poli porque nos metemos en donde, según él, no nos llaman.
—¿No cree usted que podría tratarse de un asesino que quería matar a Shaz específicamente porque estaba metiendo la nariz en algo que no le correspondía? —sugirió.
—¿Por qué iba a hacerlo? —respondió con desdén—. Ustedes, los de la unidad de criminología, no han cogido ningún caso todavía, ¿me equivoco? Así que es imposible que haya tenido tiempo para meterse en los asuntos de ningún demente de la zona.
—Aunque aún no estemos trabajando en ningún caso actual, hemos estado trabajando en algunos antiguos y Shaz llegó a la conclusión de que existe un asesino en serie sin identificar en Gran Bretaña…
—¿Lo de Jacko Vance? —Se le escapó una risita—. Anda que no nos hemos reído con eso.
—Ustedes no deberían haberse enterado… —La cara de Tony estaba tensa—. ¿Quién se lo ha contado?
—Lo siento, doctor, pero no pienso vender a nadie. Además, ya sabe usted que en una comisaría no hay secretos. Era un chiste demasiado bueno como para no compartirlo: Jacko Vance un asesino en serie… ¡Y la Reina Madre otra, ¿no?! —Se le volvió a escapar la risa y le dio una palmadita indulgente en el hombro a Tony—. Asúmalo, lo más probable es que haya sido el novio. No hace falta que le diga que nueve de cada diez veces nos basta con llamar a la puerta del tipo que se estaba tirando al fiambre. —Levantó una ceja—… O a la persona que encuentra el cadáver.
—Están ustedes perdiendo el tiempo si pretenden cargárselo a Simon McNeill. —Rio con sorna—. Él no ha sido.
Wharton se giró para encarar a Tony, sacó un Marlboro del paquete con los dientes, lo apretó con los labios y lo encendió con un mechero desechable.
—Yo he asistido a una de sus charlas, doctor. En Manchester. Dijo usted que los mejores cazadores son aquellos que más se parecen a la presa. «Dos caras de una misma moneda», dijo. Y creo que tiene razón. El problema es que uno de sus cazadores se ha pasado «a la cruz».
Jacko cerró desdeñosamente la agenda personal de un manotazo y pulsó el botón de encendido del mando a distancia. La cara de su esposa llenó la gigantesca pantalla mientras la mujer llevaba a su audiencia a la sala de redacción para ofrecerle los titulares del mediodía. Nada. «Cuanto más tarden, mejor», se repetía una y otra vez. Cuanta menos seguridad tuviese el forense acerca de la hora del fallecimiento de aquella zorra, más se alejaría su muerte de la visita que le había hecho el sábado por la mañana. Apagó la tele y se centró en el guion que tenía delante. Se preguntó durante unos instantes cómo sería tener ese tipo de vida en la que tardan un par de días o más en enterarse de que has muerto. «Eso no me va a suceder a mí», pensó satisfecho. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser así de insignificante en la vida de alguien.
Hasta su madre se enteraría si desaparecía. Puede que se alegrase, sí, pero, desde luego, se enteraría. Se preguntó cómo estaría reaccionando la madre de Donna Doyle ante la desaparición de su hija. No había visto nada en las noticias, pero tampoco había razones para que causase más revuelo que las demás.
Había hecho que pagasen, todas, por lo que había tenido que sufrir. Sabía que no se lo podía hacer pagar a la que de verdad lo merecía porque sería demasiado evidente y todo lo señalaría a él. Pero podía encontrar sustitutas de Jillie en cualquier parte; tan maduras y deliciosas como ella la primera vez que la había tumbado en el suelo, cuando notó cómo su virginidad se rendía a él. A ellas les hacía entender lo que le había tocado vivir, sentir cómo se había sentido… cosa que aquella zorra traicionera no había sido capaz de hacer. Sus chicas nunca lo abandonarían porque era él quien tenía el poder sobre la vida y la muerte… y, así, podía vengarse de ella una y otra vez. Una y otra vez.
Hubo una vez en la que llegó a creer que esas muertes de sustitutas podrían acabar con su dolor y curarlo… pero la catarsis no duraba para siempre. La necesidad siempre volvía arrastrándose hasta él. Menos mal que había conseguido convertirlo casi en un arte. Tantos años… tantas muertes… y solo una policía con una teoría descabellada había sospechado de él.
Esbozó una sonrisa muy personal; una sonrisa que sus admiradores nunca verían. En el caso de Shaz Bowman, el pago había tenido que ser diferente, aunque no por ello había dejado de resultar satisfactorio. Pensó que quizá fuera hora de hacer unos cambios. Al fin y al cabo, nunca le había gustado la rutina.
La frustración que sentía hizo que Tony subiera los escalones de dos en dos. Nadie le permitía ver a Simon. Colin Wharton no dejaba de ponerle trabas y decirle que él no tenía autoridad para permitirle que colaborara en la investigación; Paul Bishop se encontraba fuera, en una de sus interminables y tan necesarias reuniones; y el comisario jefe alegaba que estaba muy ocupado para recibirlo.
Abrió la puerta del seminario de golpe con la esperanza de que los demás miembros de la unidad estuvieran llevando a cabo alguna tarea útil. Sin embargo, allí solo estaba Carol Jordan, que levantó la vista del archivo que estaba leyendo.
—Empezaba a pensar que me había equivocado de día.
—Ay, Carol… —suspiró mientras se dejaba caer en la silla que había junto a la mujer—. Se me había olvidado por completo que venías esta tarde.
—Y parece que no has sido el único —comentó secamente al tiempo que señalaba las demás sillas vacías—. ¿Dónde está tu equipo? ¿Haciendo novillos?
—No te lo han dicho, ¿verdad? —La miró apenado y cabreado al mismo tiempo.
—¿Qué ha pasado? —Se le encogió el pecho. ¿Qué habría sucedido para que el hombre estuviera aún más angustiado? (Si es que eso era posible).
—¿Te acuerdas de Shaz Bowman?
—La ambición con patas —asintió con una sonrisa dubitativa en la boca—. La de los ojos azules impresionantes; la que observa, escucha y habla lo necesario.
—Pues ya ni habla ni escucha ni mira. —Se estremeció.
—¿Qué le ha pasado? —Su tono de voz dejaba ver que le preocupaba más el hombre que la joven.
Tragó saliva y cerró los ojos en cuanto visualizó en su mente a la muerta. Evitó cargar de emoción sus palabras y dijo:
—Que un psicópata la ha destruido. Alguien que ha considerado que era divertido arrancarle esos ojos azules impresionantes… cortarle esas orejas con las que escuchaba tan atentamente… y echarle algo corrosivo por la boca con la que hacía comentarios tan acertados y que ha acabado del color del chicle de frutas. La han asesinado, Carol. Han asesinado a Shaz Bowman.
—No… —La mujer tenía cara de sorpresa e incredulidad. Se quedó callada unos instantes—. Es terrible. Tenía tanta vida por delante…
—Era la mejor del grupo. Estaba desesperada por serlo. Pero no era arrogante. No le importaba trabajar con los demás a pesar de saber que era el único purasangre en un grupo de burros. ¿Y sabes lo que le ha hecho? Ha ido directamente a atacar su alma.
—¿Por qué? —Como en el caso en que trabajaron juntos, Carol siempre hacía la pregunta relevante.
—Ha dejado un folio con una imagen encima de ella: el dibujo de una entrada enciclopédica sobre los tres monos sabios.
Carol lo entendió a la primera pero, inmediatamente, frunció las cejas y esgrimió un gesto de incomprensión.
—¿No pensarás que…? ¿No estarás pensando en la teoría del otro día…? No puede tener que ver con eso, ¿no?
—No dejo de pensar en ello —respondió mientras se frotaba la frente con la punta de los dedos—. ¿Qué otra cosa puede ser? El único caso real que hemos tenido entre manos es el de tu pirómano y ninguno de los míos había llegado a nada concluyente como para que alguien se sintiera amenazado.
—Pero es que… ¿Jacko Vance? —Agitó la cabeza—. No puede ser que lo consideres siquiera. Hasta las abuelas del país, desde Land’s End a John O’Grote están locas por él. La mitad de las mujeres que conozco consideran que es tan sexy como Sean Connery.
—¿Y tú? ¿Tú qué piensas? —No era una indirecta.
Carol le dio vueltas a la pregunta y se aseguró de decir exactamente lo que quería decir.
—No confiaría en él —empezó al cabo de un rato—. Es demasiado brillante. No llega a meterse en ti. Nada de lo que hay en él te deja una huella profunda. Puede que sea encantador, comprensivo, cálido y simpático… pero en cuanto pasa a la siguiente entrevista, es como si el encuentro anterior ni siquiera hubiera tenido lugar. Y, a pesar de todo eso…
—… No pensarías que se trata de un asesino en serie. —El tono de Tony era monocorde—. Yo tampoco. Hay personajes públicos a los que no te extrañaría que acusasen de un montón de cargos… pero no es el caso de Jacko Vance.
Se quedaron callados un rato, mirándose el uno al otro.
—Es que quizá no sea él y se trate, por ejemplo, de alguien de su equipo —comentó Carol finalmente—. Un conductor, un guardaespaldas, un localizador. Uno de esos chicos para todo… ¿cómo los llaman?
—¿Los recaderos?
—Eso, los recaderos.
—Pero eso sigue sin responder a tu pregunta: «¿Por qué?». —El hombre se puso de pie y empezó a recorrer el perímetro de la habitación—. No entiendo cómo es posible que lo que explicó y dijo aquí haya llegado al círculo de Jacko Vance; así que, ¿cómo sabía nuestro hipotético asesino que la mujer le estaba pisando los talones?
Carol se giró torpemente con la silla para verlo mientras daba la vuelta por detrás de ella.
—Tony, esa mujer buscaba la gloria. Creo que no estaba dispuesta a soltar el hueso y que decidió seguir adelante con su idea. Y eso, de alguna manera, alertó al asesino.
El psicólogo llegó a una esquina y se detuvo.
—¿Sabes…? —Pero no le dio tiempo a decir nada más porque el comisario jefe Dougal McCormick entró justo en ese instante. Era tan ancho de hombros que casi no cabía por la puerta. El tipo era de Aberdeen y, de hecho, parecía una de esas vacas negras de raza Angus de la zona: rizos sobre una frente ancha, los ojos oscuros y licuados con esa expresión que parece que vayan a embestirte en cualquier momento, la cara cuadrada hasta el punto de dejar escondida la nariz carnosa, y unos labios gordos y siempre húmedos. Lo único que no pegaba era su voz. Aunque esperabas que de lo más profundo de su pecho saliera un mugido profundo y grave, su voz era ligera y melodiosa como la de un tenor.
—Doctor Hill —empezó mientras cerraba la puerta tras de sí sin mirar atrás. Cuando vio a Carol parpadeó y volvió a mirar a Tony inquisitivamente.
—Comisario jefe McCormick, le presento a la inspectora jefe Carol Jordan, de la policía de Yorkshire Este. Le estamos ayudando con una investigación sobre incendios provocados.
—Es un placer, señor —dijo la mujer tras ponerse de pie. El asentimiento de McCormick fue casi imperceptible.
—Si nos disculpa, tengo que hablar con el doctor Hill.
—Esperaré en la cantina. —Carol sabía cuándo la estaban echando.
—El doctor Hill no se va a quedar en la comisaría, así que será mejor que lo espere en el aparcamiento.
Carol abrió los ojos de par en par, pero no dijo otra cosa que:
—De acuerdo, señor. Tony, nos vemos fuera.
En cuanto Carol salió y cerró la puerta, Tony miró a McCormick.
—¿Qué es lo que ha querido decir con eso, McCormick?
—Exactamente lo que he dicho. Esta es mi división y tengo una investigación de asesinato entre manos. Una agente de policía ha sido… destrozada y mi trabajo consiste en descubrir quién es el responsable. No hay signos de que hayan entrado por la fuerza en su apartamento y, por lo que tengo entendido, no era precisamente tonta; así que, lo más probable, es que conociera al asesino. Y por lo que sé, las únicas personas que Sharon Bowman conocía en Leeds eran usted y sus compañeros de escuadra, doctor Hill.
—Shaz —le cortó—. Se llamaba «Shaz». Odiaba que la llamaran «Sharon».
—Shaz, Sharon, lo que sea; de poco importa ahora. —El comisario jefe se quitó de encima la objeción con la misma gracilidad con la que una vaca espantaría las moscas con el rabo—. La cuestión es que es a ustedes a los únicos a los que habría dejado entrar, así que no quiero que hablen entre sí hasta que mi equipo de Homicidios los haya interrogado a todos. Hasta próximo aviso, esta unidad está suspendida y, por tanto, no tienen ustedes autorización para estar en la comisaría ni para comunicarse entre ustedes. Ya he hablado con el comandante Bishop y con el Ministerio del Interior y estamos todos de acuerdo en que este es el camino que hay que seguir. ¿Está claro?
Tony sacudió la cabeza. Eso era demasiado: Shaz estaba muerta —horriblemente asesinada— y, ahora, McCormick pretendía arrestar a una de las pocas personas que podían ayudarlo a llegar hasta el asesino.
—Puede que, por alguna razón que no alcanzo a comprender, tenga usted autoridad sobre los agentes de mi escuadra, pero yo no soy policía y no respondo ante usted. Debería usar nuestro talento, ¡no darnos por el culo! ¿Es que no entiende que podemos ayudarlos?
—¿Ayudarnos? —El tono de voz del comisario jefe era desdeñoso—. ¿¡Ayudarnos!? ¿Qué es lo que pretendían hacer? Ya he oído las chorradas esas que se le han ocurrido a alguno de los suyos. Mis hombres van a seguir pistas, no a hacer chistes. ¿Jacko Vance? ¡Por amor de Dios! ¿Quién va a ser el próximo? ¿¡Winnie the Pooh!?
—Estamos en el mismo bando —notó que los pómulos empezaban a ponérsele de color escarlata.
—Puede ser, pero hay ayudas que se convierten en estorbos. Quiero que se marche de la comisaría ahora mismo y no quiero que moleste a mis hombres. Está usted citado mañana, a las diez de la mañana, para que mis detectives lo interroguen formalmente acerca del caso de Sharon Bowman. ¿Me he explicado bien, doctor Hill?
—Escuche, puedo serle muy útil. Entiendo a los asesinos; entiendo por qué hacen las cosas que hacen.
—Eso no es difícil: lo hacen porque están locos. ¡Por eso!
—Por supuesto, pero cada uno tiene una locura diferente. En este caso, por ejemplo, seguro que no ha abusado sexualmente de la mujer.
—¿Quién se lo ha dicho? —le espetó mientras fruncía el ceño.
Tony se pasó una mano por el pelo y empezó a hablar apasionadamente:
—No, no me lo ha dicho nadie; lo sé porque soy capaz de ver cosas en una escena del crimen que ninguno de sus hombres puede ver. Este no ha sido un asesinato sexual, comisario jefe; se trata de un mensaje deliberado para mi unidad, para que sepamos que el asesino considera que va tan por delante de nosotros que nunca llegaremos a atraparlo. ¡Pero yo puedo ayudarle a hacerlo!
—A mí me da la impresión de que lo que pretende es proteger a los suyos. Ha conseguido usted algo de información de la escena del crimen y la ha convertido en otra de esas locas teorías suyas. Pues va a necesitar mucho más que eso para convencerme… ¡y no tengo tiempo para esperar a que se entere del siguiente cotilleo! Por lo que respecta a esta comisaría, forma usted parte del pasado. Y sus jefes del Ministerio del Interior me dan la razón.
La furia hizo que la adulación y la contemporización de las que Tony solía servirse para conseguir cosas de los policías se quedaran en el baúl.
—¡Está cometiendo usted un puto error, McCormick!
—Me arriesgaré —respondió el enorme policía tras soltar una carcajada. Acto seguido, señaló la puerta con el dedo—. Y, ahora, váyase.
Tony se dio cuenta de que no iba a obtener la victoria en ese campo de batalla y se mordió fuertemente el interior de la mejilla. El sabor de la humillación coincidía con el sabor a hierro de la sangre. Desafiante, fue hasta su armario, sacó su maletín y lo llenó con los archivos de las personas desaparecidas y con los análisis de los miembros de su escuadra. Lo cerró de golpe, dio media vuelta y se marchó. Mientras caminaba hacia la puerta de salida de la comisaría, los policías se quedaban mudos a su paso. Se alegraba de que Carol no presenciara esa aplastante derrota. Ella no se habría quedado callada… y el silencio era la única arma que le quedaba al psicólogo.
Mientras la puerta principal se cerraba tras de sí, oyó una voz, que no pudo identificar, que decía:
—¡Ya era hora, joder!