El coche se detuvo y Shaz resbaló hacia delante sin poder evitarlo hasta chocar contra la pared de metal que dividía los estrechos confines del maletero de los asientos traseros. Nuevamente, sintió un dolor espantoso en las muñecas y en los hombros. Intentó incorporarse para darle un cabezazo a la capota del maletero y hacer el suficiente ruido como para atraer la atención de alguien, pero lo único que consiguió fue que una nueva ola de dolor le recorriese el cuerpo. Se estaba esforzando por no sollozar porque tenía miedo de que los mocos le taponasen la nariz y se asfixiase, puesto que la mordaza que le había puesto Vance por encima de la capucha antes de arrastrarla por el suelo enmoquetado de su casa, bajarla por unas pocas escaleras y subirla hasta el maletero del coche, no le dejaba respirar por la boca. La fuerza y la destreza de aquel manco la habían fascinado y horrorizado al mismo tiempo.
Respiró tan profundamente como pudo, hasta que la expansión del pecho hacía que los músculos de los hombros, rígidos, protestasen. Solo su increíble voluntad impedía que se ahogara con el hedor de su propia orina. «A ver si consigues quitarla de la alfombrilla del maletero», había pensado triunfalmente. Aunque no podía hacer nada para salvar la vida, estaba dispuesta a aprovechar todas las oportunidades que tuviera para evitar que Jacko Vance se librase de pagar por los crímenes que había cometido. Si sus compañeros de la policía científica llegaban hasta allí, una alfombrilla manchada de pis les alegraría el día.
La música sorda se apagó de golpe. Desde que había salido no había oído más que éxitos de los años setenta. Shaz había estado muy atenta y había contado las canciones; a una media de tres minutos por canción, estimó que llevaban unas tres horas en la carretera. Aproximadamente veinte minutos después de salir, le había parecido que tomaban la autopista, así que era probable que fueran hacia el norte. Si hubiesen ido hacia el oeste, habrían llegado antes a la autopista. Evidentemente, cabía la posibilidad de que Jacko hubiera intentado desorientarla conduciendo en círculos por la A25 alrededor de Londres. Pero no creía que fuera así, porque no tenía necesidad de engañarla. Al fin y al cabo, no iba a vivir para contarlo.
Posiblemente ya hubiera oscurecido. Si no se equivocaba, había permanecido atada en la casa de Vance varias horas antes de que el hombre volviera para encargarse de ella. Si estaban en el interior, en el campo, nadie la vería ni la oiría. Y, en cierta manera, estaba segura de que ese era, en efecto, el plan de Vance. Seguro que había llevado a sus víctimas a algún lugar aislado para evitar que lo descubrieran. ¿Por qué iba a comportarse de manera diferente con ella?
Oyó cómo se cerraba una puerta con un golpe sordo y, acto seguido, un leve clic. Luego, un sonido metálico más cerca y el suspiro suave que producía un maletero hidráulico al abrirse.
—¡Dios, apestas! —dijo con tono despectivo antes de tirar de ella para sacarla—. Escucha, te voy a soltar los pies. Voy a cortar las ligaduras. El cuchillo está muy, pero que muy afilado. Normalmente, lo utilizo para trocear carne… no sé si me entiendes. —Su voz era casi un susurro y su aliento caliente le llegaba a la oreja a través de la capucha. La mujer sintió náuseas—. Si intentas escapar, te destriparé con un gancho de carnicero como si fueras un cerdo. Además, no tienes adonde ir, ¿vale? Estamos en mitad de la nada.
Pero a Shaz no se lo parecía. Sorprendentemente, oyó el sonido del tráfico no muy lejos de allí y el murmullo típico de una ciudad. Si se le presentaba la ocasión, por pequeña que fuera, la aprovecharía.
Sintió el frío del filo en el tobillo apenas unos instantes y sus pies, milagrosamente, quedaron libres. Por unos segundos, pensó en pegarle una patada y salir corriendo pero, entonces, la sangre empezó a circular nuevamente y los espasmos que le produjeron los terribles calambres la llevaron a gemir con la boca seca a través de aquella mordaza inflexible. Antes de que se le pasasen los dolores, Shaz notó cómo Vance tiraba de ella y la sacaba del maletero. Cayó al suelo hecha un guiñapo descoordinado antes de que el otro cerrara el maletero y tirara de ella para que se pusiera de pie. El hombre medio la arrastró, medio cargó con ella a través de una verja o un portal con el que se golpeó en el hombro; luego, siguió un camino y subió un par de escalones. Una vez arriba, la arrastró un poco más y la empujó violentamente contra un suelo enmoquetado. Sus piernas aún eran un par de gomas flácidas e inútiles.
A pesar de la sensación de desorientación y del dolor, el sonido de la puerta y de las cortinas al cerrarse le resultó, curiosamente, familiar. De pronto, se dio cuenta de dónde estaba y el pánico se apoderó de ella. Perdió el control de su vejiga y volvió a mearse encima.
—Dios, ¡eres una zorra asquerosa! —La voz del hombre se tiñó aún de más desdén.
Una vez más, sintió que tiraban de ella hacia arriba. Esa vez la dejó caer en una silla dura y recta como si fuera un fardo. Antes de que desapareciera la nueva oleada de dolor de brazos y hombros, notó que el hombre le estaba atando uno de los tobillos a la pata de la silla como cuando el médico te entablilla un miembro roto. Desesperada, con la intención de liberarse, lanzó una patada al aire con la pierna que aún le quedaba libre y se alegró al notar que había impactado en el cuerpo de Vance. Alegría que se desvaneció en cuanto sintió un dolor nuevo y sorprendente.
El golpetazo que recibió en la mandíbula hizo que su cabeza saliera despedida hacia atrás como un latigazo y los dolores que le recorrieron la columna como consecuencia de aquello resultaron indescriptibles.
—¡Puta zorra estúpida! —Fue lo único que dijo antes de cogerle la otra pierna y forzársela para atarla a la otra pata de la silla. Después, ató también ambas piernas entre sí; fuertemente.
Sintió las piernas del hombre entre las suyas. La calidez de su cuerpo era, casi, el peor sufrimiento que había tenido que soportar hasta el momento. Jacko Vance le levantó los brazos —sentía terribles dolores— y se los forzó para pasarlos por detrás del respaldo de la silla y obligarla a quedarse tremendamente recta. Sintió que la capucha se separaba un poco del cuello y oyó el susurro de un cuchillo afiladísimo al cortar una tela. Parpadeó por culpa de la terrible claridad que percibió de repente y sintió un calambre atroz en el estómago al descubrir que su peor miedo se había hecho realidad. Estaba sentada en su propia sala de estar, atada a una de las cuatro sillas que había comprado diez días antes en Ikea.
Vance apretó su cuerpo contra el de ella mientras acababa de cortar la capucha a la altura de la mordaza. Ahora veía y oía adecuadamente, pero era incapaz de emitir otro sonido que no fuera un gruñido apagado. El hombre se apartó y le dio un pellizco cruel con la mano artificial en uno de los pechos. Luego, se quedó mirándola mientras pasaba el cuchillo de carnicero por el filo de la mesa. Nunca había conocido a nadie tan arrogante como él. Su pose, su expresión… todo exudaba rectitud egotista.
—Me has jodido el fin de semana pero bien —dijo mordazmente—. Te aseguro que esta no es la manera en la que había planeado pasar el sábado por la noche. Vestirme de verde y enfundarme en látex como un cirujano en una mierda de apartamento de Leeds no es lo que yo entiendo por «pasárselo bien», zorra. —Meneó la cabeza de lado a lado como si se lamentara—. Pero lo vas a pagar, detective Bowman. Vas a pagar por haberte pasado de lista.
Dejó el cuchillo sobre la mesa y buscó algo bajo la camiseta. Descorrió la cremallera de una riñonera, sacó un disco compacto y, sin mediar palabra, salió de la habitación. Shaz escuchó un zumbido familiar (estaba encendiendo el portátil) y, después, un traqueteo (y ahora, la impresora). Aguzó el oído y le pareció oír el sonido del ratón y las teclas. Luego, estaba segura, el sonido de la impresora al coger papel para imprimir.
Cuando volvió, llevaba una hoja en la mano y se la enseñó. Vio que se trataba del artículo de una enciclopedia. No necesitaba leerlo para entender el simbolismo de la imagen que lo acompañaba.
—¿Sabes que es esto? —le preguntó. La mujer tenía los ojos inyectados en sangre, pero seguían siendo arrebatadores. Shaz estaba decidida a no rendirse a él en ningún aspecto—. Es material didáctico, detective estudiante Bowman. Son los tres monos sabios: ver, oír y callar. Ese debería haber sido tu lema. Deberías haberte mantenido lejos de mí. No deberías haber metido las narices en mis asuntos. Pero bueno… no vas a volver a hacerlo.
Dejó caer el papel al suelo. De repente, ¡se lanzó hacia delante y le empujó la cabeza hacia atrás! ¡Le metió el pulgar prostético en la cuenca del ojo y empezó a empujar hacia abajo y hacia fuera y, poco a poco, fue rompiendo los músculos y le sacó el globo ocular! Los gritos estaban únicamente en la mente de Shaz… pero eran lo suficientemente fuertes como para que, gracias a Dios, se desmayase.
Jacko Vance estudió su trabajo y le pareció bueno. Como sus asesinatos habituales estaban impulsados por una serie de necesidades completamente diferentes, nunca los había contemplado desde un punto de vista puramente estético. Pero este era una obra de arte cargada de simbolismo. Se preguntaba si habría alguien suficientemente inteligente como para entender el mensaje que dejaba tras de sí y tenerlo en consideración. En cierto modo, lo dudaba.
Se inclinó hacia delante e hizo un pequeño ajuste en el ángulo de la hoja de papel que había dejado en el regazo de la mujer. Satisfecho, se tomó unos instantes para sonreír. Ahora, lo único que le restaba por hacer era asegurarse de que no había dejado nada que lo implicase, de modo que empezó a revisar el apartamento metódicamente, centímetro a centímetro, incluidos los cubos de basura. Estaba acostumbrado a la compañía de los cadáveres, así que la presencia de los restos de Shaz no le ponían nervioso. Estaba tan relajado mientras revisaba la cocina que, de pronto, se dio cuenta de que estaba canturreando.
En la habitación que la mujer había convertido en su despacho, encontró mucho más de lo que esperaba. Había un archivador con fotocopias de periódicos, un bloc con notas, archivos en el disco duro del portátil, disquetes y copias de varios borradores del análisis que había llevado a su casa de Londres. Pero lo peor era que la mayoría de las impresiones no tenían archivos correspondientes en el ordenador. Había copias en los disquetes, pero no en el disco duro. ¡Menuda pesadilla! Cuando vio el módem casi le da un infarto. Los archivos no estaban en el disco duro porque estaban en alguna otra parte, presumiblemente en algún ordenador de la Unidad Nacional de Criminología, ¡y acceder a ellos era imposible! Su única esperanza era que Shaz Bowman hubiera sido tan paranoica con aquellos archivos como lo había sido a la hora de compartir con sus compañeros que se iba a enfrentar a él. De cualquier manera, no podía hacer nada al respecto. Eliminó todas las pruebas que había en la casa y rezó para que nadie consultase sus archivos en el trabajo. Teniendo en cuenta la fama de anticuados que tenían los policías, a nadie se le pasaría siquiera por la cabeza que la mujer tuviera afinidad por la informática. Además, se supone que no estaba trabajando en ningún caso, ¿no es así? Al menos, eso es lo que le habían dicho los contactos de cuyos hilos había tirado cuidadosamente y de forma natural para descubrir todo lo que pudiera de ella antes de que se produjera su encuentro. No había ninguna razón para que nadie conectara un crimen tan extraño con su formación como criminóloga.
Pero ¿qué iba a hacer con todo aquel material? No podía llevárselo consigo, ¿y si lo paraba la policía de carretera por alguna razón y decidía registrar su coche? Pero, por otro lado, tampoco podía dejarlo allí para que hubiera un enorme dedo acusador que lo señalara a él. Había dejado de canturrear.
Se acuclilló en una esquina del despacho y empezó a darle vueltas a la cabeza rabiosamente. No podía quemarlo porque le llevaría mucho tiempo y el olor podría atraer la atención de los vecinos, y lo último que necesitaba era que apareciera una brigada de bomberos. Tampoco podía tirarlo por el inodoro, porque bloquearía las cañerías enseguida a menos que lo rompiese en pedacitos muy chiquitines, cosa que le llevaría hasta el amanecer o más. Tampoco podía cavar un agujero en el jardín y enterrarlo, porque el descubrimiento del cadáver de esa zorra sería el punto de inicio de una investigación que movería cielo y tierra, empezando por la zona inmediata al cadáver.
Al final, llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que llevarse todas las evidencias incriminatorias. Hasta pensar en ello le daba miedo, pero no paraba de decirse a sí mismo que la suerte y los dioses estaban de su parte y que, hasta ahora, había sido intocable porque tomaba todas las precauciones habidas y por haber y dejaba solamente una fracción del riesgo en manos del benevolente destino.
Llenó un par de bolsas de basura con el material y las llevó al coche. Pesaban tanto que se tambaleaba. Cada paso le costaba un esfuerzo. Había estado entre quince y dieciséis horas «trabajando» en el cuerpo de la detective Shaz Bowman y empezaba a quedarse sin fuerzas, psíquicas y físicas. Nunca tomaba drogas cuando trabajaba —la falsa sensación de poder y capacidad que inducían en uno eran el primer paso hacia la falibilidad y los errores estúpidos— pero, en aquella ocasión, deseó tener una papelina de cocaína en el bolsillo. Un par de rayitas de farlopa y haría lo que le faltaba en un periquete, en vez de tener que arrastrarse por ese camino de gravilla de una casa que estaba en el culo de Leeds.
Con un gruñido de descanso dejó la segunda bolsa de basura en el maletero. Se detuvo unos instantes y arrugó la nariz en cuanto notó el asqueroso olor que salía de allí. Se inclinó hacia delante y olió, lo que confirmó su sospecha: la zorra se había meado en el coche y había empapado la alfombrilla. «Un objeto más del que deshacerse», pensó, animado porque la situación tuviera una solución tan sencilla. Se quitó la ropa quirúrgica de color verde y los guantes de látex y los metió en el hueco de la rueda de repuesto. Después, cerró el maletero con suavidad. Apenas se oyó nada.
—Adiós, detective Bowman —musitó mientras se agachaba pesadamente para sentarse en el asiento del conductor. En el reloj del salpicadero ponía que eran casi las dos y media. Siempre y cuando la policía no lo detuviera por «estar en posesión de un coche de la hostia a altas horas de la madrugada», llegaría a su destino a eso de las cuatro y media. La única dificultad estribaba en tener cuidado de no pisar demasiado el acelerador, pero pisarlo lo suficiente como para poner, cuanto antes, la mayor cantidad de tierra de por medio entre su «trabajo» y él. Con una mano sudorosa y la otra tan fría como la brisa de la noche, salió de la ciudad y se dirigió al norte.
Llegó diez minutos antes de lo que esperaba. La zona de mantenimiento del Hospital Real de Newcastle estaba desierta, cosa que era normal hasta que llegase el grueso del turno de mañana del domingo, a eso de las seis. Vance aparcó en una plaza que había en la zona de servicio de atrás, junto a las puertas dobles que llevaban a las incineradoras en las que se destruían todos los residuos quirúrgicos del hospital. A menudo, cuando acababa su labor de voluntario con los pacientes, bajaba aquí para tomarse una cerveza y hablar con los celadores de servicio, que estaban encantados de contar con una celebridad como Jacko Vance entre sus amigos. Por esa razón, para ellos había sido un honor entregarle una tarjeta-llave de la zona de mantenimiento para que pudiera entrar y salir a voluntad. Incluso había noches, cuando ya casi no quedaba nadie, en que había bajado con ellos y los había ayudado a meter el material de deshecho en la incineradora. «Alimentaban» la caldera con bolsas de basura que provenían de la clínica, de las salas y de los quirófanos. Nunca se les había pasado por la cabeza que él la alimentase a su manera.
Y esa era una de las razones por las que Jacko Vance no temía ser descubierto. No era como Fred West, con los cimientos de su casa llenos de cadáveres. Una vez que había acabado de divertirse con las víctimas, desaparecían para siempre en el feroz fuego de la incineradora del Hospital Real de Newcastle, que todo lo desintegraba. Para un artefacto que se tragaba a diario los desechos del hospital de Newcastle, dos bolsas de basura con la investigación de Shaz Bowman no iban a ser más que un pequeño aperitivo. En veinte minutos se encontraba de vuelta en el coche. Ya estaba a punto de acabar. Se tumbaría en su cama favorita, la que se encontraba en el epicentro del matadero, evitaría cualquier «distracción» y dormiría el sueño de los justos.