Donna Doyle también estaba sola; pero como estaba desquiciada por la agonía, la introspección era un lujo que no estaba a su alcance en aquellos momentos. La primera vez que se había despertado por completo de un sueño irregular se había sentido lo suficientemente fuerte como para explorar la prisión. Aún tenía tanto miedo que se veía sobrepasada, pero ya no la paralizaba. No sabía dónde estaba pero, desde luego, era un lugar tan oscuro como una tumba y tenía el mismo olor húmedo que el de la pequeña carbonera de su casa. Usó el brazo que le quedaba sano para hacerse a la idea de dónde se encontraba y qué había a su alrededor. Al rato, le pareció que estaba sobre un colchón cubierto por una funda de plástico. Exploró los bordes con las yemas de los dedos y notó baldosas… pero no tan lisas como las de cerámica que tenían en el lavabo de casa, sino como esas de terracota brillantes que había en los escalones del invernadero de la madre de Sarah Dyson. La pared que tenía detrás era de piedra rugosa.
Se puso de pie con gran dificultad y fue entonces cuando se dio cuenta de que llevaba grilletes en los tobillos. Se agachó y los recorrió con los dedos… estaban atados a una cadena pesada. Con una sola mano le resultaba imposible determinar lo larga que era. Dio cuatro pasos dubitativos y llegó a una esquina. Giró noventa grados y siguió adelante. Nada más dar dos pasos se dio un golpe muy doloroso en la espinilla con algo sólido. No tardó en darse cuenta —tanto por el tacto como por el olor— de que se trataba de un inodoro químico. Irónicamente, se sintió agradecida, se sentó en él y vació la vejiga.
Aquello no sirvió más que para recordarle lo sedienta que estaba. No sabía determinar si tenía hambre, pero sed, desde luego, tenía muchísima. Se levantó y siguió adelante, pero no pudo avanzar más que unos centímetros porque la cadena no daba más de sí. El tirón le causó tal dolor que le llegó hasta el brazo y de allí le pasó al cuello y a la cabeza. Ahogó un grito. Poco a poco, se encorvó como una mujer mayor, volvió sobre sus pasos y fue al otro lado del colchón sin dejar de tantear la pared con la mano.
No tuvo que avanzar mucho por ese lado para que la incógnita del hambre y de la sed quedara resuelta. Primero, encontró un grifo metálico por el que salía un chorro de agua helada y se dejó caer de rodillas para poner la boca debajo y beber ávidamente de él. Al hacerlo, tiró algo al suelo. Una vez aplacada la sed, tanteó a ciegas para ver qué es lo que había tirado. Sus dedos, inquisitivos, descubrieron que se trataba de cuatro cajas altas, anchas y estrechas. Las agitó y reconoció el característico sonido de los cereales.
Tras una hora de investigación, se dio cuenta de que aquello era todo. Cuatro cajas de cereales y tanta agua fresca como quisiera. Había puesto el brazo destrozado debajo del chorro de agua, pero el dolor se había intensificado y había hecho que le diera vueltas la cabeza. Y eso era todo. El cabrón la había dejado atada como un perro… ¿para que muriera allí?
Se había quedado en cuclillas, como una madre desamparada.
Ya habían pasado dos días de aquello. A esas alturas, el dolor hacía que delirara, que gimiera y farfullara, y que, de vez en cuando, se desmayara. El cansancio era tal que, a veces, conseguía dormir, pero su sueño era inquieto. Si hubiera sabido en qué estado se encontraba, no habría querido seguir viviendo.