Mientras Shaz Bowman, consciente únicamente del miedo y del dolor, yacía en Londres, en el duro suelo de la casa de Jacko Vance, la estrella televisiva exploraba los dominios de la mujer. Había llegado a Leeds en poco tiempo. Solo había parado para echar gasolina y para usar el lavabo adaptado de la estación de servicio. Había utilizado el sanitario para deshacerse de la cinta que había extraído de la grabadora de microcasete de Shaz. En el aparcamiento, había roto en pedazos la carcasa con el pie y había dejado que el viento de tormenta que recorría las Midlands se los llevase.
A Jacko le había resultado sencillo encontrar la casa de Shaz porque la mujer había comprado una guía de la ciudad recientemente y había marcado su emplazamiento con un bolígrafo azul. Aparcó a la vuelta de la esquina y caminó muy lentamente por la calle para controlar los nervios. No había nadie, excepto un par de críos que jugaban a críquet en la acera de enfrente. Se plantó ante el número 17 y probó una de las dos llaves para cerradura de tambor en la pesada puerta victoriana de la entrada. Que acertase a la primera lo convenció de que tenía a los dioses de su parte.
Al entrar, se encontró en un vestíbulo sombrío iluminado únicamente por dos ventanas ojivales a cada lado de la puerta. Estudió aquella oscuridad y vio una escalera amplia y elegante que subía por encima de su cabeza. Parecía que, a cada lado de la planta baja había un solo apartamento. Eligió la puerta de la izquierda, probó la llave y acertó nuevamente. Más tranquilo, respirando con tranquilidad, convencido de que todo le iba a salir a pedir de boca, entró en el apartamento. No tenía planeado quedarse mucho rato, el suficiente para explorar el terreno, así que revisó rápidamente las habitaciones. En cuanto vio la sala de estar, se dio cuenta de que la mujer no podía haber elegido un apartamento más adecuado para lo que pretendía. Los ventanales franceses daban a un jardín rodeado por un muro de ladrillo bien alto bordeado, a su vez, por enormes árboles frutales. Al final del muro, discernió la forma de una puerta de madera.
Solo le quedaba una cosa por hacer. Se quitó la chaqueta, se desató la prótesis y sacó de la bandolera un objeto que había conseguido que le hicieran los de atrezzo dos años atrás, supuestamente, para una inocentada. Usando como punto de partida el encaje de uno de sus anteriores brazos artificiales, un modelo anterior que había dejado de utilizar, habían construido un brazo de escayola con unos dedos que parecían reales. Una vez puesto, y acompañado de una chaqueta por encima y un cabestrillo, parecía que tuviera el brazo roto. Cuando consideró que se lo había puesto correctamente, metió todas las cosas en la bandolera, tomó aire y decidió que era hora de marcharse.
Salió por los ventanales franceses, los cerró tras de sí y empezó a caminar como si nada por el sendero de gravilla hasta la verja de entrada. El pelo de la nuca le picaba debajo de la peluca y se preguntó si habría alguien mirando por alguna de las ventanas que dejaba atrás; alguien que, cuando lo que iba a hacerle a la mujer fuera de dominio público, recordase haberlo visto allí. Se tranquilizó pensando que, de cualquier manera, la descripción que diese no tendría nada que ver con Jacko Vance.
Salió por la puerta de atrás, la del muro de ladrillo, y dejó el cerrojo descorrido, convencido de que nadie la cerraría antes de que él volviera. Se encontró en una callejuela que tenía jardines traseros y amurallados a ambos lados y la siguió hasta una de las calles principales que llevaba al centro de la ciudad. Tardó casi una hora en llegar a la estación, pero apenas tuvo que esperar diez minutos para coger el tren de Londres. A las siete y media estaba de vuelta en Holland Park y volvía a ser Jacko Vance.
Antes de hacer los preparativos finales, metió una pizza de tamaño familiar en el horno. No es que fuera lo que acostumbraba a cenar los sábados por la noche, pero los carbohidratos harían que se le asentasen las tripas. Los nervios siempre se le agarraban al estómago. Cada vez que las expectativas le producían esa emoción tan enorme, sentía calambres en el estómago, que se le hacía un nudo, y tenía náuseas. En sus primeros días de comentarista deportivo había aprendido que la única manera de evitar que le sucediera aquello era meterse, antes, una gran comilona entre pecho y espalda. Y tampoco había tardado mucho en descubrir que lo que le funcionaba en la tele, le funcionaba a la hora de asesinar. A partir de entonces, siempre comía antes de elegir a sus víctimas. Y, claro está, siempre comía con ellas antes del acto en sí.
Mientras se hacía la pizza, cargó el Mercedes. Hacer esfuerzos, en cambio, era más sencillo con el estómago vacío. Todo estaba listo para la representación final de Shaz Bowman. Lo único que tenía que hacer era subirla al escenario.