Pauline Doyle estaba desesperada porque la policía insistía en considerar la desaparición de Donna como la típica fuga adolescente. «Se habrá ido a Londres; no tiene sentido que sigamos buscándola por aquí», le había dicho la otra noche, exasperado, el agente de policía que se encontraba en la recepción de la comisaría.
Pauline podía jurar una y otra vez que alguien había secuestrado a su hija, pero el hecho de que faltase una muda era más que suficiente para convencer a una policía desbordada de trabajo que Donna Doyle no era más que otra adolescente que se había aburrido de su casa y se había marchado a probar suerte. No había más que mirar su fotografía —con aquella insinuante sonrisa— para saber que no era tan inocente como la pobre y desencaminada madre quería hacerles creer.
Pauline se sentía frustrada porque la policía no mostraba el más mínimo interés, aparte de haber incluido a Donna en la lista de personas desaparecidas. Eso de los llamamientos apasionados por televisión no era lo suyo, y menos sin apoyo oficial. Ni siquiera el periódico local estaba interesado; la editora había sopesado la idea de publicar un artículo sobre adolescentes que han escapado de casa pero, al igual que la policía, en cuanto vio la fotografía de Donna, se lo pensó dos veces. Había algo en ella que impedía que la vieran como una muchacha inocente seducida únicamente por la castidad. Había algo en sus labios… en la inclinación de su mentón… que dejaba claro que la chica había cruzado la línea. La editora pensó que Donna era una especie de Lolita que haría que la mayoría de las mujeres quisieran taparles los ojos a sus maridos.
Cuando aquella frustración dio paso a constantes tormentas de lágrimas nocturnas, Pauline decidió que era hora de tomar las riendas del asunto. Su trabajo en la agencia inmobiliaria no estaba especialmente bien pagado; era suficiente para darles de comer, para vestirlas y para mantener un techo bajo el que cobijarse, pero no para mucho más. Aún quedaban unas dos mil libras del seguro de Bernard… pero las había estado guardando para que Donna fuera a la universidad por si las cosas seguían así de difíciles en el futuro. Pero si Donna no volvía, no tenía ningún sentido pensar en la universidad, razonó; era mejor gastárselo en intentar que volviera a casa. Llegado el momento, ya verían cómo se resolvía lo de la educación superior.
Así que Pauline llevó la fotografía de Donna a una fotocopistería local y pidió que le hicieran miles de octavillas. Una de las caras estaba ocupada por la fotografía de la chica; y la otra, por un texto que rezaba: «¿Ha visto usted a esta chica? Donna Doyle desapareció el jueves 11 de octubre. La última vez que la vieron eran las 8.15 de la mañana e iba camino de la Escuela Femenina Glossop. Llevaba el uniforme del colegio: falda y chaqueta granate, una blusa blanca de cuello abierto y un anorak de color negro. Calzaba unas Kickers negras y llevaba una mochila Nike, también negra. Si la ha visto en algún momento después de esa hora, por favor, póngase en contacto con su madre: Pauline Doyle». También incluía su dirección, en la calle Corunna, y sus números de teléfono (el de casa y el de la agencia).
Pauline pidió una semana libre y la dedicó, de sol a sol, a meter las octavillas en los buzones de toda la localidad. Empezó por el centro y le daba la octavilla a todas las personas que buenamente se la cogían. Poco a poco, fue llegando al extrarradio. Ya no notaba ni lo empinadas que eran allí las calles ni las ampollas que le habían salido en los pies.
Pero no llamó nadie.