El amanecer iluminó su mano izquierda, la ruidosa carretera y su propia voz. Shaz practicaba las preguntas mientras avanzaba por la A1. Siempre había envidiado la comodidad de los abogados, que se dedicaban a hacer, únicamente, preguntas cuya respuesta ya conocían. Enfrentarse a un profesional sin practicar y explorar cualquier respuesta que pudiera darle habría sido una locura, así que conducía de forma mecánica y repasaba las preguntas que había preparado y las respuestas que creía que iba a darle. Cuando llegó al oeste de Londres, no era posible estar más preparada. O Jacko le dejaba caer algo —cosa que dudaba porque, al fin y al cabo, no se trataba de un novato— o conseguía asustarlo lo suficiente como para que hiciera algún gesto o pusiera alguna cara que le confirmara lo que había descubierto hasta el momento. Bueno, o podía estar equivocada —y sus compañeros en lo cierto— y quizá Jacko le explicase que, efectivamente, tenía algún admirador fanático al que había visto con las víctimas en cuestión. Sería una gran decepción, pero podría sobrellevarla siempre que sirviese para salvar vidas y meter a un asesino entre rejas.
A pesar de la advertencia de Chris Devine, no se planteó seriamente ni por un momento que pudiera estar corriendo algún peligro. A los veinticuatro años, Shaz no era aún consciente de su propia mortalidad. A pesar de haber estado tres años en la policía, de haber sufrido algún que otro ataque y de los demás peligros típicos de la profesión, no había perdido su sensación de invencibilidad. Además, la gente que vive en las mansiones de Holland Park no ataca a los policías; y menos cuando ha sido su propia esposa quien ha concertado la cita.
Shaz, como era habitual, llegó temprano. Ignoró las instrucciones que le habían dado de que aparcara en la casa y, en cuanto encontró un parquímetro en Notting Hill, aparcó y fue dando un paseo hasta la calle de Holland Park en la que vivían. Contó los números con atención y, al rato, identificó la casa que pertenecía a Jacko y Micky. Era difícil creer que pudiera haber una parcela tan grande para una sola casa en el centro de Londres; además, Shaz había leído que no se trataba de una mansión convertida en apartamentos, sino que era una casa en la que vivían únicamente Jacko, Micky y una mujer llamada Betsy que llevaba muchísimos años como ayudante personal de la periodista. «La leche…», pensó Shaz nada más ver la casa: blanca, tremendamente ornamentada y sin una sola tara en la fachada. No se veía el jardín porque estaba protegido del resto del mundo por un seto de laurel alto, abigarrado y bien podado; aunque lo que se veía por debajo de las puertas electrónicas parecía estar tan inmaculado como una exhibición en la Muestra de Flores de Chelsea. Por unos instantes, sintió la duda en el estómago. ¿Cómo había podido sospechar que el dueño de una joya así hubiera cometido crímenes terribles? La gente como aquella no cometía crímenes… ¿verdad?
Se mordió el labio, enfadada por haber perdido momentáneamente la fe en sí misma. Dio media vuelta, se encaminó de nuevo al coche y notó que recuperaba la confianza a cada paso que daba. Se trataba de un asesino y, cuando hubiera acabado con él, todo el mundo lo sabría. Tardó menos de cinco minutos en llegar a la casa en coche. Una vez frente a la puerta, bajó la ventanilla y pulsó el botón del comunicador.
—Soy la detective Bowman. He venido a ver al señor Vance —dijo firmemente.
Las puertas se abrieron acompañadas de un zumbido eléctrico y Shaz se internó en terreno enemigo, una consideración que no podía evitar. Como no tenía claro dónde dejar el coche, optó por no bloquear la salida del garaje doble, siguió por el camino hasta el otro lado de la casa, pasó al lado de un Land Rover que había junto a la escalera de la entrada y aparcó junto a un Mercedes descapotable de color plateado. Apagó el motor y se quedó allí sentada un rato para reunir fuerzas y concentrarse en su objetivo.
—¡Vamos allá! —se dijo en voz alta y contundente.
Subió rápidamente las escaleras hasta la puerta principal y tocó el timbre. Casi inmediatamente, la puerta se abrió y apareció la cara sonriente de Micky Morgan, que le resultaba tan familiar como si la conociese de toda la vida.
—Adelante, detective Bowman —dijo después de dar un paso atrás y hacerle un gesto para que entrara—. Me ha pillado de casualidad. Me marcho. —Extendió el brazo para señalarle a una mujer de mediana edad con el pelo sembrado con algunas canas y trenzado a la espalda—. Esta es Betsy Thorne, mi ayudante personal. Tenemos que coger el Le Shuttle.
—Una noche de descanso en Le Touquet —añadió Betsy.
—¡Marisco a raudales y una visita al casino! —continuó Micky que, acto seguido, cogió la bolsa de viaje de cuero de la otra mujer—. Jacko la está esperando. Está hablando por teléfono, pero no creo que tarde. Es la primera puerta a la izquierda. Seguro que acaba en un segundo.
—Gracias —consiguió articular la policía finalmente.
Micky y Betsy se quedaron al otro lado de la puerta, esperando, y Shaz se dio cuenta de que no se iban a marchar hasta que se asegurasen de que no se equivocaba de habitación. La policía les dedicó una sonrisa torpona, asintió, cruzó la entrada y se encaminó a la puerta que le habían indicado. Hasta que no entró, no oyó cómo se marchaban las dos mujeres. Se asomó a la ventana y vio que subían al Land Rover.
—¿Detective Bowman?
Shaz se dio la vuelta rápidamente. No lo había oído entrar. Jacko Vance, al otro lado de la habitación —más bajito de lo que parecía en la tele—, le sonrió. Shaz se dejó llevar por su imaginación y consideró aquella sonrisa la mueca de una pantera antes de convertir a su presa en una carcasa vacía. Se preguntó si estaría delante de su primer asesino en serie. De ser así, esperaba que él acabase de darse cuenta de que ella era su Némesis.
Sus ojos eran extraordinarios. De espaldas le había parecido una mujer del montón. Pelo castaño que caía a la altura del cuello de una chaqueta de color azul marino hecha a medida, unos vaqueros y unos náuticos marrones. Nada a lo que echarle un segundo vistazo en un bar abarrotado. Pero cuando la sobresaltó y se dio la vuelta, el brillo de sus ojos azules la convirtieron en una criatura completamente diferente. Sintió un cosquilleo de aprensión acompañado de una extraña sensación de satisfacción. Fuera lo que fuese lo que estaba buscando esa mujer, no era una don nadie. Era un adversario.
—Siento haberla hecho esperar —dijo con esa voz que usaba en televisión y que resultaba tan familiar.
—He llegado pronto —respondió sin más.
Vance se acercó a ella, pero se detuvo a algo menos de dos metros.
—Siéntase, agente. —Le señaló el sofá que había detrás de ella.
—Gracias —respondió la mujer, que ignoró sus instrucciones y se sentó en el sillón que él había pensado ocupar. Había pensado en aquel sillón porque era más alto y la luz entraba desde atrás; de esa manera, pretendía colocarla en cierta desventaja, pero la mujer le había dado la vuelta a la tortilla. Sintió la comezón de la irritación como si se tratase de la picadura de un insecto y, en vez de sentarse, decidió acercarse a la chimenea e inclinarse sobre la ornamentada repisa. Se quedó mirándola, en silencio, para que fuera ella la que diera el primer paso.
—Me alegro de que me haya hecho un hueco —comentó la mujer después de un rato—. Sé lo ocupado que está.
—Tampoco es que me haya dado muchas opciones. Aunque, lo cierto es que me encanta ayudar a la policía. El magistrado del distrito, su jefe, podría darle detalles de todas las veces que he hecho obras de caridad para ustedes.
Aunque la sonrisa no abandonaba las palabras del hombre, no se reflejaba en sus ojos. Por otro lado, la joven de la mirada azulada ni pestañeaba.
—Estoy segura, señor.
—Por cierto, ahora que me acuerdo, enséñeme su identificación. —Vance no se movió, lo que obligó a Shaz a levantarse y a cruzar la habitación después de sacar del bolsillo la cartera en la que llevaba las credenciales policiales—. No puedo creer que hayamos sido tan descuidados —apuntó como si tampoco le diera gran importancia—. Mira que dejar que una desconocida entre en casa sin comprobar si es quien dice ser… —Miró la identificación de forma mecánica—. Pero tiene otra, ¿verdad?
—¿Disculpe? Estas son las credenciales de la Policía Metropolitana; es nuestra identificación, señor —respondió ella mientras intentaba evitar a toda costa que se le notara en la cara que en su interior estaban sonando todas las alarmas. Era evidente que sabía demasiado acerca de ella y que debería marcharse antes de que las cosas se pusieran feas. Le dio la impresión de que los labios del hombre se estrechaban al tiempo que su sonrisa se tornaba más y más vulpina.
—Pero usted ya no está en la Metropolitana, ¿no es así, detective Bowman? —«Es hora de enseñarle quién tiene todas las bazas»—. Vaya, parece que no es solo usted quien ha hecho los deberes. Porque ha hecho usted los deberes, ¿verdad?
—Soy oficial de la Policía Metropolitana, señor —respondió con firmeza—. Quien le haya dicho lo contrario, se equivoca.
—Pues no está usted radicada en el área de la Metropolitana, ¿me equivoco? —le soltó de golpe—. Usted está destacada en una unidad especial. ¿Por qué no me enseña su identificación actual para que me asegure de que es quien dice ser y, así, deja de hacerme perder el tiempo?
«Cuidado, no te confíes por el mero hecho de que seas mucho más inteligente que ella, —se dijo—. Aún no sabes para qué ha venido».
Se encogió de hombros con una sonrisa en los labios y enarcó las cejas.
—No me malinterprete. No pretendo ponérselo difícil pero es que, para una persona pública como yo, toda precaución es poca.
—En eso tiene razón —respondió después de echarle una mirada impasible de arriba abajo. Sacó las credenciales de la UNC, en las que incluso salía su foto. El hombre hizo ademán de cogerlas, pero ella las mantuvo lejos de su alcance.
—Nunca había visto una identificación como esa —comentó de forma dicharachera, pero frustrado porque no había llegado a ver más que un logotipo y algo que decía no sé qué de «criminología», palabra que parecía escrita en neón—. Así que forma usted parte de la famosa Unidad Nacional de Criminología de la que todo el mundo habla, ¿eh? En cuanto estén operativos, tienen que pedirle a mi mujer que lleve a uno de sus oficiales más experimentados a su programa. —Acababa de dejarle claro que sabía que era una don nadie.
—No soy yo quien debe tomar esa decisión, señor —le dio la espalda y volvió al sillón—. No quiero hacerle perder más tiempo, así que ¿empezamos?
—Por supuesto. —Extendió el brazo izquierdo y describió un arco con él—. Estoy a su disposición, detective Bowman. —No se sentó en ninguna parte—. Quizá debería empezar diciéndome a qué ha venido exactamente.
—Hemos reabierto los casos de una serie de chicas adolescentes desaparecidas. —Abrió la carpeta que llevaba consigo—. En primera instancia, hemos encontrado siete casos con similitudes importantes. Las desapariciones han tenido lugar en un periodo de seis años y vamos a seguir investigando para ver si hay otros casos con rasgos comunes que no hayamos descubierto todavía.
—No entiendo qué… —Vance frunció el ceño de manera muy convincente—. ¿Chicas adolescentes?
—De entre catorce y quince años —apuntó con firmeza—. No puedo explicarle los detalles precisos que enlazan cada caso, pero tenemos motivos fundados para creer que están relacionados entre sí.
—¿Se refiere a que no se trata de chicas que escapan de casa? —preguntó con perplejidad.
—Tenemos motivos para pensar que su desaparición la planificó otra persona —respondió con cautela pero sin dejar de mirarlo a los ojos.
La intensidad de la mirada de la mujer lo incomodaba. Quería apartar la vista, evitar ese contacto visual… pero se forzó a mantener aquella pose casual.
—¿Se refiere a que las secuestraron?
Shaz elevó las cejas y la cabeza ligeramente, como si se encogiera de hombros.
—No puedo proporcionarle más información, señor. —Sonrió de repente.
—Lo comprendo, pero sigo sin entender qué tiene que ver conmigo un grupo de adolescentes desparecidas —comentó con una ligera irritación en el tono; y no le costó hacerlo porque, ahora mismo, estaba muy nervioso.
—En cada uno de los casos —dijo sacando una serie de fotocopias de la carpeta—, un par de días antes de que las desapariciones tuvieran lugar, hizo usted alguna aparición pública, ya fuera para la televisión o para alguna obra de caridad, en las localidades de las chicas. Tenemos motivos para pensar que las chicas asistieron a dichos eventos.
Jacko notaba cómo una marea roja le subía por el cuello. No podía hacer nada por evitar el arrebato de ira que empezaba a asomarle en la cara. Tuvo que hacer grandes esfuerzos por mantenerse tranquilo y no levantar la voz.
—A mis eventos asisten cientos de personas —soltó con tono uniforme pero con la voz un poco ronca para su gusto—. Solo por estadística, alguna de ellas habrá desaparecido. Es normal.
Shaz ladeó la cabeza como si hubiera notado el cambio en su voz. Parecía un perro de presa que acabara de localizar el olor de lo que creía que podía ser un conejo.
—Lo sé y siento molestarlo con esto. La cosa es que mi jefe piensa que existe la posibilidad de que alguien de su equipo o alguien que tenga un interés malsano en usted podría estar implicado en la desaparición de esas chicas.
—¿Quiere decir que creen que hay un acosador que está matando a mis admiradoras? —se dio cuenta de que no le costaba mostrarse incrédulo ante tal teoría. Como estratagema le parecía ridícula. Hasta un imbécil podría ver que esa mujer no estaba interesada ni en un loco ni en ningún miembro de su equipo, sino en él. Era evidente por cómo lo miraba: tenía los ojos fijos en él, obsesivamente, para registrar cada movimiento, cada gotita de sudor que le asomara en la frente. Y lo que decía de su jefe era, evidentemente, mentira. Aquella mujer era un lobo solitario, como él. Le daba a la nariz.
—Podría ser —asintió la mujer—. Los psicólogos lo llaman «transferencia». Como en el caso de John Hinckley, ¿recuerda? El tipo que disparó a Ronald Reagan porque quería llamar la atención de Jodie Foster.
Su voz era agradable y amistosa y tenía el tono adecuado para que no se sintiera amenazado. Jacko sintió desprecio hacia ella por pensar que podría engañarlo con una técnica tan simple.
—Qué cosa tan extraña… —Dejó de apoyarse en la repisa y empezó a pasear por la alfombrita que había delante de la chimenea (de seda, trenzada a mano en Bujará y que había elegido personalmente). Observar con atención los intricados dibujos de colores grises y cremas lo tranquilizó hasta el punto que se sintió capaz de mirar a la mujer nuevamente a los ojos—. Es absurdo. Si el tema no fuera tan terrible, lo que está usted diciendo resultaría hasta divertido. Además, sigo sin entender qué tiene que ver conmigo el asunto.
—Pues es muy sencillo, señor —respondió con dulzura.
Vance, que sintió que lo trataba con condescendencia, se detuvo de golpe y frunció el ceño.
—¿Disculpe? —Todo su encanto había desaparecido.
—Lo único que quiero es que mire usted estas fotografías y me diga si ha visto alguna vez a alguna de estas chicas. Quizá fueran demasiado pesadas con usted y alguien quisiera castigarlas. Quizá haya visto a alguien de su equipo hablando con ellas. O quizá nunca las haya visto. Solo serán un par de minutos y, después, me marcharé —dijo con voz persuasiva. Se inclinó hacia delante y extendió las fotocopias sobre un taburete del tamaño de una mesita de café que estaba cubierto por un kílim.
El hombre se acercó, cautivado por las fotografías que acababa de desplegar. Solo eran una parte de su trabajo; no habían sido capaces de descubrirlas a todas. Ahora bien, él había destruido todas y cada una de aquellas miradas sonrientes.
—¿Siete caras entre miles? Lo siento, detective Bowman —contestó forzando una sonrisa—. Ha perdido usted el tiempo. Nunca las he visto.
—Mire de nuevo, señor. ¿Está usted completamente seguro? —En su voz había una nota de emoción y agudeza que no había notado hasta el momento.
Apartó los ojos del pálido reflejo de las caras de aquellas chicas cuyos cuerpos había castigado y miró los implacables ojos de Shaz Bowman. Lo sabía. Puede que no tuviera pruebas, pero lo sabía. Y era evidente que no se iba a detener hasta que lo hubiera destruido. Era él o ella. Y no pensaba darle ni una sola oportunidad. Ante la ley, de nada servía que fuera un minusválido.
Volvió a negar con la cabeza con una sonrisa de aflicción en los labios.
—Estoy seguro. Nunca las he visto.
Sin mirar siquiera, Shaz le acercó la fotografía del centro.
—Usted hizo un llamamiento a escala nacional para que esta chica, Tiffany Thompson, llamase a sus padres —comentó inflexiva.
—¡Dios mío! —exclamó al tiempo que se obligaba a poner cara de sorpresa—. ¡Me había olvidado completamente de ella, ¿sabe?! Tiene razón, sí; ahora la reconozco.
Shaz no dejaba de estudiar el rostro del hombre mientras hablaba.
Con un movimiento rápido, Jacko describió un pequeño arco con la prótesis y la golpeó con gran violencia en la sien. Pudo notar en sus ojos una expresión de susto primero y de pánico después. Al caer del sillón, se golpeó la frente con el taburete. Llegó al suelo inconsciente.
Vance no perdió el tiempo y corrió al sótano. Allí tenía un rollo de cable para altavoces estereofónicos y un paquete de guantes de látex. En cuestión de minutos, Shaz estaba en medio del pulido suelo de madera, atada de pies y manos como un animal. A continuación, el hombre subió al primer piso a toda prisa y empezó a rebuscar en el armario hasta que encontró lo que buscaba. Una vez abajo, cubrió la cabeza de la mujer con la suave bolsa de franela con la que protegía su maletín de cuero nuevo. Luego, le dio unas cuantas vueltas alrededor del cuello con el cable y lo dejó suficientemente tenso como para que le molestase pero no como para que la asfixiase. Iba a matarla, pero no quería ni que muriese allí ni que lo hiciera por accidente.
En cuanto estuvo seguro de que era imposible que se soltara, cogió la bolsa de la mujer, se sentó en el sofá y recogió las fotografías y la carpeta de las que las había sacado. Lo analizó todo meticulosamente, empezando por la carpeta. Los informes de la policía solamente los miró por encima porque sabía que tendría tiempo para estudiarlos con detalle más adelante. Ahora bien, cuando llegó al análisis que Shaz había expuesto a sus compañeros, se tomó su tiempo para sopesar lo peligroso que podía ser para él. Al rato, decidió que no mucho. Los recortes de los periódicos en los que se hablaba de sus visitas a las localidades no tenían ningún valor; por cada conexión con una desaparición, alegaría otras veinte que no tenían ninguna. Dejó aquello de lado y se puso a leer un informe que se titulaba «Lista de factores criminales». Cuando acabó, estaba tan furioso que se puso en pie de un salto y le pegó un par de patadas salvajes en el estómago a la detective, que seguía inconsciente.
—¡No sabes una mierda, zorra! —le gritó enfadadísimo. Deseaba mirarla a los ojos; seguro que ahora no lo juzgaban… sino que le imploraban piedad.
Furioso, metió los papeles y las fotocopias en la carpeta. Tendría que estudiarlas más detenidamente, pero ahora no era el momento. Tenía que cortar eso de raíz antes de que alguien empezara a hacer caso a las alegaciones de esa zorra. Metió la mano en la amplia bolsa de la policía y sacó un bloc de espiral; lo hojeó y no descubrió nada interesante, excepto el número de teléfono de Micky y la dirección de la casa. Como iba a ser imposible negar que la mujer había estado allí, sería mejor que no arrancara aquellas hojas; pero arrancó unas cuantas de las que seguían a la última anotación para que pareciera que alguien había querido borrar los detalles de una reunión posterior. Acto seguido, metió el bloc en la bolsa.
Lo siguiente que encontró fue una grabadora de microcasete que aún seguía girando. Detuvo la máquina, sacó la casete y la dejó a un lado junto con las páginas en blanco del bloc de notas. Ignoró el libro en rústica de Ian Rankin y sacó una agenda. Bajo la fecha solo había una anotación: «J. V. - 9.30». Pensó en añadir una entrada críptica debajo de la que hacía referencia a él y decidió poner una única letra «T». Eso los haría pensar. Siguió buscando. Allí estaba, en el interior de la cubierta: «Si encuentra esto, por favor, devuélvaselo a S. Bowman; calle Hyde Park Hill, 17 - apartamento 1 - Headingley, Leeds. Se recompensará.». Rebuscó en el fondo de la bolsa, pero no encontró ninguna llave.
Volvió a ponerlo todo dentro de la bolsa, cogió la carpeta con el informe y se acercó a Shaz. La registró hasta que encontró un manojo de llaves en el bolsillo de los pantalones. Sonriente, subió al despacho, buscó un sobre acolchado lo suficientemente grande, escribió en él la dirección de Northumberland, le puso sello y guardó dentro la investigación de Shaz.
Consultó su reloj rápidamente: acababan de dar las diez y media. Fue al dormitorio, se puso unos vaqueros, una de las pocas camisetas de manga corta que tenía y una chaqueta vaquera. Cogió una bandolera que guardaba en la parte de atrás de uno de los armarios empotrados y sacó de ella una gorra de béisbol Nike a la que le había pegado una peluca de calidad profesional, una media melenita de pelo negro con canas. Se la puso. El efecto era impresionante. Luego, se puso unas gafas de aviador con cristales transparentes y un poco de relleno de espuma con el que engordar sus mejillas hundidas, ¡y la trasformación estaba completa! Lo único que no podía esconder era su brazo protésico, pero tenía la solución perfecta.
Salió de casa, cerró tras de sí y abrió el coche de Shaz. Memorizó cómo estaba el asiento del conductor y, después, lo ajustó a su propio tamaño. Pasó unos minutos familiarizándose con los controles para asegurarse de que podría manejar el volante y la caja de cambios al mismo tiempo. A continuación, arrancó y no se detuvo más que para echar el sobre acolchado en un buzón de Landbroke Grove. Cuando encaró la entrada a la A1, poco después de las once, se permitió esbozar una ligera sonrisa. Shaz Bowman se iba a arrepentir muchísimo de haberse cruzado en su camino. Y dentro de poco.
El primer dolor que sintió fue un calambre en la pierna izquierda que penetró en su inconsciencia embotada como si le cortasen los nudillos con un cuchillo de sierra. El instinto de estirar y flexionar los músculos le produjo un latigazo de dolor insoportable en las muñecas. Su mente, desorientada y dolorida como si se acabase de dar un martillazo en el pulgar, era incapaz de entender lo que sucedía. Abrió los ojos, pero la oscuridad no desapareció. Acto seguido, notó una especie de material húmedo contra la cara; era una especie de capucha hecha de una tela gruesa pero de tacto agradable. Le cubría toda la cabeza y la tenía atada firmemente alrededor del cuello, por lo que le costaba tragar.
Poco a poco, fue tomando consciencia de cuál era su postura: estaba tumbada de lado sobre una superficie dura y tenía las manos atadas a la espalda con alguna especie de ligadura que se le clavaba cruelmente en las muñecas. También tenía atados los pies a la altura de los tobillos y ambas ataduras estaban ligadas entre sí para que apenas pudiera moverse. Cualquier cosa que intentaba, aunque fuera estirar las piernas o cambiar de posición, le producía grandes dolores. No sabía cómo era de grande el lugar en el que estaba confinada; pero en cuanto experimentó el tormento que le supuso intentar darse la vuelta, su deseo de saberlo desapareció.
No sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente. Lo último que recordaba era la cara sonriente de Jacko Vance inclinándose hacia ella como si no hubiera nada en el mundo que tuviera que preocuparle; seguro de que nunca, nadie, iba a tomar en serio a aquella detective insignificante. No, no había sucedido así. Parecía que su mente quería recordar algo más. Shaz empezó a respirar suave y profundamente, de acuerdo a las técnicas que había aprendido para tranquilizarse, e intentó rememorar qué había sucedido. Poco a poco, el recuerdo empezó a tomar forma: había visto por el rabillo del ojo que el hombre levantaba el brazo derecho y que lo descargaba salvajemente sobre su cabeza como si se tratase de una maza. Y aquello era lo último que recordaba.
Y entonces le invadió el terror, mucho más agudo que sus aflicciones físicas. Nadie sabía dónde estaba excepto Chris que, por otro lado, tampoco esperaba tener noticias suyas en breve. No se lo había contado a nadie más; ni a Simon. No había sido capaz de enfrentarse a las burlas de sus compañeros, aunque no eran sangrantes. Ya ves, el miedo a que se rieran de ella iba a costarle la vida. La idea no le hacía ninguna ilusión. Por lo visto, con las preguntas que le había hecho, Jacko Vance se había dado cuenta de que sabía que era un asesino en serie. Sin embargo, el tipo no se había asustado lo más mínimo, como pensaba que haría. Además, había sido capaz de notar que la mujer iba por libre y que, aunque sus deducciones fueran una amenaza para él, conseguiría un aplazamiento provisional si se deshacía de ella, «la policía renegada que perseguía una corazonada». Si se deshacía de ella tendría, al menos, tiempo suficiente para cubrir su rastro o, incluso, para abandonar el país. Notó que una oleada de sudor le empapaba la espalda. No había duda: iba a morir. La única pregunta era «¿cómo?».
Sí, su teoría era cierta. Y estar en lo cierto había sido su perdición.