Pauline Doyle se quedó mirando el marco vacío que había encima del televisor. Los agentes que habían venido a verla la noche en la que había desaparecido Donna se habían llevado la foto para hacer unas copias. Parecía que estuvieran preocupados por su hija y le hicieron muchas preguntas acerca del colegio y de sus amigos, si tenía novio, qué hacía los fines de semana. Cuando, tiempo más tarde, se marcharon con la fotografía y una descripción de la niña, sintió que le habían ayudado enormemente a aplacar su histerismo. Ella quería salir a la calle, a medianoche, a buscar a su hija, pero los oficiales de uniforme que tenía en la cocina la habían tranquilizado y le habían explicado que no debía dejarse llevar por los impulsos irracionales.

—Es mejor que se quede aquí —había dicho el más mayor—. No querrá que llame a casa y no haya nadie para responder, ¿verdad? Deje que seamos nosotros quienes la busquemos. Los expertos somos nosotros y sabemos lo que tenemos que hacer.

La detective que había venido al día siguiente echó por tierra el esfuerzo de los dos hombres por tranquilizarla. Le había pedido que llevara a cabo una relación detallada de las posesiones de Donna y en cuanto se dieron cuenta de que faltaba la ropa favorita de Donna para ir a bailar —una minifalda de lycra, una camiseta a rayas blancas y negras ceñida y con escote y unas Doctor Martens negras—, la detective se había quedado más tranquila. Pauline había entendido que, a ojos de la policía, que faltara ropa significaba que no era más que otra adolescente que se escapaba de casa; y eso significaba que podían relajarse y dejar de pensar lo que habían asumido hasta el momento: que estaban buscando un cadáver.

¿Cómo podía explicárselo para que la entendiera? ¿Cómo podía hacerles entender que Donna no tenía ni ganas de escapar de casa ni razones para hacerlo? No se habían enfadado, ¡al contrario!, eran mucho más amigas de lo que muchas otras madres llegarían a ser jamás con sus hijas adolescentes. La muerte de Bernard las había acercado porque se necesitaban la una a la otra y compartían todas sus confidencias. Pauline cerró los ojos fuertemente e hizo un ruego vehemente a la Virgen, aunque hacía años que había perdido la fe en ella. La policía no la escuchaba, así que rezar no le iba a hacer ningún mal.