Parecía como si su suave gimoteo se lo tragase la fría oscuridad. Donna Doyle no había estado tan asustada en su corta vida. Nunca se había planteado que el miedo actuara como anestésico y que la aprensión mitigara la espantosa agonía de un dolor punzante. Lo que había sucedido hasta el momento era suficientemente terrible, pero desconocer qué le deparaba el futuro era todavía peor.
Todo había empezado genial. Había mantenido el secreto —por mucho que le quemara por dentro y tuviera ganas de soltarlo a los cuatro vientos— porque entendía lo importante que era la confidencialidad en algo así y porque la oportunidad era demasiado buena como para desaprovecharla. La excitación que le producía pensar en el mundo de posibilidades que se abría ante sí le ayudaba a no decir nada y a acallar la certeza de que si su madre se enteraba se iba a armar la gorda. Había racionalizado el hecho de no contarle nada diciéndose a sí misma que, cuando todo saliese como soñaba, serían tan felices que no la castigaría. En su interior sabía que se estaba mintiendo a sí misma, pero no quería que aquello empañase su alegría.
Saltarse las clases había sido sencillo. Al salir de casa, había cogido el camino habitual pero, en vez de girar para tomar la calle que llevaba al colegio, había seguido recto hasta el centro. Una vez allí, se había metido en unos lavabos públicos y se había puesto la ropa que, en vez de libros, llevaba cuidadosamente doblada en la mochila. Sabía que aquella era su mejor ropa y que con ella parecía mayor, como las chicas que salían en la MTV y que le parecían supermolonas. A pesar de que había poca luz, se había maquillado allí mismo y, al mirarse al espejo, se había sorprendido de lo guapa que estaba. Ahora bien, ¿lo estaría suficientemente para él? Se recordó a sí misma que la había elegido cuando ni siquiera iba arreglada. Jacko había visto el diamante que llevaba dentro. Por tanto, así vestida, seguro que conseguía que le diera un patatús. Seguro.
Ahora, en cambio, tumbada vete tú a saber dónde, muerta de dolor y de miedo, a oscuras, a Donna, toda aquella confianza en sí misma le parecía un chiste de mal gusto. No obstante, aquel día, había sido más que suficiente para que las horas no se le pasasen tan despacio. Primero, había cogido un autobús hasta Manchester. Había esperado hasta el último momento para asegurarse de que no subía a bordo ningún vecino ni ninguno de los aburridos amigos de su madre. Entonces, se había sentado al final del todo para controlar quién subía y quién bajaba.
Pasar unas horas en Manchester, sola y entre semana, ya era casi una aventura. Había ido a unos grandes almacenes, jugado a las tragaperras del salón de juegos y comprado un par de cartones rasca-y-gana en un quiosco. En uno de ellos, le tocaron diez libras y pensó que aquello era más que suerte, ¡era un buen presagio! Para cuando subió al tren, estaba tan emocionada que no le costaba nada ignorar los nervios que seguían atenazándole el estómago cada vez que pensaba qué diría su madre.
Hacer el transbordo no había sido muy divertido. Estaba oscureciendo y no entendía nada de lo que decían por megafonía en la estación de Newcastle. Desde luego, no pronunciaban como Jimmy Nail y Kevin Whately en la tele. De hecho, parecían de otro planeta. No sabía cómo, pero había conseguido llegar al andén adecuado para ir a Five Walls. Cuando subió al tren, era un manojo de nervios porque estaba rodeada de extraños con cara rara que se fijaban en lo corta que era su minifalda y lo exagerado que era su maquillaje como si pretendieran devorarla. Ahí, la imaginación de Donna había empezado a jugarle malas pasadas y los currantes cansados que volvían a su casa del extrarradio empezaron a parecerle pervertidos sexuales y leñadores dementes.
Bajar del tren y descubrir que Jacko la estaba esperando en el coche, tal y como le había prometido, fue todo un alivio. Maravilloso. El hombre había dicho las palabras adecuadas para reconfortarla y convencerla de que hacía lo correcto. Era encantador, muy distinto a como creía que sería una estrella de televisión que no está delante de las cámaras.
Mientras avanzaban por estrechas carreteras comarcales, le había explicado que no podrían hacer la prueba de cámara hasta la mañana siguiente, pero que esperaba que quisiera cenar con él. Le había dicho que tenía una casita cerca y que, si quería, podía pasar allí la noche, que había sitio, y que, así, además, él no tendría que conducir después de tomarse una o dos copas de vino. Si no le importaba, claro. De lo contrario, podía llevarla a un hotel.
Esa parte de Donna que había sido bien educada y que era cauta le gritaba que se fuera inmediatamente a un hotel y que llamase a su madre para decirle que estaba bien. Aunque, por otro lado, no le resultaba nada tentador pasar la noche sola en un hotel, en un lugar extraño en el que no conocía a nadie y donde estaría sola, en compañía de la tele y con su madre gritándole al otro lado de la línea telefónica. La otra parte, la aventurera, le decía que nunca volvería a tener una oportunidad como esta para alcanzar sus sueños. Estar a solas con él toda una noche sería la oportunidad perfecta para impresionarlo tanto como para que la prueba de cámara fuera una mera formalidad.
Y esa parte aventurera, que fue la que sobrevivió a la tormenta de aprensión y emoción, le indicó también que, posiblemente, nunca habría un momento más apropiado para perder la virginidad.
—Me encantaría quedarme contigo.
El hombre había sonreído y apartado los ojos de la carretera brevemente.
—Te aseguro que nos vamos a divertir.
Y no le había mentido. No, al menos, acerca de las primeras horas. La cena había sido maravillosa, con un montón de esas cosas caras de la tienda Marks & Spencer que su madre siempre le dice que no pueden permitirse. Y bebieron vino de muchos tipos: empezaron con champán, vino blanco para los entrantes, tinto con el plato principal y uno dorado y muy dulzón con el pudin. No tenía ni idea de que el vino tuviera sabores tan diferentes. El hombre había sido encantador durante toda la cena. Había estado divertido, había flirteado con ella y le había contado mil y un secretos e intimidades de la gente de la tele. Con esto último, había conseguido que sonriera y que se sintiera muy bien por dentro.
Y, por lo visto, él también la encontraba interesante. Le preguntaba qué pensaba de esto y de aquello, cómo se sentía y quién de la tele le caía mejor y peor. Era evidente que estaba interesado porque la miraba directamente a los ojos y le prestaba atención, como se supone que hacen los hombres cuando les gustas, no como los chicos del cole con los que había salido, que solo se interesaban por el fútbol y por lo lejos que ibas a dejar que llegasen. Era evidente que le gustaba, pero tampoco estaba babeando como un pervertido. Era considerado y la trataba como si fuera una persona. Se sentía tan a gusto y tenía tantas cosas en la cabeza que se había olvidado de llamar a su madre.
Para cuando habían acabado de cenar, estaba un poco mareada y veía un poco borroso, aunque no estaba borracha, como en la fiesta de Emma Lomas, en la que se había pasado horas vomitando después de tomar cinco botellas de sidra. Se sentía tan feliz y deseaba tanto sentir su piel, hundir su cara en el aroma a cítrico y madera de su colonia… que se cumplieran sus fantasías…
Cuando se levantó para hacer café, Donna lo había seguido trastabillando ligeramente y consciente de que la habitación se movía un poco. Se había puesto detrás de él y le había pasado los brazos por la cintura.
—Eres maravilloso. Fantástico.
El hombre se había dado la vuelta y había dejado que se apoyara en él mientras enterraba su cabeza en el pelo de la chica y le susurraba al oído:
—Eres muy especial. Muchísimo.
Y, entonces, había sentido su erección en el estómago. Por unos instantes, un escalofrío de miedo había recorrido su cuerpo; pero, inmediatamente, se estaban besando y se había dejado llevar por la sensación de que aquel era su primer beso. Se habían besado durante lo que le pareció una eternidad. Allí, con los ojos cerrados, mientras la excitación sexual hacía que la sangre le corriera por el cuerpo a toda velocidad, el mareo hacía que sintiese fuegos artificiales de mil colores.
Sin que Donna se diera casi cuenta y sin dejar de besarla y de meter y sacar la lengua de su boca, el hombre se había movido poco a poco hasta que había quedado de espaldas a un banco de trabajo que había junto a la cocina. De pronto, sin previo aviso, la había agarrado por la muñeca y había tirado del brazo hacia un lado. Donna había sentido el frío metal contra su piel y había abierto los ojos de golpe. En ese instante, sus bocas se separaron.
Se miraba el brazo perpleja, incapaz de entender por qué se lo había metido en la boca de un torno enorme. Inmediatamente, Jacko había dado un paso atrás y había cerrado las mandíbulas del torno alrededor del brazo desnudo y enrojecido de Donna. Había intentado liberarse, pero era imposible: estaba atrapada.
—¿¡Qué haces!? —Por el momento, su cara no había mostrado otra cosa que el dolor que le causaba la perplejidad; aún era pronto para tener miedo.
El rostro del hombre carecía de expresión; era una máscara impasible que había sustituido el interés y el afecto que le había transmitido durante toda la velada.
—Sois todas iguales —había dicho sin apasionamiento—. Lo único que os interesa es lo que podéis conseguir.
—¿De qué hablas? —había preguntado con tono de súplica—. Suéltame. Esto no es divertido. Me hace daño.
Cuando Donna había intentado coger la palanca del torno con la mano que le quedaba libre, el hombre había levantado la suya y le había pegado un bofetón con el dorso que había hecho que se tambaleara.
—Vas a hacer lo que yo diga, zorra traicionera —dijo con tono de voz calmado.
Donna había notado sangre en la boca y se le había escapado un sollozo desgarrador.
—N-no lo entiendo… ¿Qué he hecho mal?
—Te has lanzado a mis brazos porque piensas que así te daré lo que quieres. Ahora me dices que me amas, pero si te despiertas mañana y no puedo darte lo que deseas, irás a cazar a otro que te resuelva el futuro. —Había dejado caer todo el peso de su cuerpo sobre el de ella para que no pudiera liberarse del torno.
—No sé de que hablas —había lloriqueado Donna—. Yo no… ¡Aaah!
Su voz se había convertido en un grito de dolor cuando el hombre apretó el torno aún más. Al apretar el músculo y el hueso, el dolor le había recorrido todo el brazo. Los dientecillos del torno se le habían clavado en la muñeca profunda y cruelmente. Cuando su grito se convirtió en un ruego —llorando desconsoladamente—, el hombre se había girado un poco más, con el peso aún sobre el de la chica, y le había arrancado el vestido de un potentísimo tirón.
En aquel momento sí que había tenido miedo. No entendía por qué le estaba haciendo aquello. Lo único que quería era amarlo, que la eligiera para salir en la tele. La cosa no debería haber sido así; debería haber sido romántica, delicada y bonita. Aquello no tenía sentido, era una estupidez y el brazo le dolía horrores. ¡Lo único que quería era que el dolor terminase!
Pero él no había hecho más que empezar. Instantes después, las braguitas de la chica estaban hechas un guiñapo a sus pies y en el costado le habían salido moretones; allí donde le habían mordido las costuras de la prenda antes de que cedieran a la fuerza del hombre. La chica, que sollozaba tan fuertemente que no podía parar de temblar, le había implorado cosas ininteligibles. No le quedaban recursos para resistirse a él cuando el hombre se había desabrochado los pantalones y la había penetrado con su polla.
Pero lo que Donna recordaba no era el dolor que le había producido la pérdida de la virginidad, sino la agonía que le causaba el hombre al girar el torno más y más, al ritmo de sus caderas. La ruptura de su himen le había pasado desapercibida frente al astillamiento de los huesos de la muñeca y del antebrazo y la pulverización de la carne entre las dos planchas de metal.
Ahora, a oscuras, se alegraba de haberse desmayado. No sabía ni dónde estaba ni cómo había llegado allí; lo único que tenía claro era que, gracias a Dios, estaba sola… y con eso le bastaba. Por ahora, con eso le bastaba.