Por fin, Tim Coughlan había conseguido que alguien respondiera a sus plegarias. Había encontrado el lugar perfecto. La plataforma de carga era algo más estrecha que la pared trasera de la fábrica, por lo que quedaba un hueco de algo más de dos metros cuadrados en una esquina. A primera vista, parecía como si las cajas de cartón desmontadas estuvieran apiladas en el hueco; pero si alguien se hubiera acercado y hubiera mirado más detenidamente, se habría dado cuenta de que las cajas no estaban apiladas ordenadamente, sino que conformaban un lecho. Todo aquel que hubiera investigado un poco más, se habría encontrado con la «casa» de Tim Coughlan, donde guardaba un saco de dormir y dos bolsas de plástico. En una de las bolsas había una camiseta limpia, un par de calcetines limpios y un calzoncillo limpio; en la otra, por el contrario, había una camiseta sucia, un par de calcetines sucios, un calzoncillo largo también sucio y un par de pantalones de pana deformados que quizá antaño fueran de color marrón oscuro pero que, ahora, desde luego, eran del color de un ave marina atrapada por el chapapote.

Tim se repantingó. Había doblado el saco de dormir a modo de cojín y se lo había puesto debajo de su culo huesudo. Comía patatas fritas con salsa de curri en un recipiente de poliestireno. Aún le quedaba casi un litro de sidra con la que ayudarse a conciliar el sueño. En las noches frías, necesitaba algo que lo ayudase a no recordar.

Había pasado muchos meses, meses muy largos, en la calle, viviendo sin nada… hasta que había conseguido desengancharse de la heroína, que le había robado la vida. Había caído tan bajo que ni siquiera podía permitirse tomar drogas. Y eso, irónicamente, es lo que lo había salvado. Aún recordaba la noche de Navidad, temblando de frío delante de un plato de pavo frío en un refugio, en la que su vida había vuelto a cambiar. Había empezado a vender La farola en la calle, por las esquinas, y había conseguido ahorrar el suficiente dinero como para comprar ropa de segunda mano y dejar de parecer un sin techo para pasar a parecer, sencillamente, pobre. Gracias a eso, había conseguido trabajo en los muelles. Era temporal, estaba mal pagado y le pagaban en metálico —la peor de las economías sumergidas—, pero era un comienzo. Y poco después encontró ese lugar, la plataforma de carga de una planta de montaje en horas tan bajas que ni siquiera se podía permitir un vigilante nocturno.

Desde entonces había conseguido ahorrar casi trescientas libras en la cuenta de una sociedad hipotecaria que era, probablemente, la única conexión que le quedaba con el pasado. Dentro de poco tendría dinero suficiente para pagar la fianza y el alquiler de un lugar adecuado en el que vivir y para alimentarse mientras conseguía inscribirse en el paro.

Tim había tocado fondo y había estado a punto de ahogarse pero ahora estaba convencido de que pronto estaría preparado para nadar hasta la superficie y, así, volver a ver la luz del día. Arrugó el contenedor de las patatas y lo tiró en una esquina. Luego, cogió la botella de sidra y deglutió su contenido en una serie de tragos largos y rápidos. Ni se planteaba saborearla. Para qué.

La oportunidad casi nunca llamaba a la puerta de Jacko Vance. Normalmente, el hombre la cogía del cuello y la obligaba a entrar mientras esta gritaba y pataleaba. Ya de pequeño, se había dado cuenta de que la única manera en la que iba a tener suerte era granjeándosela él mismo. Su madre, aquejada por una especie de depresión posparto que había hecho que el niño le repugnase, lo había ignorado tanto como era posible. No es que hubiera sido cruel; sencillamente, había estado ausente en todos los aspectos. Su padre sí que le prestaba atención pero, la inmensa mayoría de las veces, de la mala.

No llevaba mucho tiempo en el colegio —era un niñito de cabello rubio y sedoso, con las mejillas hundidas y los ojos abiertos como platos— cuando se dio cuenta de que tener sueños merecía la pena y que era posible forzar las situaciones para que ocurrieran cosas. Aquella apariencia de niño perdido derretía a algunos profesores como una antorcha a un carámbano de hielo. No tardó mucho en darse cuenta de que podía manipularlos para que fueran actores secundarios en su propia obra de teatro. Aquello no era suficiente para olvidar lo que sucedía en casa, pero le proporcionó un escenario en el que empezó a entender el placer que podía llegar a provocar el poder.

Aunque explotaba su aspecto, nunca confiaba únicamente en su encanto. Es como si supiera que a cada persona había que abatirla con diferentes armas. Desde que había empezado a comprender los mensajes del habla y había aprendido lo que significaba la palabra «ética», nunca le había importado dejarla de lado si con ello conseguía sacar provecho de alguna situación. Evidentemente, tenía que centrarse en el campo deportivo, ya que tenía cierto talento natural para los deportes y este le resultaba un escenario más amplio que el aula, un lugar en el que podía destacar más. Además, era un ámbito en el que el esfuerzo era recompensado visible y espectacularmente.

De forma inevitable, los comportamientos con los que conseguía que la gente con poder se sintiera atraída hacia él molestaban a sus compañeros. A nadie le cae bien el ojito derecho del profesor. Solo peleaba cuando no le quedaba más remedio. Unas veces, ganaba; y otras, perdía. Pero cuando perdía… nunca olvidaba. A veces le llevaba años, pero siempre encontraba la manera de vengarse. Normalmente, la víctima no sabía que Jacko era el causante de tal o cual humillación.

Todos los que vivían en la barriada de viviendas de protección oficial en la que había crecido recordaban cómo se la había devuelto a Danny Boy Ferguson. Danny Boy había sido la pesadilla de Jacko entre los diez y los doce años, época en la que abusó de él sin compasión. Un día, Jacko se enfrentó a él lleno de ira, pero Danny Boy lo tiró al suelo y levantó una mano ostentosamente en señal de victoria. La nariz rota de Jacko se curó y no le quedó ni rastro del golpe, sin embargo, la ira siguió ardiendo en su interior, oculta tras el encanto, que era lo único que veían los demás.

Cuando Jacko ganó su primer campeonato juvenil nacional se convirtió en el héroe del barrio. Nadie de allí había salido en los periódicos de tirada nacional, ni siquiera Liam Gascoine cuando dejó caer aquel bloque de hormigón armado desde un décimo piso sobre la cabeza de Gladstone Sanders. No le resultó difícil convencer a Kimberly, la novia de Danny Boy para que pasara la noche con él en la ciudad.

Había estado saliendo con ella toda una semana y, después, la había dejado. Aquella noche de domingo, en el bar, mientras Danny Boy se tomaba su quinta pinta, Jacko le dio quince libras al dueño para que pusiera por los altavoces una cinta que había grabado sin que Kimberly lo supiera y en la que decía con todo lujo de detalles lo gilipollas que le parecía Danny Boy.

Cuando Micky Morgan empezó a visitarlo en el hospital, enseguida se dio cuenta de que eran almas gemelas. No estaba seguro de lo que quería pero, desde luego, algo quería. El día en que Jillie lo abandonó y ella le ofreció ayuda desinteresada, le quedó claro.

Cinco minutos después de que Micky abandonara la habitación, contrató a un detective privado, uno muy bueno que volvió con respuestas mucho antes de lo que esperaba. Cuando leyó el incendiario trabajo de Micky en los titulares de todos los periódicos, entendió qué era lo que quería la mujer y cuál sería la mejor manera de sacar beneficio de ello.

«¡Jack el Chuleta deja libre a su amor!», «¡Un héroe con el corazón roto!», «¡Tormento amoroso para el trágico Jack!», sonrió y siguió leyendo.

El hombre más valiente de Gran Bretaña nos desvela que es ahora cuando está haciendo el mayor sacrificio de todos.

Días después de que su sueño olímpico se rompiera en pedazos por salvarles la vida a dos niños pequeños, Jacko Vance ha roto su compromiso con Jillie Woodrow, su novia de toda la vida.

Jacko, con el corazón roto y tendido aún en la cama del hospital en el que se recupera de la amputación del brazo con el que lanzaba la jabalina, ha dicho: «Quiero dejarla libre. Ya no soy el hombre con el que se prometió; no es justo que espere que siga comportándose como antes. Ya no puedo ofrecerle la vida que esperaba tener y, para mí, lo más importante es su felicidad. Sé que ahora está enfadada pero, a la larga, verá que he tomado la decisión correcta».

Con esto, Jillie no podría negar su versión sin quedar como una completa zorra.

Jacko decidió esperar y seguirle la corriente a la amistad que le brindaba Micky. Más adelante, cuando consideró que era el momento oportuno, se lanzó sobre ella como una serpiente de cascabel:

—Bueno, ¿cuándo vas a exigir el pago? —le preguntó mientras la miraba fijamente a los ojos.

—¿El pago? —respondió confundida.

—Por esa historia acerca de mi sacrificio por amor. —Sus palabras estaban cargadas de ironía—. ¿No dicen que las noticias solo duran nueve días?

—Eso dicen —respondió mientras ponía las flores que le había traído en un jarrón alto que, después de un tira y afloja, le había dejado la enfermera.

—Pues hoy hace diez que los medios publicaron la noticia y, oficialmente, Jacko y Jillie han dejado de ser noticia de portada. Me pregunto cuándo me vas a pasar la factura… —Su voz era suave, pero sus ojos eran como charcas congeladas en el páramo.

Micky movió la cabeza hacia los lados y se sentó en el borde de la cama con la cara serena. Jacko sabía que, a pesar de su apariencia, la mujer estaba pensando a toda velocidad, calculando cómo llevar el asunto de la mejor manera posible.

—Creo que no te entiendo —soltó para ganar tiempo.

—Vamos, Micky. —La sonrisa de Jacko rebosaba condescendencia—… Que no he nacido ayer. En el mundo en el que trabajas, has de ser una piraña. En tu círculo laboral, todo el que pide favores sabe que, antes o después, algún día, cuando menos se lo espere, le pedirán que los devuelva.

Se dio cuenta de que a la mujer se le pasaba por la cabeza mentirle pero que desechaba la idea. Esperó mientras consideraba contarle la verdad e, igualmente, lo desechaba.

—Me conformo con que sepas que me debes una —probó.

—Si es así como quieres jugar, de acuerdo —respondió con indiferencia. De repente, agarró a la mujer por la muñeca—. Pero creía que tu novia y tú necesitabais mi ayuda desesperadamente.

La mano del hombre era tan grande que rodeaba su muñeca por completo. Los esculturales músculos de su antebrazo se marcaban fuertemente, formando un espantoso recuerdo de lo que había perdido. Aunque no la estaba apretando, la mujer notaba que aquel agarre era irrompible, como un grillete. Micky llevó la mirada desde su muñeca hasta el implacable rostro del hombre. Estaba atenazada por el miedo y se preguntaba qué escondería Jacko tras aquellos ojos impenetrables. El hombre relajó las facciones, esbozó una falsa sonrisa y el miedo de la mujer desapareció. Se vio reflejado en los ojos de la mujer y no vio nada siniestro en ellos.

—Creo que te equivocas.

—No solo los periodistas tenéis contactos —respondió Jacko con tono despectivo—. Cuando empezaste a interesarte por mí, decidí devolverte el cumplido. Se llama Betsy Thorne y lleváis juntas más de un año. Se hace pasar por tu ayudante personal, pero es tu amante. Por Navidades le regalaste un reloj Bulova en una joyería de la calle Bond. Hace dos semanas compartisteis una habitación doble en una casa rural cerca de Oxford y le envías flores el día veintitrés de cada mes. Si quieres, sigo.

—Circunstancial —replicó con frialdad; aunque la muñeca de la que él la tenía cogida ardía—. Y, además, no es asunto tuyo.

—Ni de los periódicos, ¿verdad? Pero están indagando. Es solo cuestión de tiempo y lo sabes.

—No pueden encontrar lo que no existe —respondió con obstinación, en sus trece.

—Lo encontrarán —dijo Jacko convencido—. Y por eso me necesitáis.

—Y, suponiendo que sea verdad que te necesitamos… ¿en qué podrías ayudarnos?

Le soltó la muñeca. En vez de recoger el brazo hacia el pecho y frotarse la muñeca, la mujer lo dejó donde estaba.

—Los economistas dicen que las buenas inversiones hacen que te olvides de las malas. Con las noticias pasa lo mismo; deberías saberlo. Dales una historia mejor y abandonarán su sórdida expedición de búsqueda.

—Eso es verdad. ¿Qué tienes en mente?

—¿Qué te parece algo como: «Romance en el hospital entre el héroe y la periodista»? —y levantó una ceja. Micky se preguntó desde cuándo llevaría practicando ese gesto delante del espejo.

—¿Y tú qué ganas? —le preguntó después de que ambos estudiasen durante unos momentos su congruencia romántica.

—Paz y tranquilidad. Ni te imaginas cuántas mujeres hay ahí afuera deseosas de «salvarme».

—Puede que alguna de ellas sea tu media naranja.

Jacko soltó una carcajada seca y ácida.

—Eso es como el principio de Groucho Marx, ¿sabes? «Nunca entraría a formar parte de ningún club que me aceptase como socio». A mi forma de entender, una mujer que esté tan desequilibrada como para pensar que a) necesito que me salven, y b) ella es la persona adecuada para hacerlo, es justamente la que menos posibilidades tiene de ser mi media naranja. Micky, lo que yo necesito es camuflaje. Así, cuando salga de aquí, cosa que sucederá dentro de poco, podré seguir mi vida sin que todas las macizas de Gran Bretaña que no tienen ni dos dedos de frente intenten hacer el agosto conmigo. No quiero a nadie que sienta lástima por mí. Hasta que yo elija a alguien libremente, me vendría muy bien el equivalente erógeno de un chaleco antibalas. ¿Te atrae el trabajo?

Ahora, era a él a quien le tocaba sopesar qué es lo que sucedía tras los ojos de ella. Micky había recuperado el control y tenía ese aire de interés anodino que, tiempo después, le serviría para convertirse en la entrevistadora favorita de una nación llena de gente que se pasa el día encerrada en casa. Su única respuesta fue:

—No sé planchar.

—Siempre he querido saber qué es lo que hace una ayudante personal —respondió el hombre y esbozó una sonrisa tan irónica como el tono de la frase.

—Será mejor que no hagas comentarios así delante de Betsy.

—¿Trato hecho? —dijo adelantando su mano hacia la de Micky.

La mujer giró la suya y entrelazó sus dedos con los del hombre.

—Trato hecho.

El hedor golpeó a Carol nada más bajar del coche. No había nada tan desagradable como el olor a carne humana quemada y lo que es más: una vez lo habías olido, era imposible olvidarlo. Intentó que las arcadas no resultasen muy evidentes y caminó hasta donde estaba Jim Pendlebury. El hombre estaba dando una especie de rueda de prensa improvisada bajo los focos portátiles del cuerpo de bomberos. Carol había visto a los periodistas en cuanto el conductor entró en el aparcamiento, así que le había pedido que la dejara cerca, pero lejos de la falange de coches y camiones de color rojo escarlata desde los que los bomberos rociaban con agua los rescoldos de la fábrica. En una plataforma elevadora, un hombre dirigía el arco de agua de una manguera por encima de sus colegas para apagar la parte del techo que aún no se había desmoronado. Tras la brigada de bomberos pululaba media docena de policías uniformados. Un par de ellos se fijaron durante unos segundos en Carol, pero enseguida se giraron y volvieron a concentrarse en cómo los bomberos apagaban los últimos coletazos del fuego, algo que les resultaba un espectáculo absorbente.

Carol esperó unos pasos más atrás mientras Pendlebury daba respuestas cortas y nada comprometedoras a las radios y periódicos locales. Cuando los periodistas se dieron cuenta de que no le iban a sacar nada más, se dispersaron. Si alguno de ellos se fijó en la rubia de la gabardina, lo más probable es que pensase que se trataba de otra periodista. Hasta el momento, solamente los reporteros de homicidios la conocían y aún era pronto para que ese suceso pasase de ser un mero titular a convertirse en la historia de un crimen. Ahora bien, en cuanto los periodistas del turno de noche informaran de que no solo se sospechaba que el incendio había sido provocado sino que también había habido una víctima mortal en él, los chacales de la sección de homicidios tendrían de qué alimentarse en cuanto llegasen a la redacción por la mañana. Incluso cabía la posibilidad de que a alguno de ellos lo sacaran de la cama tan bruscamente como a ella.

Pendlebury recibió a Carol con una sonrisa lúgubre.

—El olor del infierno.

—Inconfundible —respondió ella.

—Gracias por venir.

—Gracias por avisarme. De lo contrario, no me habría enterado hasta que hubiera leído los periódicos en la oficina. Y, además, me habría perdido las maravillas de una escena del crimen reciente.

—Después de la conversación que mantuvimos el otro día, no podía dejar de llamarla.

—¿Cree que se trata de «nuestro» pirómano en serie?

—No le hubiera llamado a casa, a las tres y media de la madrugada, de no haber estado completamente seguro.

—¿Qué es lo que tenemos?

—¿Quiere verlo usted misma?

—Enseguida pero, primero, le agradecería que me hiciera un resumen aquí, donde puedo concentrarme en lo que me dice usted en vez de en lo que siente mi estómago.

Pendlebury se sorprendió ligeramente, como si pensase que debería estar acostumbrada a tales horrores.

—De acuerdo —parecía desconcertado—. Recibimos la llamada justo después de las dos. La hizo uno de sus coches, por cierto. Estaba patrullando y vio las llamas. En siete minutos teníamos dos unidades aquí, pero el incendio ya era de grandes proporciones. En cuestión de media hora llegaron otros tres camiones, pero era imposible salvar el edificio.

—¿Y el cadáver?

—En cuanto hemos tenido controlado el fuego en este lado de la fábrica, para lo que hemos tardado una media hora, mis chicos se han dado cuenta del olor. Es entonces cuando me han llamado. Siempre estoy de guardia para los incendios con víctimas mortales. Sus hombres han llamado al Departamento de Homicidios y yo la he llamado a usted.

—¿Dónde está el cadáver?

—Por lo que parece, está en la esquina de la plataforma de carga —respondió mientras señalaba el edificio—. Parece que allí había un recoveco y, por el montón de ceniza, que había un montón de cajas de cartón apiladas en él. Aún no hemos podido llegar hasta allí, sigue estando demasiado caliente y habiendo demasiadas posibilidades de que las paredes se desplomen; pero, por lo que hemos visto y por el olor, yo diría que el cadáver está detrás o debajo de toda la ceniza mojada que hay en ese recoveco.

—No tiene ninguna duda de que allí hay un cadáver, ¿verdad? —Carol pretendía agarrarse a un clavo ardiendo.

—Solo hay una cosa que huela a carne humana quemada, y es la carne humana quemada —respondió rotundamente—. Además, se ve claramente la silueta del cadáver. Venga, que se la enseño.

Un par de minutos después, Carol estaba junto al jefe de bomberos, a una distancia de las ruinas humeantes que el hombre consideraba prudencial. A ella le parecía que hacía demasiado calor pero, durante sus años de profesión, había aprendido que debía confiar en la profesionalidad de los demás. Quedarse más atrás habría sido como insultarlo. Mientras Pendlebury señalaba los contornos negros que el fuego y el agua habían dejado al final de la plataforma de carga, llegó a la misma conclusión que el jefe de bomberos.

—¿Cuándo pueden empezar a trabajar los forenses? —Su tono era monótono.

—¿Por la mañana? —contestó con una mueca.

—Me aseguraré de que el equipo está preparado —respondió tras asentir. Se dio la vuelta y añadió—: Esto es justo lo que esperaba que no sucediera.

—Tenía que pasar antes o después. La ley de la probabilidad —comentó él con ligereza mientras la acompañaba al coche.

—Hace años que deberíamos haber acabado con este pirómano —dijo enfadada mientras sacaba un pañuelo para limpiarse la ceniza de las deportivas—. Hemos sido muy descuidados. Ya debería estar entre rejas. Y es culpa nuestra que siga libre y haya matado a una persona.

—Está siendo muy dura consigo misma. Usted lleva aquí muy poco tiempo y se ha hecho cargo de la situación inmediatamente. Esto no es culpa suya.

Carol dejó de limpiarse las zapatillas y levantó la mirada con el ceño fruncido.

—No creo que sea culpa mía, pese a que creo que podríamos habernos esforzado algo más en el caso. Lo que quiero decir es que, en algún momento, la policía de este lugar ha olvidado de que su cometido es servir a la gente. Y puede que usted hubiera tenido que ser un poco más insistente a la hora de exponerle sus argumentos sobre el pirómano en serie a mi predecesor.

Pendlebury estaba sorprendido. No recordaba cuándo había sido la última vez que un miembro de otro servicio de emergencia le criticaba a la cara.

—Creo que su comentario está fuera de lugar, inspectora jefe —contestó ultrajado y con tono pedante.

—Siento mucho que piense así —respondió Carol con frialdad mientras se ponía de pie y se cuadraba—. Pero si queremos que nuestra relación laboral sea productiva, no voy a dejar de ser honesta por temor a que alguien se sienta ofendido. Espero que sea usted capaz de cantarme las cuarenta si considera que no estamos a la altura de las circunstancias; lo mismo que yo le voy a hablar con toda franqueza de lo que no me gusta. No pretendo discutir con usted a este respecto; lo que quiero es atrapar al pirómano y, desde luego, no lo vamos a conseguir si seguimos dándonos palmaditas en la espalda y diciendo que no se podía hacer nada para evitar que ese pobre hombre muriera.

Durante unos instantes, se miraron fijamente. Pendlebury no tenía claro cómo enfrentarse a la determinación feroz de la mujer. Al rato, le tendió la mano a modo de gesto conciliador.

—Lo siento, tiene razón. No debería haber aceptado un «no» por respuesta.

Carol sonrió y le estrechó la mano.

—Intentemos, ambos, hacerlo bien a partir de ahora, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —y asintió—. En cuanto los forenses acaben de trabajar, le aviso.

Mientras se alejaba en el coche, solamente podía pensar en una cosa: que en su jurisdicción había un pirómano en serie que acababa de convertirse en un asesino. Lo único que importaba era atraparlo. Su intención era tener esbozado un perfil para cuando los forenses le pasaran el informe. Quería detener a un sospechoso en cuanto comenzase la investigación. Si John Brandon la había considerado tenaz cuando trabajaron juntos en Bradfield, aún se lo iba a parecer más. Le iba a demostrar muchas cosas a mucha gente. Y si en algún momento se desanimaba, recurriría al hedor que se le había quedado pegado dentro de la nariz para recordarse que no podía parar y que debía seguir adelante.

Shaz se giró y miró el reloj de la mesilla: faltaban veinte minutos para las siete. Solo habían pasado diez desde la última vez que lo había consultado. Sabía que no se iba a dormir, ya no. Se levantó de la cama y fue al lavabo. De camino, pensó que, a decir verdad no iba a dormir bien hasta que Chris le hubiera enviado lo que le había pedido.

Pedirle el favor no le había resultado tan difícil como esperaba, reflexionó mientras se sentaba en el inodoro y se inclinaba hacia delante para abrir el grifo. Le daba la impresión de que el tiempo había limado las asperezas que habían surgido en su relación con la sargento Devine y que volvían a estar en el mismo punto en el que estaban antes de que los malentendidos y los pasos en falso hubieran erosionado dicha relación y la hubieran convertido en una sucesión de enganchones dolorosos.

Desde que Shaz entró en la Metropolitana, Chris Devine había representado todo aquello a lo que aspiraba. En el Departamento de Homicidios de la comisaría del oeste de Londres que le habían asignado solo había otras dos mujeres y Chris era la que tenía mayor graduación. Y el porqué era evidente: era una gran policía y tenía uno de los mejores registros de detenciones de la división. En los momentos de crisis era sólida como una roca, y era muy trabajadora, imaginativa e incorruptible. Además, había demostrado que era inteligente y que tenía sentido del humor. Y, lo que era más importante, los chicos la habían aceptado como una más pero nunca olvidaban que se trataba de una mujer.

Había estudiado a aquella mujer como se estudiaba un espécimen al microscopio. Quería llegar adonde ella estaba y conseguir el mismo respeto. Había conocido a demasiadas mujeres policía que habían acabado apartadas y estaba decidida a que aquello no le sucediera a ella. Shaz sabía que ser una novata de uniforme la convertía en algo insignificante a ojos de Chris pero, después de un tiempo, consiguió colarse en su subconsciente hasta que llegó el día en que, siempre que coincidían en la comisaría y tenían un momento libre, bajaban a la cantina y se quedaban en una esquina tomando un té extremadamente fuerte y hablando animadamente de todo un poco.

El mismo día en que salió la oferta para el puesto de ayudante en Homicidios, echó la solicitud. La recomendación de Chris fue suficiente para que se lo dieran y, unas semanas después, Shaz estaba haciendo su primer turno nocturno de vigilancia con Chris. Darse cuenta de que la mujer era homosexual y que había interpretado que el interés de Shaz por acercarse a ella era sexual y no profesional le llevó algo más de tiempo. La noche en la que su sargento la besó fue el peor momento de toda su carrera.

Era tan ambiciosa que, por unos instantes, se había planteado seguir adelante con aquello. Pero la realidad no tardó en tomar el timón nuevamente. Puede que Shaz no hubiera sabido elegir muy bien sus relaciones anteriores, pero se conocía lo suficientemente bien como para saber que era con los hombres, y no con las mujeres, con quienes quería seguir experimentando; así que se apartó de Chris con tanta brusquedad como lo haría de la boca de una escopeta de cañones recortados. Cada vez que la sargento y ella recordaban lo que había pasado, no podían evitar tener sentimientos encontrados e incómodos: humillación, vergüenza, ira, traición. Posiblemente, lo más sensato habría sido que una de las dos pidiera el traslado, pero Chris no estaba preparada para dejar atrás una comisaría que conocía como la palma de su mano y Shaz era demasiado cabezota como para desaprovechar una oportunidad tan buena y largarse de Homicidios.

Así que llegaron a una acuerdo, a un armisticio, para que ambas pudieran permanecer en el mismo equipo. Ahora bien, siempre que podían, evitaban trabajar en el mismo turno. Seis meses antes de que Shaz se mudara a Leeds, Chris había sido ascendida y enviada al Nuevo Scotland Yard y no habían vuelto a hablar hasta que Shaz apareció en la puerta de su casa para pedirle un favor.

Shaz les añadió algo de fruta fresca a los cereales y pensó que no le había resultado tan difícil tragarse el orgullo y pedirle ayuda a la mujer. Aunque, posiblemente, Chris había accedido a ayudarla porque se había quedado de piedra al verla en su puerta… y porque en la cama le esperaba una analista de huellas dactilares que Shaz había conocido en Notting Hill Gate. Cuando le explicó lo que quería, Chris accedió de inmediato porque conocía la razón por la que Shaz estaba deseosa de ir un paso más allá de lo que les había pedido su líder de escuadra. Y, una vez más, como si el destino llevara de la mano la vida de Shaz, dio la casualidad de que Chris tenía libre el día siguiente, por lo que podría reunir la información que le había pedido en el menor tiempo posible.

Mientras tomaba el desayuno medio ausente, imaginó a Chris pasando el día en Colindale, en el Archivo Nacional de Prensa, copiando página por página los periódicos locales de la época en que se produjeron las siete desapariciones en las que estaba trabajando. Puso el bol vacío bajo el chorro de agua caliente y las expectativas hicieron que una serie de escalofríos de alegría le recorrieran el cuerpo. No sabía por qué, pero estaba segura de que las primeras pruebas del «caso» las encontraría entre las noticias de la prensa.

Hasta la fecha, nunca se había equivocado en nada. Excepto en lo de Chris, claro está. Pero eso, se dijo a sí misma, era diferente.

—El tipo de casos de los que nos vamos a encargar son, justamente, esos que le ponen los pelos de punta a la mayoría de los policías; y se los ponen porque los criminales que los protagonizan bailan a un ritmo muy diferente que las demás personas. —Tony los miró a todos y se aseguró de que lo estaban escuchando en vez de estar, sencillamente, pasando hojas. La cara de Leon le decía que preferiría encontrarse en otra parte, pero Tony se había acostumbrado a su afectación y ya no se la tomaba en serio. Satisfecho, prosiguió—: Ser consciente de que te estás enfrentando a alguien que ha diseñado sus propias reglas es una experiencia tremendamente inquietante para cualquiera, incluidos los policías cualificados. Como llegamos de fuera para darle sentido a lo extraño, existe la tendencia por parte de los demás policías a considerarnos parte del problema en vez de parte de la solución; así que es muy importante que la primera cosa en la que nos concentremos sea en construir una relación buena y compenetrada con los detectives. Todos provenís de Homicidios, ¿a alguien se le ocurre qué se puede hacer para fomentar esa buena relación?

—¿Llevártelos a tomar unas pintas? —sugirió Simon. Los demás refunfuñaron y silbaron ante su predictibilidad.

Tony no sonreía.

—Lo más probable es que tengan una decena de buenas excusas para no ir al pub contigo. ¿Alguna otra idea?

—Trabajar de sol a sol —dijo Shaz tras levantar la mano con la que sujetaba el bolígrafo—. Si ven que eres muy trabajadora te respetarán.

—No sé… también pueden pensar que quieres hacerle la pelota al jefe —soltó Leon con desdén.

—La idea no es mala, Shaz —comentó Tony—, pese a que Leon tiene razón en parte. Si esa va a ser tu política, también vas a tener que demostrar el más absoluto desprecio por todo aquel que tenga un rango mayor que el de inspector jefe, cosa que no solo es muy cansada, sino que puede resultar contraproducente —se rieron—. A mí, lo que me funciona es algo muy sencillo. —Los miró inquisitivamente—. ¿No se os ocurre qué puede ser? ¿No? ¿Qué me decís de la adulación?

Un par de ellos asintieron. Leon, en cambio, bufó:

—¡Bah, eso es hacer la pelota!

—Yo prefiero considerar que se trata de una técnica más entre las que tiene el criminólogo en su arsenal. No la uso para conseguir beneficios personales o laborales, sino avances en el caso —lo corrigió con suavidad—. Tengo un mantra que repito una y otra vez siempre que tengo ocasión. —Cambió de posición levemente y su lenguaje corporal pasó de transmitir autoridad confortable a transmitir sumisión; también esbozó una sonrisa de circunstancias. Inmediatamente después, soltó con tono halagador—: «Claro que no soy yo quien resuelve los crímenes, sino la policía». —Con la misma rapidez que dijo esto volvió a adoptar la postura de autoridad—. A mí me funciona; lo que no quiere decir que vaya a funcionaros a vosotros. De una u otra manera, nunca está de más decirles a los detectives lo mucho que respetáis su trabajo y que sois conscientes de que simplemente sois un pequeño engranaje que puede hacer que su máquina funcione mejor. —Se calló un momento—. Y eso tenéis que decírselo, al menos, cinco veces al día. —Todos sonrieron.

»Una vez hayáis hecho eso, existen muchas posibilidades de que os den la información que necesitáis para trazar el perfil. Si no sois capaces de “rebajaros” un poco, os darán la espalda más y más porque, al fin y al cabo, os ven como rivales con los que repartir la gloria que proporciona resolver un caso de esas características. En cambio, si lo hacéis, tendréis a los investigadores de vuestra parte y, por ende, tendréis todas las pruebas. A partir de ahí, solo nos queda empezar a trabajar en el perfil. Lo primero es calcular las probabilidades.

Se puso de pie y empezó a caminar por el perímetro de la habitación como un gran felino que revisa los límites de sus dominios.

—La probabilidad es el único dios del criminólogo. Para que decidas no prestarle atención a la probabilidad, tienes que tener pruebas muy evidentes. El único problema de la probabilidad es que en alguna ocasión meteréis la pata tan hasta el fondo que os quedaréis con el culo al aire. —Notaba cómo se le aceleraba el pulso… y eso que todavía no había dicho ni una palabra del caso—. Es lo que me pasó a mí en el último caso importante en el que he tomado parte. Buscábamos al asesino en serie de varios hombres jóvenes. Gracias a una brillante detective, que hacía las veces de enlace entre la policía y yo, disponía de toda la información que tenían ellos. Y, a la luz de aquellas pruebas, tracé un perfil. La detective me hizo un par de sugerencias basándose en corazonadas propias y una de ellas resultaba muy interesante. Yo no había caído en la cuenta porque no sabía de informática tanto como ella. No obstante, como se trataba de algo que muy poca parte de la población sabía, le asigné un nivel de probabilidad bajo. En una situación normal, eso significa que el equipo de detectives no le dará apenas prioridad pero, como estábamos estancados, decidieron seguir esa pista y resultó que la detective tenía razón. Aun con todo, aquello, por sí mismo, no hizo que la investigación avanzase gran cosa.

Le sudaban mucho las manos pero, ahora que se estaba enfrentando a esos detalles que aún seguían perturbando su sueño, su estómago se había relajado. Seguir con el análisis le resultó más sencillo de lo que esperaba.

—Su otra sugerencia, en cambio, la descarté de inmediato porque la probabilidad no era baja, sino bajísima. Iba en contra de todo lo que sé sobre asesinos en serie. —Lo miraban con curiosidad. Le había transmitido su propia tensión a toda la unidad y todos permanecían en silencio, sin mover un músculo, a la espera de que siguiera—. Pues el hecho de que hiciera caso omiso de aquella idea… estuvo a punto de costarme la vida —añadió sin más y se sentó nuevamente. Los miró a todos. Le sorprendía que fuera capaz de hablar de aquello tan tranquilamente—. Y, ¿sabéis lo peor?, que hacer caso omiso de su idea fue lo correcto porque su propuesta era tan improbable que ni siquiera hubiera quedado registrada en una tabla de probabilidades.

En cuanto le confirmaron que el incendio se había cobrado la vida de una persona, Carol organizó una reunión con el equipo, pero esta vez no compró galletas de chocolate.

—Espero que todos hayáis oído o leído las noticias de esta mañana —soltó con tono monocorde mientras los demás entraban en el despacho. Tommy Taylor se sentó en la silla por el mero hecho de que era el sargento. Imaginaba que le habrían enseñado que no debía sentarse mientras hubiera mujeres de pie, pero seguro que hacía tiempo que no pensaba en Di Earnshaw como en una mujer.

—Sí —respondió Tommy.

—Pobre tipo —añadió Lee Whitbread.

—De «pobre tipo» nada —se quejó Tommy—. No tenía que estar allí.

El comentario asqueó a Carol, aunque no la sorprendió.

—Tuviera o no tuviera que estar allí, está muerto y se supone que nosotros tenemos que detener a la persona que lo ha matado. —Tommy cruzó los brazos por detrás del respaldo de la silla y plantó los pies firmemente en el suelo. Parecía que se estuviera rebelando, pero Carol no quiso entrar al trapo—. Los incendios provocados son una bomba de relojería… y esta vez nos ha explotado en la cara. Os aseguro que hoy no ha sido el mejor día de mi carrera, así que, vamos, ¿qué tenéis?

Lee, apoyado en el archivador, estiró los hombros y dijo:

—He repasado todos los informes de los últimos seis meses o, al menos, todos los que he encontrado —corrigió—, y he encontrado varios incidentes como los que nos pidió que buscásemos. Algunos informes están hechos por los detectives de Homicidios del turno de noche; y otros, por agentes. Justamente iba a recopilarlos y ordenarlos hoy.

—Di y yo hemos estado interrogando nuevamente a las víctimas, tal y como nos pidió, pero hasta el momento no hemos dado con ningún elemento en común —explicó Tommy con voz distante, como desairando a Carol.

—Son compañías de seguros diferentes, ya sabe —añadió Di.

—¿Podría haber algún motivo racial? —preguntó Carol.

—Algunas víctimas son hindúes, pero no las suficientes como para considerarlo significativo —respondió la mujer.

—¿Hemos hablado ya con las compañías de seguros?

Di miró a Tommy y Lee miraba por la ventana. El sargento se aclaró la garganta.

—Está en la lista de Di para hoy. Todavía no había tenido tiempo de hacerlo.

Carol negó con la cabeza, sus respuestas no la pillaban por sorpresa.

—De acuerdo. Voy a explicaros qué vamos a hacer a continuación. Tengo cierta experiencia trazando perfiles de criminales en serie… —Pero se calló cuando vio que Tommy murmuraba algo—. Disculpe, sargento Taylor, ¿quiere usted decir algo?

Tommy, confiado, le sonrió insolentemente.

—He dicho que eso tenemos entendido, señora.

Se quedó callada unos momentos, mirándolo. Si no se manejaban adecuadamente, eran ese tipo de situaciones las que acababan haciendo que el trabajo se convirtiese en una mierda. Hasta el momento, no era más que impertinencia, pero si lo dejaba pasar, pronto se convertiría en insubordinación pura y dura. Cuando empezó a responder, hablaba en voz baja y su tono era cortante.

—Sargento, no sé me ocurre cuál es la razón para que tenga usted tanto interés en volver a vestirse de uniforme para participar en las patrullas de colaboración ciudadana, pero estaré encantada de obligarle a hacerlo si el trabajo que ha de desempeñar en el Departamento de Homicidios sigue sin ser de su agrado.

Lee contrajo la boca y Di Earnshaw se quedó esperando una explosión que no se produjo. El sargento se arremangó por encima de los codos mientras miraba a Carol directamente a los ojos y respondió:

—Entonces, será mejor que le demuestre lo que sé hacer, jefa.

—Eso espero, Tommy —respondió al tiempo que asentía—. Voy a trabajar en un perfil pero, para que sea algo más que un ejercicio académico, necesito tantos datos no procesados como sea posible. Como no encontramos pruebas que conecten a las víctimas, voy a arriesgarme y a decir que tenemos entre manos a un amante de las emociones fuertes más que a un pirómano a sueldo. Eso significa que estamos buscando a un varón joven, pero adulto. Probablemente, está en paro, es soltero y todavía vive con sus padres. A estas alturas, no pienso usar la jerga psicológica para explicar lo inadecuado que resulta socialmente y todo eso. Tenemos que buscar a alguien que haya sido detenido por delitos menores, por vandalismo, consumo de drogas y ese tipo de cosas. Quizá, incluso, por abusos sexuales de menor envergadura. Quizá voyeurismo o exhibicionismo. No es ni un atracador ni un ladrón. Seguramente sea un mierda que ha estado metido en problemas desde que era adolescente. Probablemente no tenga coche, así que hay que estudiar dónde han sido los incendios. Lo más probable es que, si unimos los incendios que quedan más alejados del centro, viva en alguna de esas zonas. Posiblemente haya observado todos los incendios desde una posición estratégica, así que tenemos que plantearnos cuál ha podido ser en cada caso y quién podría haberlo visto allí.

»Conocéis la zona. Vuestro trabajo consiste en traerme sospechosos que coincidan con este perfil. Lee, quiero que hables con el oficial encargado de cotejar los datos para que nos diga quién coincide con estos criterios. Yo voy a expandir el perfil y Tommy y Di van a encargarse de lo que hay que hacer tras un crimen; es decir: servir de enlace con los forenses y organizar los interrogatorios de puerta en puerta en la zona. ¡Qué coño!, a estas alturas no tengo que explicaros cómo llevar a cabo una investigación de asesinato.

Alguien llamó a la puerta e interrumpió el discurso de Carol.

—Adelante.

Fue John Brandon quien abrió la puerta. La mujer se dio cuenta inmediatamente de que, si nadie había sido capaz de avisarle de que el jefe venía de camino, era que aún le quedaba mucho camino por recorrer para ser aceptada en la policía de Yorkshire Este. Se puso de pie como si tuviera un resorte. Tommy quiso levantarse tan rápido que estuvo a punto de caerse y Lee se golpeó el codo con el archivador mientras se cuadraba. Di Earnshaw era la que más preparada estaba, de espaldas a la pared y con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Siento interrumpirla, inspectora jefe Jordan —dijo con tono agradable—. ¿Podemos hablar?

—Por supuesto, señor. Acabó de darles las últimas órdenes. Los tres sabéis qué estamos buscando, confío en vosotros. —Su sonrisa sirvió tanto para despedirlos como para animarlos. Los tres oficiales salieron del despacho sin mirar atrás.

Brandon indicó a Carol que tomase asiento y, a su vez, él se sentó en la otra silla. Era tan alto que parecían de escalas diferentes.

—El incendio mortal de Wardlaw… —comenzó a decir sin formalidades.

—He estado allí de madrugada.

—Eso me han dicho. Entiendo que se trata de ese pirómano en serie, ¿no?

—Eso creo. El incendio lleva su sello. Aún no tengo el informe de los forenses, pero Jim Pendlebury, el jefe de bomberos, cree que hay similitudes con los incidentes anteriores que estamos estudiando.

Brandon se mordió un lado del labio inferior. Era la primera vez que Carol lo veía perder una pizca siquiera de su extraordinario aplomo. Respiró profundamente por la nariz y soltó:

—Sé que ya hemos hablado de esto y que me dijiste que podías encargarte sola. Y no creas que estoy sugiriendo que no creo que puedas; sabes que considero que eres una detective de la hostia, Carol. Sin embargo, quiero que Tony Hill le eche un vistazo a esto.

—De verdad, no es necesario. —Sentía un calor que le subía por el pecho y le llegaba al cuello—. Al menos, no a estas alturas.

Parecía que la cara de sabueso lúgubre del policía se alargara por momentos.

—No pretendo insinuar que no sabes desempeñar tu trabajo.

—Pues temo decirle que eso es exactamente lo que parece —respondió con la intención de que su tono no sonase tan rebelde como se sentía por dentro porque recordaba lo furiosa que le había puesto la impertinencia de Tommy Taylor solo unos minutos antes—. Señor, apenas hemos empezado a investigar. Puede que tengamos el asunto resuelto en cuestión de días. En Seaford, no puede haber muchos sospechosos que encajen con el perfil del pirómano.

El jefe de policía se revolvió en la silla, como si intentase encontrar la postura más adecuada para las piernas.

—Carol, estoy en una posición delicada. Nunca me ha gustado el «porque sí», siempre he pensado que las cosas funcionan mejor cuando mis oficiales entienden por qué les doy las órdenes que les doy. No me gusta que la obediencia tenga que basarse en una fe ciega. Por otro lado, y por razones operativas, a veces hay que acatar las órdenes sin más. Y cuando hay implicadas unidades que no están bajo mi mando, por mucho que yo piense que no hay necesidad de mantener la confidencialidad, he de respetar lo que me piden. ¿Me he explicado? —y enarcó las cejas, ansioso. Si alguno de sus oficiales sabía leer entre líneas, esa era Carol Jordan.

Carol frunció las cejas como si tuviera que digerir las palabras de Brandon.

—Por tanto, si, hipotéticamente —comenzó la mujer al cabo de un rato, pero tomándose el tiempo necesario para pensar lo que iba a decir—, se estuviera formando una nueva unidad de especialistas que necesitase que una fuerza policial bien dispuesta le dejase usar alguno de sus casos como conejillo de Indias por alguna razón en concreto, pero le pidiesen que mantuviera la confidencialidad acerca de dicha razón, usted se vería obligado a no decir nada… a pesar de que considera que el oficial al mando de dicho caso debería saber qué está pasando. ¿Se refiere a eso?

Brandon sonrió agradecido.

—Hipotéticamente, claro está.

La mujer no le devolvió la sonrisa.

—En mi opinión, este no es el caso adecuado para un experimento así. —Hizo una pausa—. Señor.

—¿Por qué no? —parecía sorprendido.

Carol pensó la respuesta. Pocos graduados eran capaces de escalar por el mástil grasiento con tanta rapidez como lo había hecho ella, y menos si eran del sexo femenino. El auspicio de John Brandon le había servido de muchísima más ayuda de la que había esperado jamás. Y ni siquiera estaba segura de si las razones para negarse eran, realmente, las que estaba a punto de darle. De una u otra forma, ya había tirado la piedra… y ella no era de las que esconden la mano.

—Somos una fuerza nueva —explicó cuidadosamente—. Acabo de ponerme a trabajar con unas personas que llevan mucho tiempo conformando un equipo. Intento construir una relación laboral que nos permita proteger y servir a la comunidad… pero no puedo hacerlo si me quita usted el primer caso importante que tengo.

—Nadie va a quitarte el caso, inspectora jefe. —Su respuesta reflejaba la formalidad de Carol—. Lo que quiero decir es que vamos a consultar con una nueva unidad de especialistas.

—Parecerá que no confía usted en mí, señor —insistió.

—Tonterías. Si no tuviera confianza en tu capacidad, Carol, ¿por qué demonios te iba a haber propuesto para este trabajo?

La mujer sacudió la cabeza para mostrar su incredulidad. Su jefe no lo entendía.

—Estoy segura de que a los «vaqueros» de la cantina no les costará mucho extraer sus propias conclusiones, señor —dijo amargamente.

Brandon abrió los ojos como platos cuando entendió lo que estaba insinuando.

—¿Crees que…? ¡Qué dices! ¡Eso es ridículo! ¡Es lo más absurdo que he oído en la vida!

—Si usted lo dice, señor. —La mujer esgrimió una sonrisa torcida y se pasó la mano por el pelo—. No pensaba que estuviera tan mal.

Ahora era el comisario quien no entendía nada.

—Nunca me había planteado que la gente pudiera malinterpretar tu ascenso. Es evidente que eres una magnífica policía —suspiró y volvió a morderse la comisura del labio—. Ahora, mi posición es incluso más delicada que cuando he entrado. —La miró y tomó una decisión—. Esto que te cuento es extraoficial. Paul Bishop está teniendo problemas con la policía de Leeds, que ha dejado muy claro que no quiere a la Unidad de Criminología en su terreno y que no le va a permitir que toque sus casos. Pero el comandante quiere un caso de verdad para que su gente aprenda la profesión como es debido; y, como es evidente, no quiere empezar con un asesino o un violador en serie notorios. Me llamó porque estamos muy cerca y me pidió que le pasara cualquier cosa que pudiera servir para el bautismo de fuego de su unidad antes de que empiecen a aceptar casos de todo tipo. A decir verdad, pensaba ofrecerles el caso del pirómano en serie antes de que sucediera lo de esta noche.

Carol intentó que el enfado no se reflejase en su cara. Siempre pasaba lo mismo: justo cuando creías que ya los tenías enseñados… ¡de vuelta a la Edad de Piedra!

—Ahora es un asesinato. Es difícil encontrar algo con más notoriedad que eso. Ya no es por el respeto que me puedan perder mis subordinados, sino por mí misma: he de dirigir la investigación. No quiero que nadie piense que me aprovecho del éxito de la Unidad Nacional de Criminología —prosiguió con frialdad—. Si hubiera pensado que entrar en el cuerpo de bomberos era la mejor manera de investigar asesinatos, habría echado una solicitud para unirme a ellos. No puedo creer que esté usted socavando mi posición de esta manera, señor —pronunció de tal manera la última palabra que pareció un improperio.

La manera que tenía el jefe de policía de enfrentarse a la insubordinación solapada era muy diferente de la de Carol. Un hombre con su rango no tenía por qué utilizar amenazas veladas, podía ser más «creativo».

—No tengo intención de socavar la posición de ninguno de mis oficiales, inspectora jefe Jordan, que es la razón por la que vas a ser el único oficial que trate directamente con la Unidad Nacional de Criminología. Serás tú quien vaya a Leeds; no ellos quienes vengan a tu terreno. Le dejaré muy claro al comandante Bishop que sus oficiales han de tratar única y exclusivamente contigo, con ningún otro oficial de la policía de Yorkshire Este. Imagino que eso te complacerá más.

Carol no podía evitar sentir respeto por la manera tan rápida en la que su jefe se había puesto en su pellejo pero, aún así, seguía sintiendo reticencia.

—Las órdenes están muy claras, señor —respondió resignada.

Brandon se puso de pie con una sonrisa relajada en los labios. Estaba aliviado porque esa crisis se hubiera resuelto rápidamente y porque no se hubiera convertido en algo vergonzante de lo que informar a Maggie.

—Gracias, Carol. Muchas gracias. Qué raro, habría jurado que te morías de ganas de volver a trabajar con Tony Hill a sabiendas de lo bien que conectasteis en el caso del asesino en serie de Bradfield.

Se forzó a esbozar una sonrisa, vacía, y esperó que pareciera real.

—Mi reticencia no tiene nada que ver con el doctor Hill —respondió al tiempo que se preguntaba si su jefe se tragaría aquella chorrada cuando ni siquiera ella lo hacía.

—Voy a informarles de que te pondrás en contacto con ellos. —Cerró la puerta tras de sí, una cortesía que Carol le agradeció en el alma.

—Lo estoy deseando —soltó con desgana.

Shaz entró dando saltitos por la puerta de la comisaría donde tenía la sede la unidad y sonrió al oficial uniformado que había tras la mesa. Estaba exultante.

—Detective Bowman —dijo—, de la UNC. Creo que hay un paquete para mí.

—¿Aquí? —El agente la miraba con incredulidad.

—Sí. —Consultó su reloj de pulsera—. Se supone que lo han enviado por mensajería esta misma noche para que llegara antes de las nueve de la mañana. Y por lo que veo, son las diez menos cuarto…

—Entonces, tiene que pegarle la bronca a alguien, porque no tengo nada para usted, cariño —respondió el agente, incapaz de evitar que su tono de voz mostrara la satisfacción que sentía (no todos los días tenía uno la oportunidad de marcarse un punto con alguien de la UNC y tratar con condescendencia a una mujer al mismo tiempo).

—¿Está seguro? —insistió la mujer al tiempo que intentaba esconder su consternación para evitar que la satisfacción del agente fuese aún mayor.

—Sé leer, cariño. Confíe en mí, soy poli. No tengo ningún paquete para usted. —El hombre ya se había aburrido, así que le dio la espalda abiertamente y empezó a hojear una pila de documentos.

La frustración bullía en su interior. Su buen humor era historia. Dejó atrás el vestíbulo de ascensores y subió a paso rápido por las escaleras, camino de la quinta planta, donde estaba su unidad. «Solo se puede confiar en uno mismo. Solo se puede confiar en uno mismo», se repetía una y otra vez al ritmo de sus pisadas y de los latidos de su pulso en la sien. Fue directa a la sala de ordenadores y se sentó de golpe en la silla. Simon era el único que estaba allí. Lo saludó con una especie de gruñido, sacó el teléfono y marcó el número de casa de Chris.

—¡Mierda! —masculló cuando saltó el contestador automático.

Sacó la agenda electrónica del bolso, escribió el nombre de Chris y marcó su número directo de Nueva Scotland Yard con el dedo índice. La mujer respondió al segundo tono.

—Aquí Devine.

—Soy Shaz.

—No sé qué quieres, muñeca, pero la respuesta es «no». No sé si algún día conseguiré quitarme de debajo de las uñas el polvo y la tinta que han acumulado con el «pequeño» favor que te hice ayer. Desde luego, nunca lo pondría muy arriba en la lista de «cosas por hacer en tu día libre».

—Sabes que te lo agradezco mucho, pero…

—¿Qué? —gruñó Chris.

—Que aún no he recibido nada.

—¿Por eso me llamas? —bufó la otra—. Mira, para cuando terminé… cosa que, por cierto, solo conseguí porque, en un momento dado, saqué la placa y les pedí a los bibliotecarios que me ayudaran… era demasiado tarde como para hacer un envío nocturno y lo más rápido que tenían llegaba al mediodía. Así que deberías recibirlo esta mañana, ¿vale?

—Qué remedio —respondió a sabiendas de que estaba siendo descortés; pero no podía evitarlo.

—Tranquila, muñeca, que no es el fin del mundo. Te va a salir una úlcera.

—He de presentar mi caso mañana por la tarde.

—¿Y cuál es el problema? —respondió entre risas—. No jodas, Shaz, ¿acaso el aire de Yorkshire te está volviendo lenta? Antes eras como una centella. Tienes toda la noche para estudiar lo que te envío. ¿O es que te estás haciendo vieja?

—El problema es que me gusta la cabezadita esa que se echa uno entre el anochecer y el amanecer.

—Te refieres a eso que tú y yo nunca llegamos a hacer juntas, ¿verdad? Llámame si no has recibido el paquete por la tarde, ¿vale? Pero relájate, que no se va a morir nadie.

—Eso espero. —Pero Chris ya había colgado.

—¿Algún problema? —le preguntó Simon mientras se sentaba ante su mesa y le tendía una taza de café.

—No —se encogió de hombros y aceptó el café—. Unos papeles que quería consultar para el ejercicio que tenemos que presentar mañana.

De repente, el interés de Simon por Shaz dejó de ser meramente sexual.

—¿Has descubierto algo? —preguntó como si, en realidad, la respuesta no le importase lo más mínimo. Pero no lo consiguió.

—¿Es que tú no has detectado el grupo? —le sonrió ella maliciosamente.

—Por supuesto. Lo vi enseguida, no me jodas… —Era evidente que era una bravata.

—Entonces, también habrás descubierto la conexión externa, ¿no? —La mujer disfrutó del vacío que se dibujó en la cara pálida de Simon al no saber qué responder—. Buen intento, chaval —soltó entre risas.

—De acuerdo, tú ganas —respondió mientras sacudía la cabeza—. ¿Me cuentas lo que tienes si te invito a cenar?

—Te contaré lo que tengo mañana por la tarde, a la misma hora que a todos los demás. Pero, si la oferta es sincera y no un mero soborno, me parece bien que me invites a tomar algo antes de la cena del sábado en el hindú.

Simon le tendió la mano.

—Trato hecho, detective Bowman.

Shaz se la estrechó tan fuerte como él. Aunque le atraía la perspectiva de tomar algo con Simon antes de la cena, no tenía ni punto de comparación con la emoción que sentía por la inminente llegada del paquete. A la hora del descanso, se presentó en la recepción antes de que a los demás les diera tiempo siquiera de hacerse el café. Pero nada. Durante el resto de la mañana, mientras Paul Bishop les explicaba cómo cuadrar un perfil en una lista de sospechosos, Shaz, que normalmente era la alumna más atenta y aplicada, jugueteaba con todo lo que caía en sus manos, como haría un niño de cuatro años durante una ópera. En cuanto hicieron el descanso para comer, salió corriendo escaleras abajo como un galgo de carreras de un cajón.

Esa vez, sus plegarias habían sido escuchadas. Sobre la recepción había un archivador de cartón sellado con lo que parecía un rollo de cinta de embalaje.

—Un rato más y habría llamado a los artificieros —le dijo el agente que se sentaba a la mesa—. Esto es una comisaría de policía, no una estafeta.

—Mejor, porque no sé si aguantarías el ritmo.

La mujer cogió la caja y salió al aparcamiento. Una vez allí, abrió el maletero del coche y miró rápidamente qué hora era. Consideró que le quedaban unos diez minutos antes de que su ausencia en la comida llamase la atención. A todo correr, rompió la cinta de embalar con las uñas lo suficiente como para abrir el archivador.

Se le vino el mundo encima. La caja estaba llena a reventar de fotocopias. Por unos instantes, se le pasó por la cabeza la idea de ignorar su corazonada pero, entonces, pensó en las siete chicas. La miraban desde las fotos con la carita sonriente y la esperanza de vivir la vida, por muchos mazazos que esta acabe dando. Esto ya no era solamente un ejercicio. Por ahí, en algún lugar, había un asesino desalmado y parecía que ella era la única que se había dado cuenta de ello. Aunque le llevara toda la noche, tenía que hacer ese esfuerzo por ellas.

Al verlo de nuevo frente a frente y darse cuenta de que lo que había tras el rostro de Tony Hill era dolor, Carol se quedó cortada. Durante el tiempo que habían trabajado juntos, no había sido capaz de descubrir qué es lo que «apuntalaba» su intensidad. Asumía que el hombre era como ella: motivada únicamente por el deseo de capturar y comprender, espoleada por la pasión por esclarecer, atormentada por las cosas que había visto, oído y hecho. Ahora, la distancia le permitía comprender lo que antes no había sido capaz de ver y, de pronto, se preguntó cuán diferente habría sido su comportamiento con él de haber sabido qué es lo que sucedía realmente tras aquellos ojos oscuros y atribulados.

Cómo no, después de todos los meses que habían pasado, el hombre lo había preparado todo para que no estuvieran solos durante su primer encuentro. Paul Bishop había bajado a recibirla en cuanto llegó a la comisaría de Leeds en la que tenía su sede la UNC y la había asfixiado con aquel encanto suyo que lo había convertido en uno de los favoritos de los medios. A pesar de su galantería, no se ofreció a llevarle los dos pesados maletines llenos de archivos que traía. De camino, a Carol le resultó divertido que el comandante fuera incapaz de pasar junto a una superficie reflectante sin mirarse en ella para comprobar si había alguna imperfección en su apariencia: ahora se peinaba una ceja; ahora se ponía bien los hombros de un uniforme que, sin duda, estaba hecho a medida…

—No sabe lo encantado que estoy de conocerla. La mejor y la más inteligente del equipo de John Brandon. Ni siquiera tengo que consultar su trayectoria para ser consciente de que es un honor. Y eso habla por sí mismo, evidentemente. ¿Le ha comentado John que fuimos a la academia militar juntos? Menudo policía. ¡Y menuda facilidad para ver el talento de las personas! —Su entusiasmo era tan contagioso que Carol empezó a responder a sus alabanzas a pesar de que no era su estilo.

—Siempre me ha gustado trabajar con el comisario jefe Brandon. ¿Qué tal se está acoplando la unidad?

—Oh, pues eso lo va a comprobar usted misma —respondió displicentemente mientras la dejaba entrar primero en el ascensor—. Tony nos ha hablado de usted y la pone por las nubes. Que si es una ventaja trabajar con usted, que si es una colega maravillosa e inteligente, que si es muy fácil tratar con usted —y le sonrió antes de añadir—: Y todo lo demás.

Con esto último le quedaba claro que era un embaucador. No dudaba que Tony la respetase profesionalmente, pero lo conocía lo bastante bien como para estar segura de que nunca habría hablado de ella en términos personales. Paul Bishop habría necesitado muchísima pericia y sutilidad para penetrar en la arraigada reticencia del psicólogo. Tony no iba a hablar de ella porque hacerlo supondría sacar a la palestra el caso en el que se habían conocido; y eso implicaría revelar acerca de ambos muchas más cosas de las que un extraño tiene derecho a saber. Tendría que explicar que se había enamorado de él y que sus deficiencias sexuales lo habían forzado a rechazarla… y que la esperanza de emparejarse había sido la última víctima del asesino psicópata al que habían dado caza. Tenía la sensación de que Tony jamás le explicaría algo así a nadie; y si había algo que hacía que destacase por encima de sus colegas, era su instinto.

—Hum, siempre he admirado la profesionalidad del doctor Hill —respondió sin mojarse.

Bishop se adelantó para pulsar el botón del quinto piso y le rozó la cadera al hacerlo. Estaba segura de que, de no haber sido mujer, le hubiera dicho, sencillamente, a qué piso iban.

—Para nosotros es muy bueno que ya haya trabajado con Tony —prosiguió el hombre mientras estudiaba su reflejo en las puertas de metal y se retocaba el pelo—. Los nuevos reclutas van a aprender mucho viendo cómo dividen ustedes el proceso, cómo se comunican y qué es lo que necesitan el uno del otro.

—«Ya conoces mis métodos, Watson» —parodió Carol irónicamente.

Bishop se quedó un tanto perplejo durante unos instantes, hasta que entendió el guiño.

—Ah, sí. —Las puertas del ascensor se abrieron—. Por aquí. Primero vamos a tomar un café juntos, los tres. Después, ustedes dos tendrán la primera toma de contacto con el caso frente a los estudiantes.

Avanzó por el pasillo a grandes pasos y cuando llegaron a la puerta se la abrió y la dejó pasar. La habitación le pareció una especie de sala de profesores, pero más dejada.

Tony Hill, al otro lado de la sala, se dio la vuelta con el filtro del café en una mano y una cucharilla en la otra y abrió los ojos de par en par nada más verla. Carol no pudo reprimir una ligera sonrisa.

—Tony —consiguió que su voz sonara formal—. Me alegro mucho de verte.

—Carol —respondió él por encima del repiqueteo que hizo la cucharilla cuando la dejó sobre la mesa—. Estás… estás magnífica.

Si le hubiera devuelto el cumplido, habría mentido. Seguía pálido, aunque no tanto como antes; las fuertes ojeras que tenía ya no parecían moretones, como la última vez que se habían mirado a los ojos, pero seguían diciendo que, para aquel hombre, dormir ocho horas seguidas era una quimera; y sus ojos habían perdido parte de la tensión que albergaban antes de resolver el caso de Bradfield… aunque algo quedaba. A pesar de todo, ansiaba besarlo. No obstante, lo que hizo fue dejar los maletines en la alargada mesa de café y decir:

—Bueno, entonces, ¿quién me hace un café?

—¿Cargado, solo y sin azúcar? —preguntó Tony con media sonrisa.

—Debió de causarle usted muy buena impresión —comentó Bishop mientras pasaba junto a ella, se sentaba en una silla ligeramente hundida y se remangaba un poco los pantalones para que no les quedase marca en la rodilla—, porque se le olvida de un día para otro cómo me gusta tomarlo a mí.

—Cuando trabajamos juntos, nos encontramos con una de esas situaciones en las que cada detalle se graba en tu cerebro para siempre —le cortó Carol.

Tony le lanzó una mirada de agradecimiento y siguió con el café.

—Gracias por enviar los archivos de antemano —dijo el hombre elevando la voz por encima del zumbido de la vieja cafetera—. Hice fotocopias para los componentes de la unidad y han tenido esta noche para estudiarlas.

—Estupendo. Tony, ¿cómo vas a querer que lo hagamos?

—He pensado que podríamos hacer una especie de representación —respondió aún de cara a la cafetera—. Sentarnos el uno frente al otro con una mesa de por medio y estudiar cada caso tal y como lo haríamos normalmente —se giró ligeramente con una sonrisa con la que le preguntaba qué le parecía la sugerencia y a la mujer se le contrajo el estómago.

«Contrólate —se dijo, enfadada—. Aunque pudiera, no te querría, ¿recuerdas?».

—Me parece bien —respondió automáticamente—. ¿Has pensado cómo involucrar a los alumnos?

Tony cogió las tres tazas de café con sus grandes manos y consiguió llevarlas hasta la mesa sin que apenas se le cayera nada sobre la alfombra de color tabaco.

—Elegida especialmente para esconder las manchas —musitó concentrado.

—Son media docena —comentó Bishop—, así que no es factible que cada uno de ellos disfrute de su propio momento con ustedes… aunque estuviera usted dispuesta a concedernos tanto tiempo. Presenciarán cómo actúan Tony y usted mientras estudian los informes. A continuación, podrán hacerles preguntas acerca del proceso si es que les ha quedado alguna duda. Cuando usted se haya marchado, Tony trabajará con ellos para trazar un perfil, que le entregaremos en unos pocos días. Lo único que esperamos es que cuando tenga un sospechoso con cargos, y vaya a arrestarlo, se ponga en contacto con Tony para hablar de la estrategia de interrogación y que nos permita tener acceso a las cintas de los interrogatorios. —Su sonrisa dejaba claro que no estaba acostumbrado a que le dijeran que no.

—No creo que eso último sea posible. —Como desconocía cuál era exactamente su posición, respondió con cautela—. Para tener acceso a las cintas, primero tendría que conseguir el permiso de la persona interrogada y, después, esperar a que se celebre el juicio. Tendré que consultarlo.

El comandante Bishop movió ligeramente los músculos de la cara y la bonhomía que hasta entonces le había caracterizado desapareció de su semblante.

—De la conversación que mantuve con el señor Brandon a este respecto extraje que, en este caso, no íbamos a ser estrictos con las formalidades —soltó con brío.

—Comandante, la responsable de la investigación soy yo. Esto no es un ejercicio de clase, es la investigación de un homicidio y mi intención es meter entre rejas al culpable. Y le puedo asegurar que no voy a arriesgarme a hacer nada que impida que eso suceda. No pienso darle a la defensa nada a lo que agarrarse.

—Tiene razón —dijo Tony inesperadamente—. Aquí nos dejamos llevar un poco y se nos sube a la cabeza, Paul. Pero la realidad es que Carol tiene que presentar un caso contra un pirómano en serie y no podemos pretender que haga nada que pueda invalidar el juicio.

—De acuerdo —respondió Bishop de manera cortante. Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta sin prestarle la menor atención al café—. Les dejo trabajar. Además, he de hacer cuanto antes unas llamadas impostergables si quiero que me dé tiempo a asistir a su sesión. La veo más tarde, inspectora jefe Jordan. —Cerró la puerta tras de sí.

—Me apuesto lo que quieras a que está hablando con John Brandon antes de que su culo toque la silla —dijo Carol con una sonrisa en la boca.

—No lo creo —respondió Tony mientras negaba con la cabeza. Los ojos le brillaban tanto que parecía que la situación lo divirtiese—. A Paul no le gusta que nadie le lleve la contraria, pero mantiene la pólvora seca para las batallas que de verdad importan.

—No como yo, que entro rápidamente al trapo, ¿eh?

Tony la miró a los ojos y reconoció su buena voluntad.

—Nadie es como tú, Carol. Me apenó mucho que no quisieras unirte al equipo.

—No es la manera en la que concibo la persecución de los malhechores, Tony —respondió tras encoger un solo hombro—. Sí, me gustan los casos grandes, pero no me gusta vivir en el limbo.

Sus palabras quedaron colgando entre ambos, cargadas de mucho más significado del que cualquier otra persona podría haber interpretado. El psicólogo miró hacia otro lado y se aclaró la garganta.

—Razón de más para que me alegre de trabajar contigo en este caso. Si estuviésemos operativos, no creo que nos hubiera llegado el caso de un pirómano en serie por mucho que se haya convertido en un asesino, como quien dice, por accidente. Así que me alegro de que la unidad tenga la posibilidad de ver cómo trabaja alguien tan buena como tú.

—¿Sabes?, desde que me dijeron que esta unidad me iba a ayudar con el caso, he recibido tantos cumplidos que hasta un político se ruborizaría. —Usó un tono sardónico para intentar tapar la satisfacción que sentía.

—¿Desde cuándo mis comentarios se consideran cumplidos?

—Quizá no sea tan buena idea —dijo Carol mientras notaba que el estómago se le encogía nuevamente—. Lo de traer a alguien como yo, me refiero. Quizá deberías haberles lanzado un cubo de realidad y haber traído a un cavernícola —añadió al tiempo que intentaba no perder la sonrisa.

—¿Te lo imaginas? —respondió tras soltar una carcajada sincera—. ¡Menuda sesión! —Bajó el tono y exageró su acento de Yorkshire—. «Menuda cantidad de mierda, joder. ¿Es que pretendes que les pregunte a los sospechosos si se meaban en la cama cuando eran niños?».

—Se me había olvidado que eres de aquí.

—Pues a mí no. Vuelvo a estar en Riding Oeste, el último lugar de la tierra al que quería volver. Pero me interesa mucho esta unidad y el Ministerio del Interior se empecinó en que teníamos que afincarnos fuera de Londres. ¡Dios no quiera que la Unidad de Criminología y la de Inteligencia estén juntas jamás! —Había ironía en esta última frase—. ¿Qué tal te va a ti en el primitivo Seaford?

—¿Te refieres a la vida entre dinosaurios? —Se encogió de hombros—. Pregúntamelo de nuevo dentro de seis meses. —Miró su reloj—. Oye, ¿a qué hora hay que empezar?

—En un par de minutos.

—¿Te parece que comamos juntos para ponernos al día? —Había practicado esa pregunta un centenar de veces en la autopista para que le saliera natural.

—No puedo —parecía que lo lamentara realmente—, los de la unidad comemos juntos. No obstante, iba a preguntarte si…

—¿Si…? —«¡Cuidado, tonta, que se te va a notar mucho!».

—Si tienes prisa por volver.

—No, ninguna. —El corazón le iba a mil. ¡Sí, sí, le iba a pedir que cenara con él!

—¿Te gustaría asistir a la sesión de la tarde?

—Por supuesto. —Su tono de voz seguía siendo claro, pero sus esperanzas acababan de recibir un mazazo y la luz de sus ojos se apagó ligeramente—. ¿Por alguna razón en particular?

—La semana pasada les mandé un ejercicio. Hoy tienen que exponer las conclusiones que han extraído y me parece que sería útil que opinaras sobre sus análisis.

—Claro.

Tony tomó aire profundamente y añadió:

—Y, después… podríamos tomar algo juntos, ¿no?

La aprensión y las expectativas tenían sumida a Shaz en un subidón de adrenalina. Aunque solamente había conseguido dormir tres horas, estaba tan activa como un juerguista hasta arriba de anfetaminas. Se había puesto a estudiar fervorosamente las fotocopias nada más llegar a casa. Las había dividido en grupos y las había colocado sobre la alfombra de la sala. Solo había parado para pedir una pizza. Estaba tan imbuida en el trabajo que ni siquiera se dio cuenta de que le habían enviado una margarita mediana y se la habían cobrado como una familiar con ingredientes de todo tipo.

Para la una de la madrugada, ya lo había consultado todo excepto la sección de ocio y las páginas deportivas. Según avanzaba, su convicción de que la conexión externa que demostraba su teoría se escondía en los periódicos locales iba perdiendo fuerza y empezaba a pensar que lo que estaba haciendo no era más que agarrarse a un clavo ardiendo. Estiró la espalda —la tenía entumecida— y se frotó los ojos —los tenía cansados—, se puso de pie y fue hasta la cocina tambaleándose para preparar otro termo de café.

Tras repostar, volvió a su tarea. Decidió empezar por las páginas de deportes. Quizá se tratase de un equipo de fútbol visitante al que sus hinchas más acérrimos seguían de un lado para otro. O de un jugador que había ido de un club a otro y había acabado de entrenador. O quizá fuera un campeonato de golf que atrajese a gente de fuera. O un campeonato nacional de bridge. Eliminar todas las probabilidades deportivas le llevó otro par de horas y acabó tan cansada que le temblaba el cuerpo, aunque eso también podía deberse a toda la cafeína que había tomado y al miedo al fracaso, que sobrevolaba su cabeza.

Cuando encontró la conexión, lo primero que pensó es que estaba alucinando. Era una idea tan descabellada que ni siquiera debería tomarla en serio. De repente, empezó a reír de forma nerviosa, como un niño que aún no ha aprendido cuál es la respuesta adecuada ante el dolor de los demás.

—Es una locura —dijo por lo bajo mientras repasaba los siete grupos de periódicos para asegurarse de que no estaba alucinando.

Mientras se ponía de pie, estiró los músculos —algunos de los cuales le daban calambres— y se dirigió al dormitorio como pudo mientras se iba desnudando por el camino. Aquello era demasiado duro como para digerirlo a las tres y media de la madrugada. Puso el despertador a las seis y media, se dejó caer bocabajo en la cama y no tardó ni quince segundos en quedarse dormida como un tronco.

Soñó con concursos de televisión en los que el premio del ganador consistía en elegir la manera de morir. Cuando oyó la alarma, le pareció el timbre de advertencia de una silla eléctrica. Aún adormilada, recordó lo que había descubierto en los periódicos y pensó que quizá siguiera inmersa en una pesadilla. Se quitó de encima la funda nórdica y fue al salón de puntillas, como si los pasos normales fueran a hacer que su descubrimiento se desvaneciese.

Había siete pilas irregulares de fotocopias y cada una de ellas tenía una página de la sección de ocio en lo alto. En cada una de esas páginas se podía ver o bien el anuncio de la celebración de un evento al que acudía una personalidad en concreto, o bien una entrevista a dicha personalidad. Lo mirase como lo mirase, parecía que uno de los ojitos derechos de la nación estaba implicado de alguna manera en la desaparición y en el presunto asesinato de, al menos, siete adolescentes. Y, ahora… tenía que compartir con los demás lo que había descubierto.

Micky había descubierto que no era difícil conseguir que la gente le diera a la lengua. Cada vez que visitaba la unidad de rehabilitación en la que Jacko aprendía a usar el brazo artificial, el hombre y ella cerraban la puerta de la habitación y se sentaban muy juntos. Ahora bien, cada vez que entraba un fisioterapeuta o una enfermera, se alejaban el uno del otro rápidamente y hacían ver que se sentían violentos.

En el trabajo, lo llamaba por teléfono cada vez que las mesas de al lado estaban ocupadas porque estaba casi segura de que la gente prestaba atención a lo que hablaban. Además de dejar caer su nombre de vez en cuando, las conversaciones contenían ese tipo de risas animadas seguidas de comentarios en voz baja y con tono íntimo que todos sus colegas asociaban, rápidamente, con el comportamiento típico de los enamorados.

Un tiempo más tarde, para llevar las cosas un paso más allá, decidieron que era hora de que hubiese un escándalo aliñado con algo de dramatismo. Micky eligió para ello a un amigo que tenía en un periódico del tres al cuarto. A los pocos días, el periódico abría su portada con: «Un pervertido persigue al nuevo amor de Jacko».

La nueva novia del heroico Jacko Vance se ha convertido en el objetivo de una aterradora campaña de vandalismo y envío de cartas amenazadoras.

Desde que empezó su apasionado romance, a la periodista de televisión Micky Morgan le han:

— Vertido pintura en el coche.

— Puesto ratones y pájaros muertos en el buzón.

— Enviado innumerables cartas anónimas.

La pareja se conoció cuando la mujer entrevistó a la estrella de la jabalina —que aún detenta varios récords— en el hospital en el que se recuperaba de la pérdida de su brazo derecho tras el accidente múltiple en la autopista, en el que salvó la vida a dos niños pequeños, y de la ruptura en pedazos de su sueño olímpico. Desde entonces, habían intentado mantener su romance en secreto.

Pero, por lo visto, y tal y como les revelamos en exclusiva, una persona a quien no le gusta la atractiva reportera de veinticinco años, famosa por presentar El mundo a las seis en punto, ha debido de descubrir el secreto.

Anoche, en su casa del oeste de Londres, Micky confesaba: «Es una pesadilla. No tenemos ni idea de quién es. Lo único que quiero es que deje de molestarme. Hemos mantenido nuestra relación en secreto porque queríamos conocernos mejor sin que la prensa se nos echara encima. Estamos muy enamorados. El hombre que hay detrás del deportista es mucho más interesante todavía. Es valiente y es guapo, ¿cómo no iba a enamorarme? No obstante, ahora, lo único que queremos es que esto acabe».

Como Jacko está internado en la exclusiva Clínica Martingale de Londres —llevando a cabo una gran labor de rehabilitación, con intensivas sesiones de fisioterapia—, ha sido su portavoz quien ha hablado: «Como es natural, a Jacko le disgusta que haya alguien que trate así a Micky, la mujer más maravillosa que ha conocido. No sabemos quién es el autor de esta campaña, pero será mejor que lo atrape la policía, porque como lo haga Jacko…».

Jacko, que puso fin a su relación con (continúa en la página 4).

La cobertura mediática fue intensísima durante un par de semanas, tras lo cual fue apagándose poco a poco. No obstante, se reavivaba cada vez que a alguno de los supuestos amantes le sucedía algo: la salida de Jacko de la clínica de rehabilitación y la vuelta a su antigua vida, que lo contrataran como comentarista deportivo en la tele, el nuevo trabajo de Micky como entrevistadora en un programa matutino, el voluntariado de Jacko con enfermos terminales… Todo eso y mucho más reavivaba el interés en su presunta relación. No tardaron en darse cuenta de que, para evitar las especulaciones en las columnas de las secciones rosas, era necesario que los vieran juntos en público en algún lugar importante y al menos una vez a la semana. Como los seguían, Jacko empezó a pasar la noche bajo el mismo techo que las dos mujeres cada vez que salían por la noche o habían hecho alguna obra de caridad juntos. Un día, casi un año después, Micky le pidió a Jacko que se pasara a cenar con Betsy y con ella.

La habilidad culinaria de su amante no había empeorado lo más mínimo a pesar de que ambas llevaban años alimentándose de los cáterins que servían en las reuniones. Nada más tragar el último bocado, el hombre les lanzó su sonrisa más lobuna a ambas mujeres.

—Tiene que ser algo muy malo… para que lo hayáis suavizado con una comida tan cojonuda.

—Pues aún no has probado el pudin de toffee con helado casero de avellana —comentó Betsy con una sonrisa recatada.

Jacko se hizo el sorprendido.

—Si fuera policía, te arrestaría por hacerme un ofrecimiento como ese.

—Tenemos que hacerte una propuesta —dijo Micky.

—Algo me dice que no os referís a hacer un trío —comentó mientras se balanceaba ligeramente sobre las patas traseras de la silla.

—Al menos, podrías hacer ver que te apena que no sea así —respondió Betsy con brusquedad—. Que dejes tan claro que no te atraemos lo más mínimo es malo para eso que los norteamericanos, tan alegremente, denominan «autoestima».

A Micky, la sonrisa de Jacko le recordó a Jack Nicholson. Y eso la inquietó.

—Betsy, cariño, si supieras lo que me gusta hacerles a mis mujeres, te alegrarías enormemente de mi falta de interés.

—De hecho, nuestra ignorancia a ese respecto es uno de los factores que ha hecho que no nos decidiéramos a hacerte esta propuesta antes —le respondió la mujer mientras se llevaba los platos rápidamente a la pequeña cocina.

—Vaya, ahora sí que estoy intrigado. —El hombre se echó hacia delante, puso la mano protésica sobre la mesa y miró a Micky a los ojos con una mirada centelleante—. Suéltalo, Micky.

Betsy se apoyó en el marco de la puerta de la cocina y dijo:

—Esto de que Micky y tú tengáis que «salir a divertiros» es una putada… hace que ella y yo perdamos muchísimo tiempo. Ya te digo, no es que me importe que salga contigo, simplemente, nos gustaría pasar juntas todo nuestro tiempo libre.

—¿Queréis que lo dejemos? —dijo frunciendo el ceño.

—Todo lo contrario —respondió Betsy mientras se sentaba a la mesa y le cogía la mano a Micky—. Hemos pensado que sería buena idea que os casarais.

El hombre acababa de quedarse de una pieza. Micky estaba segura de que Jacko, tan dado a controlar sus emociones, nunca había puesto una expresión tan sincera.

—Casarnos.

No era una pregunta.

Shaz volvió a mirar a su alrededor para evaluar a su audiencia una vez más y asegurarse de que no iba a quedar como una tonta. Intentó dilucidar de dónde llegarían las objeciones y cuáles serían. Simon objetaría por principio, de eso estaba segura. Leon fumaría, inclinaría la silla hacia atrás y pondría una sonrisa burlona; luego, buscaría el puntal que sujetaba su explicación y lo demolería. Kay le pondría reparos a los detalles porque era incapaz de abstraerse y ver la idea total. En el caso de Tony, tenía la esperanza de que se mostrase impresionado por su estupenda habilidad para detectar un grupo de víctimas y por su diligencia a la hora de encontrar una conexión externa demostrable. El trabajo que había hecho iba a servir para abrir una investigación. Y cuando el polvo se asentase, su futuro estaría resuelto porque sería la mujer que había desenmascarado al personaje famoso que tantos asesinatos había cometido. Se convertiría en una leyenda en todas las comisarías del país, de norte a sur. Estaría en disposición de elegir dónde trabajar.

Ahora bien, de Carol no sabía qué pensar. Después de tirarse toda una mañana viendo cómo trabajaban Tony y ella, no había extraído datos suficientes para conjeturar cómo respondería la inspectora jefe a la teoría de Shaz. Para asegurar el tiro, se quedaría callada al principio y dejaría que un par de colegas expusiesen sus conclusiones. De esa manera, además, conseguiría que le prestaran más atención mientras presentaba su informe.

Leon fue el primero. Se quedó sorprendida por la brevedad de su exposición y, por lo visto, no fue la única. El hombre se limitó a decir que, aunque había similitudes claras entre algunos casos, dado el número de adolescentes que escapaban de su casa anualmente, no era posible determinar que hubiera ninguna significación estadística entre ellos. Para demostrarlo, había cogido, aparentemente a regañadientes, a cuatro chicas de la zona sudoeste de Inglaterra, incluida una de las del grupo de Shaz. A su entender, el factor que las conectaba era que todas ellas habían dicho que querían convertirse en modelos. Sugirió que las podrían haber secuestrado uno o más pornógrafos tras ofrecerles una sesión de fotos y que, más tarde, las habrían condenado a llevar una vida de pelis porno y prostitución.

Se hizo un silencio breve que fue seguido de unos pocos comentarios apáticos. Cuando dichos comentarios se apagaron, Carol soltó con frialdad:

—¿Cuánto tiempo le ha llevado este análisis, agente Jackson?

—Tampoco había mucho que analizar —respondió el hombre con cierta beligerancia mientras fruncía el ceño—. He hecho lo que se nos pidió.

—Si yo fuera la detective que le ha proporcionado los casos y los informes, estaría decepcionada por un trabajo tan superficial como el que nos ha ofrecido. Estaría desilusionada, defraudada y me crearía una opinión de lo más pobre de una unidad de especialistas que no ha sido capaz de hacer más de lo que habría hecho uno de mis agentes en una tarde de trabajo.

Leon estaba tan sorprendido por el rapapolvo que abrió la boca de par en par. Ni Tony ni Paul habían sido, nunca, tan críticos con el trabajo de ninguno de ellos. Antes de que el policía respondiera, Tony se metió por medio.

—Leon, la inspectora jefe Jordan tiene razón. No es suficiente. Se supone que somos una escuadra de élite y no vamos a hacer muchos amigos si no tratamos cada caso como algo serio y digno de nuestra atención. Da igual que nos parezca que el caso es una tontería; para los detectives que se ocupan de él, es importante. Para las víctimas, es importante.

—Solamente era un ejercicio —protestó Leon—. Aquí no hay ningún detective implicado. Es un ejercicio de nada. ¡No es para ponerse así! —En realidad, lo que el hombre quería decir con aquellos gemidos era: «¡No es justo!».

—A mi modo de ver, cada uno de estos casos es real —comentó Carol con tranquilidad—. Todos estos chicos están en la lista de personas desaparecidas y es muy probable que algunos de ellos estén muertos. A veces, el dolor que produce la incertidumbre puede ser incluso peor que saber la verdad. Si ignoramos el dolor de las personas, nos merecemos su desprecio.

Shaz vio cómo Tony, impasible, asentía ligeramente ante las palabras de la mujer; luego, miró a Leon, que tenía los labios apretados a más no poder y estaba sentado de costado para no tener que mirar a Carol.

—Bien —dijo Tony—, ya nos ha quedado claro que el tacto no es el fuerte de la inspectora jefe Jordan. ¿Quién es el siguiente que quiere dar el salto?

Shaz apenas pudo contener su impaciencia durante la exposición de Kay: un análisis prosaico pero riguroso y minucioso que explicaba la existencia de varios grupos con conexiones. Uno de los grupos era idéntico que el de Shaz pero, en comparación con los otros que tenía, apenas le dio trascendencia. Cuando acabó de hablar, Tony parecía más contento.

—Un trabajo muy exhaustivo —comentó. Sin embargo, era evidente que el «pero» estaba al caer.

Fue Carol la que recogió el testigo.

—Así es. No obstante, Kay, parece que esté mirando usted los toros desde la barrera. Un detective necesita que le presenten la información de una forma que le indique qué caminos tomar. Por ello, debe asignarle prioridad a sus conclusiones: «Esto es más probable; esto, menos; esto es poco probable; y esto es, francamente, improbable». Eso permite a los detectives estructurar la investigación de una manera más productiva.

—Para ser justos —intervino Tony—, hacer eso con un ejercicio de clase es bastante difícil. Aunque siempre hay que intentar hacerlo. ¿Alguien puede decirme qué orden de prioridad seguiríamos en este caso?

Shaz apenas participó en el vigoroso debate que siguió a la pregunta del psicólogo; estaba tan nerviosa por lo que iba a exponer que le daba igual la impresión que estuviera dando su aparente falta de interés. En un par de ocasiones, Carol Jordan le lanzó miradas inquisitivas a las que respondió con comentarios inocuos.

Entonces, de pronto, era su turno. Shaz se aclaró la garganta y cuadró los papeles que tenía delante.

—Aunque hay varias similitudes superficiales que podrían conectar varios casos y conformar varios grupos, si se realiza un análisis más exhaustivo se llega a la conclusión de que existen siete casos con lazos muy fuertes entre sí —empezó firmemente—. Y lo que pretendo demostrar esta tarde es que los siete casos de este grupo tienen, además, un factor externo común y significativo y que, por tanto, la única conclusión posible es que los componentes de este grupo son víctimas de un mismo asesino en serie.

Levantó la vista y oyó la exclamación ahogada de Kay y la risotada de Leon. Parecía que Tony estuviera sobresaltado. Carol Jordan, por su parte, estaba inclinada hacia delante, con el mentón apoyado en los puños. Shaz esbozó una tímida sonrisa de medio lado.

—No me he inventado nada de lo que voy a decir, lo prometo —comentó antes de empezar a repartir unos papeles grapados a los ocupantes de la sala sin levantarse de la silla—. Siete casos. La primera página es una tabla con la lista de rasgos comunes de las siete desaparecidas. Una de las conexiones clave, en mi opinión, es que las siete chicas se llevaron una muda consigo; pero no escogieron la típica ropa que te llevarías cuando tienes intención de escaparte de casa y vivir en la calle sino que, en cada caso, los padres echaron en falta sus «mejores galas», esa ropa a la moda que se pondrían para ir a una cita o a algún lugar especial. Nada de deportivas para caminar y chaquetones para no pasar frío por la noche. Sé que los adolescentes no siempre son sensatos a la hora de elegir la ropa que han de ponerse pero, en este punto, he de explicar que las chicas que componen el grupo no eran irresponsables, no estaban fuera de control ni eran rebeldes. —Volvió a mirar hacia arriba y le encantó ver que, ahora, tanto Tony como Carol estaban embelesados por sus palabras.

»Ninguna de ellas asistió al colegio el día de su desaparición y todas ellas mintieron acerca de lo que iban a hacer después del colegio para tener por delante unas doce horas en las que les diera tiempo a llegar adonde quiera que fuesen. Solamente una de ellas había sido fichada por la policía o por los servicios sociales y fue simplemente por hurto y a la edad de doce años. No eran delincuentes y no bebían ni se drogaban hasta el punto de resultar significativo. Por favor, si vais a la página dos, veréis que he incluido las fotografías al mismo tamaño. ¿No os parece que tienen cierta similitud física? —Hizo una pausa para darles tiempo a examinarlo.

—Es inquietante —comentó Simon—. No puedo entender cómo no me había dado cuenta.

—No es solo el parecido físico —añadió Carol, que parecía bastante perpleja—. Todas ellas tienen algo similar. No sé… algo como… sexual.

—Se mueren por dejar de ser vírgenes —dijo Leon en alto—. Es eso. Es inconfundible.

—Sea lo que sea —les interrumpió Shaz—, todas lo tienen. Los casos están repartidos por toda la geografía, el marco temporal es de seis años y los intervalos entre los casos son irregulares. No obstante, podríamos intercambiar unas adolescentes por otras y apenas notaríamos diferencias en el caso. Todo eso es una prueba sólida, pero Tony nos ha enseñado que también debemos buscar conexiones externas, factores fuera del control o la influencia de las víctimas, que también se repiten… y que tienen que ver con el asesino, no con la víctima.

»Me pregunté dónde podía encontrar dicha conexión externa en este caso. —Cogió otro montón de fotocopias y también las repartió—. Periódicos locales. He estudiado todos los periódicos locales que datan entre dos semanas antes y dos semanas después de la desaparición de la víctima y hoy, de madrugada, he encontrado lo que buscaba… Lo tenéis ante vosotros. Justo antes de que todas estas chicas desaparecieran, una misma personalidad pública visitó su localidad. Hay que recordar que todas las desaparecidas se marcharon de casa con la muda que más impresionaría a un hombre… —El murmullo de la incredulidad empezó a elevarse a su alrededor en cuanto se dieron cuenta de la barbaridad que Shaz estaba proponiendo—. Efectivamente, yo tampoco podía creerlo. Es decir, ¿quién va a pensar que la estrella de televisión, el héroe deportivo preferido del país, es un asesino en serie? Es más, ¿quién va a autorizar que se investigue a Jacko Vance?