«Nada que merezca la pena se consigue fácilmente», es lo que se repitió a intervalos regulares de tiempo durante dos días de tormento, aunque sabía que aquella lección nunca se le iba a olvidar. Su infancia había estado marcada por una disciplina opresiva. Todo atisbo de rebelión o de frivolidad era acallado por la fuerza. Por ello, había aprendido a ocultar lo que realmente sucedía, a poner una expresión anodina y adecuada ante cualquier adversidad que se le presentara. Cualquier otro hombre habría dejado asomar en su cara el deleite que sentía en su interior cada vez que pensaba en Donna Doyle; pero él, no. Él estaba muy acostumbrado a disimular. Nadie se daba cuenta, jamás, de que su mente divagaba por territorios completamente diferentes que nada tenían que ver con lo que le rodeaba. Nada. Era una cualidad que, en el pasado, le había ahorrado mucho dolor y que, ahora, lo mantenía a salvo.

En su cabeza estaba con ella, preguntándose si habría mantenido su promesa, imaginando que la excitación bullía en sus venas. La consideraba un ser que había cambiado, un ser que portaba el arma secreta del conocimiento, que estaba convencida de que no necesitaba a los astrólogos del periódico porque sabía muy bien lo que le deparaba el futuro.

Evidentemente, la de la chica no podía ser la misma visión que la suya; lo sabía. Habría sido difícil imaginar dos fantasías más dispares; tanto, que era imposible que tuvieran ni un punto en común. Exceptuando el orgasmo.

Imaginar cómo ella imaginaba un futuro falso le producía mucho placer, que cohabitaba y se alternaba con el miedo genuino a que la chica no mantuviera su palabra; que, mientras él jugaba a los videojuegos con niños aquejados de cáncer en el hospital, Donna estuviera en una esquina del lavabo del colegio explicándole aquel secreto a su mejor amiga. Ese era el riesgo que corría cada vez. Aunque siempre había predicho a la perfección lo que iba a salir en los dados. Nunca nadie había venido a por él —por motivos que tuvieran que ver con una investigación, vamos—. Hubo una vez en la que los consternados padres de una de las adolescentes desaparecidas le pidieron que mencionase el caso en su programa porque, estuviera donde estuviese su hija, estaban seguros de que nunca se perdería Las visitas de Vance. Qué ironía… tanta que, durante meses, se le había puesto dura solo de pensar en ello. Pero, claro, tampoco iba a decirles que la única manera de volver a hablar con su hija era a través de un médium, ¿no?

Durante dos noches seguidas, se fue a dormir temprano y se despertó al amanecer, sudoroso y enredado entre las sábanas, con el pulso a cien y los ojos abiertos de par en par. Fuera cual fuese el sueño que le provocaba aquella reacción, impedía que siguiera durmiendo y lo obligaba a merodear, confinado, por la habitación del hotel; exultante ahora y mortificándose instantes después.

Pero nada dura eternamente. El jueves por la tarde llegó a su retiro de Northumberland. Aunque en apenas quince minutos se podía llegar al centro de la ciudad, estaba tan aislado como una de esas fincas pequeñas de las Highlands. Antiguamente, el lugar había sido una iglesia metodista en la que cabrían poco más de veinticinco personas. Cuando la compró, solo quedaban cuatro paredes inestables y un techo desvencijado. Unos albañiles locales que se alegraban de que les pagasen a tocateja la habían restaurado de acuerdo a unas especificaciones muy concretas y nunca habían preguntado por qué tenían que hacer cierta cosa de una manera determinada.

Estaba disfrutando de los preparativos para su visitante. Las sábanas estaban limpias; y la ropa, dispuesta. El teléfono estaba desconectado; el contestador, sin volumen; y el fax, metido en un armario. Puede que la fibra óptica siguiera haciéndole llegar llamadas durante toda la noche, pero él no las oiría hasta por la mañana. La mesa estaba cubierta con un mantel tan blanco que parecía que brillase en la oscuridad. Encima, el cristal, la plata y la porcelana estaban dispuestos de la manera tradicional. En un jarrón de cristal grabado había unos capullos de rosa, rojos, y las velas destacaban a la perfección sobre la plata georgiana. Donna se quedaría embelesada. Ahora bien, seguro que no se daba cuenta de que iba a ser la última vez que usase cubiertos.

Miró en derredor para comprobar que todo estaba como debía. Tanto las cadenas como las tiras de cuero estaban fuera de la vista y la mordaza de seda estaba guardada. El banco de carpintería, lleno de herramientas, resultaba inocente… excepto por el torno que había montado en él de forma permanente. Aquel banco lo había diseñado él mismo. Su particularidad estribaba en que todas las herramientas estaban sujetas a un ala abatible que describía un codo de noventa grados con la superficie de trabajo.

Consultó su reloj de pulsera una última vez. Era hora de conducir el Land Rover por la senda llena de surcos hasta la solitaria carretera secundaria que lo llevaría al aislado apeadero de Five Walls. Encendió las velas y sonrió, complacido, seguro de que la chica habría mantenido el acuerdo y no habría dicho nada.

¿Por qué no entras en mi salita?, le dijo la araña a la mosca.