Carol limpió los restos de pollo estilo jalfrezi con el último pedazo de nan y saboreó el último bocado.

—Estaba para morirse —comentó de modo reverente.

—Hay más —dijo Maggie Brandon mientras empujaba la cacerola hacia ella.

—No, no… no me cabe más —gruñó.

—¿Quieres llevarte un poco? —insistió Maggie—. Seguro que trabajas hasta horas intempestivas y que lo que menos te apetece cuando llegas a casa es ponerte a cocinar. Cuando a John lo ascendieron a inspector jefe, se me pasó por la cabeza pedirle al comisario que permitiera que los niños y yo nos instaláramos en una celda de la comisaría… ¡porque esa iba a ser la única manera de ver a mi marido!

John Brandon, comisario jefe de la nueva fuerza de Yorkshire Este, movió la cabeza a ambos lados y comentó cariñosamente:

—Mi esposa miente fatal. Lo dice para que sientas remordimientos por trabajar tan duro. Y es que, como sigas así, no voy a tener que preocuparme siquiera por tu departamento.

—¡Esa sí que es buena! —bufó la esposa—. ¿Por qué crees que está tan delgado, Carol?

La inspectora jefe le echó una mirada reprobatoria a Brandon. La de la mujer era una buena pregunta. Si había un hombre en el mundo con la cara chupada como un cadáver, ese era su jefe. Su rostro era largo y estrecho; tenía las mejillas hundidas y arrugadas; la nariz, aguileña, estaba coronada por unas arrugas marcadas entre las cejas; y el pelo lo tenía de un gris metálico y tan liso que parecía las líneas de cuadrícula de un mapa. Era alto y delgado, pero empezaba a encorvarse. Solo le faltaba la guadaña para parecer la Muerte. Dudó unos instantes. Puede que esa noche fuera «John», pero el lunes por la mañana volvería a ser «el comisario jefe Brandon», así que decidió no llevar demasiado lejos la relación informal que mantenía con su jefe.

—Y yo que pensaba que eso se debía al matrimonio… —comentó inocentemente.

—Diplomática y rápida, ¿eh? —soltó Maggie antes de prorrumpir en una carcajada. Al rato, se levantó y le dio unas palmaditas en el hombro a su marido—. Has hecho bien llevándote a Carol de Bradfield, de aquel antro de perdición, y trayéndola a este lugar alejado de la mano de Dios, cariño.

—Por cierto, ¿qué tal se están adaptando?

—Bueno… pues como ves, es la casa de un policía —respondió la mujer mientras señalaba con un movimiento de la mano la brillante pintura blanca que cubría las paredes y que tan depresiva resultaba frente al papel de pared jaspeado que Carol recordaba haber visto en el comedor de la casa de Bradfield—. Pero qué le vamos a hacer. Hemos alquilado la casa de Bradfield, ¿sabes? A John solo le quedan cinco años para cumplir los treinta en el cuerpo y queremos volver allí porque es donde tenemos las raíces, los amigos. Además, para entonces, los chicos habrán acabado el colegio, así que no tendremos que desarraigarlos de nuevo.

—Lo que Maggie no dice es que se siente como una misionera victoriana entre hotentotes.

—¡Vaya hombre! Admitirás que el este de Yorkshire es un poco diferente de Bradfield. Mucho paisaje rural, pero no hay ni un solo teatro decente a menos de media hora en coche. Solamente hay una librería que se preocupe por tener en sus estanterías otra cosa que no sean bestsellers. ¡Y no hablemos ya de ópera! ¡De eso es mejor olvidarse! —se quejó Maggie al tiempo que se ponía de pie y recogía los platos.

—¿No se siente más tranquila aquí, sabiendo que los chicos crecen sin la influencia de las zonas marginales? ¿Lejos de los traficantes de drogas?

—Aquí están aislados, Carol —respondió mientras negaba con la cabeza—. En Bradfield tienen amigos de todo tipo: indios, chinos, afrocaribeños… Incluso tratan con un vietnamita. Pero aquí solo hay de los nuestros y lo único que puede hacer un chaval para entretenerse es estar en la calle. Sinceramente, prefería jugármela a que su sentido común los mantuviera alejados de los problemas de la ciudad a cambio de todas las oportunidades que tenían en Bradfield. Esto de la vida en el campo está sobrevalorado. —Se marchó a la cocina.

—Disculpe, no pensaba que era un asunto tan delicado.

—Ya conoces a Maggie —se encogió de hombros—, y sabes cuánto le gusta desahogarse. Dale unos meses e irá de arriba abajo por el pueblo, más feliz que un perro con dos colas. Además, a los chicos les gusta. ¿Y tú? ¿Qué tal la casita?

—Me encanta. La pareja a la que se la he comprado hizo un trabajo de restauración maravilloso.

—Qué raro que decidieran venderla, ¿no?

—Se han divorciado.

—Ah.

—Creo que a ambos les duele más perder la casa que separarse. Tienen que venir ustedes un día a cenar.

—Eso si encuentras tiempo para ir al supermercado… —soltó Maggie con mala cara cuando volvió con una gran cafetera.

—Bueno, en el peor de los casos, puedo enviar a Nelson a cazar para que nos traiga un conejo.

—¿Está disfrutando de las «oportunidades de matar» que ofrece la vida en el campo? —preguntó Maggie con un tono de voz seco.

—A él le parece que ha muerto y que está en el cielo de los felinos. Puede que usted eche de menos la ciudad, pero él se ha acostumbrado al campo de la noche a la mañana.

La mujer les sirvió café y añadió:

—Bueno, pareja, con vuestro permiso, os dejo solos. Sé que estáis deseando poneros a hablar de trabajo y, además, le he prometido a Karen que la recogería en Seaford a la salida del cine. He preparado suficiente café como para que os mantengáis despiertos hasta el amanecer; y si sentís un poco de hambre, hay tarta de queso casera en la nevera. Ahora bien, Andy vuelve a eso de las diez, así que os recomiendo que la probéis antes… ¡ese chico debe de tener la solitaria! ¡Eso, o su estómago es un pozo sin fondo! —se inclinó rápidamente sobre su marido y le dio un beso afectuoso en la mejilla—. Disfrutad.

Incapaz de dejar de lado la sensación de que había caído en la trampa de dos verdaderos profesionales, Carol le dio un sorbo al café y se mantuvo a la espera. Cuando su jefe hizo la pregunta, no la pilló por sorpresa.

—Cuéntame, ¿cómo te estás adaptando? —El tono era despreocupado, pero la miraba atentamente.

—Como era de esperar, se comportan con cautela. Y no solo porque sea mujer, ser que, en la escala evolutiva del este de Yorkshire, se encuentra entre el hurón y el galgo; sino porque consideran que me voy a chivar al nuevo comisario de todo lo que digan. Es como si pensasen que me han traído de la ciudad para mantenerlos a raya —añadió con ironía.

—Imaginaba que tendrías que enfrentarte a algo así, pero cuando aceptaste el trabajo, supuse que lo habrías tenido en cuenta.

—No es que no lo esperase —dijo, encogiéndose de hombros—, aunque he de admitir que creía que serían más duros conmigo. Puede que no lo sean porque todavía son capaces de controlarse… pero creo que el Departamento Central de Homicidios de Seaford no tiene una mala plantilla. Puede que los detectives se hayan vuelto un poco vagos, incluso descuidados, debido a que antes de la reorganización estaban destacados en zonas de mala muerte y nadie les prestaba mucha atención. Sospecho que hay uno o dos que gastan más de lo que cobran… pero no creo que la corrupción sea sistémica ni que esté muy arraigada.

Brandon asintió satisfecho. Para él, confiar en el buen juicio de Carol había sido muy sencillo desde un principio y cuando le ofrecieron el nuevo puesto, su instinto le dijo que se la llevara de Bradfield. Con ella marcando el ritmo en Seaford, era cuestión de tiempo que los demás departamentos se pusieran las pilas y adoptaran el ritmo de trabajo necesario en Homicidios. Tiempo y un poco de mano dura, cosa, esta última, que Brandon sabía muy bien cómo aplicar.

—¿Hay algo que te llame la atención en los informes?

Carol apuró el café, se sirvió otro y le ofreció la cafetera a su jefe, que la rechazó sacudiendo levemente la cabeza. La mujer frunció el ceño, pensativa, esforzándose por ordenar el arsenal de información.

—Algo hay. ¿Esta es una charla informal?

Brandon asintió.

—Bueno, pues leyendo los informes del turno de noche, he descubierto que han tenido lugar un buen número de incendios dudosos o inexplicados. Todos ellos suceden por la noche en lugares desocupados como colegios, fábricas, cafeterías y almacenes. Ninguno de ellos es muy importante de por sí pero, si los sumamos todos, los daños son muy importantes. He organizado un grupo y le he pedido que vuelva a interrogar a las víctimas para ver si encontramos alguna conexión, ya sea financiera o con ánimo de cobrar los seguros. Pero, por el momento, nada. He ido a hablar con el jefe de bomberos y me ha dicho que desde hace cosa de cuatro meses se han producido una serie de incendios «sospechosos». Ninguno de ellos puede considerarse provocado pero dice que, circunstancialmente, hay entre unos seis y doce incendios mensuales que parecen provocados.

—¿Un pirómano en serie? —preguntó suavemente.

—No se me ocurre otra explicación.

—¿Y qué es lo que vas a hacer?

—Voy a atraparlo —respondió con una sonrisa.

—Claro, ¿qué, si no? —replicó, devolviéndole la sonrisa—. ¿Se te ha ocurrido cómo?

—Quiero seguir trabajando con el equipo que he creado y quiero trazar un perfil.

—¿Traer a alguien? —Frunció el ceño.

—No —dijo abruptamente—, no hay pruebas reales que justifiquen el gasto; pero creo que yo misma puedo hacer un buen trabajo.

—No eres psicóloga. —Le dirigió una impasible mirada.

—No, pero el año pasado, trabajando con Tony Hill, aprendí mucho. Además, desde entonces, he leído todo lo que he podido sobre cómo trazar perfiles.

—Deberías haberte presentado a la Unidad Nacional de Criminología —comentó Brandon sin dejar de mirarla fijamente.

La mujer sintió una quemazón en la piel y se ruborizó. Esperaba que su jefe lo achacase al vino y al café.

—Me parece que no buscaban oficiales de mi rango. Aparte del comandante Bishop, nadie pasa de sargento. Además, prefiero trabajar en un sitio pequeño, conocer a la gente… el lugar…

—En cuestión de semanas estarán capacitados para aceptar los primeros casos —prosiguió Brandon implacablemente—. Quizá les venga bien algo como esto para ir comenzando.

—Quizá, pero es mi caso… y no pienso soltarlo.

—De acuerdo. —A Brandon le sorprendió que Carol hubiera desarrollado tan rápidamente aquella territorialidad respecto a su trabajo en la policía del este de Yorkshire—. Pero mantenme informado.

—Por supuesto —respondió aliviada. Se dijo para sí que el alivio se debía a que, así, cuando resolvieran el caso, la gloria se la llevarían su equipo y ella. Pero en lo más profundo de su ser sabía que se estaba mintiendo a sí misma.

Dormir en lo que el agente inmobiliario había denominado «habitación de invitados» cuando le había enseñado el apartamento a Shaz habría sido una delicia para cualquiera pero, especialmente, para aquellos a los que les gustaba leer unas páginas antes de apagar la luz. Mientras que en la librería del salón había una mezcla de todo tipo de ficción moderna del montón, en las baldas del dormitorio, que Shaz consideraba su estudio, únicamente había libros que daban verdadero miedo, la mayoría de los cuales estaban «disfrazados» de manuales. Había unas cuantas novelas de forenses de la psicopatía y anatomistas de la agonía como Barbara Vine y Thomas Harris, pero la mayor parte de los libros que componían la biblioteca de la mujer eran más extraños y brutales de lo que la propia ficción podría llegar a ser. Si hubiera existido un curso profesional para asesinos en serie, se encontraría entre los libros de su colección.

En las baldas más bajas estaban los libros que la avergonzaban ligeramente por tratarse de literatura basura: las biografías de destacados asesinos en serie con apodos truculentos, los sensacionalistas relatos de las actuaciones que habían acabado con la vida de cientos de personas.

Justo encima estaban las versiones más respetables de esas mismas biografías y actuaciones. Se trataba de portentosas interpretaciones que revelaban cosas que te dejaban pensativo y que daban puntos de vista sociológicos, psicológicos y, a veces, ilógicos.

A continuación, a la altura de los ojos para todo el que se sentase a la mesa sobre la que Shaz tenía los blocs de notas y el portátil, se encontraban las historias bélicas de los veteranos que habían combatido contra los asesinos en serie. El análisis de este tipo de criminales había comenzado hacía cosa de veinte años y, por tanto, los pioneros ya habían empezado a jubilarse; eso comportaba que muchos decidieran sumarle un extra a su pensión de policía con relatos muy gráficos de su contribución a una de las últimas ciencias blandas que habían surgido. En ellos hablaban de sus notables éxitos y corrían un tupido velo en lo tocante a los fallos. Hasta el momento, todos ellos eran hombres.

Por encima de esas autobiografías se encontraba el material serio: libros con títulos como La psicopatología del homicidio sexual, Análisis del escenario del crimen y Violaciones en serie: un estudio clínico.

Y el último estante, el que quedaba más arriba, era el único que evidenciaba que Shaz aspiraba a convertirse en una cazadora; que no era, simplemente, una aficionada al tema. En él había una selección de textos legales, incluidas un par de guías sobre leyes probatorias criminales y policiacas.

El conjunto conformaba una colección muy completa. Y no es que la hubiera amasado en los dos meses escasos que llevaba en la Unidad de Criminología, sino que había pasado años haciéndolo, tantos como los que llevaba preparándose para el día en que ella misma escribiese acerca de su propio asesino en serie, y estaba segura de que ese día llegaría. Si la familiarización con el medio sirviese para arrestar criminales, Shaz tendría el mejor registro de detenciones del país.

Que hubiera rechazado ir a tomar unas copas después de la cena a pesar de la insistencia de sus tres compañeros no se debía únicamente a que no le gustara especialmente salir por la noche. En aquel momento, esa habitación le resultaba más atrayente que cualquier cosa que le pudiera ofrecer un pinchadiscos o un camarero. Lo cierto es que llevaba toda la noche agitada porque deseaba ponerse delante del ordenador y acabar de introducir en las bases de datos las comparaciones que había empezado a hacer por la tarde. Hacía tres días que Tony les había puesto aquellos deberes y Shaz había ocupado cada minuto de su tiempo libre en estudiar los informes —básicos— de aquellos treinta casos. Por fin tenía la oportunidad de poner en práctica todas las teorías y trucos sobre la materia que había aprendido con tanta lectura. Había leído los informes de cabo a rabo no una, sino tres veces; y no había tocado el ordenador hasta que estuvo segura de que los diferenciaba todos bien y de memoria.

En el momento en que se la copió a uno de sus compañeros de clase, la base de datos que utilizaba no era precisamente la más avanzada que había y, en el momento actual, podría considerarse una pieza digna de un museo informático. Sin embargo, a pesar de no tener los últimos adelantos, era más que suficiente para llevar a cabo el trabajo que necesitaba: mostraba el material claramente; le permitía crear sus propias categorías y criterios para ordenar la información; y, además, su forma de proceder se asemejaba a su propio instinto y lógica, por lo que le resultaba sencillo utilizarla. Había estado introduciendo datos desde primera hora de la mañana y estaba tan concentrada que ni siquiera había cocinado nada, sino que había cogido un plátano y un paquete de galletas integrales y había comido frente a la pantalla, tras lo que había tenido que poner su portátil bocabajo para limpiar el teclado de migas.

Ahora, de nuevo ante la pantalla, tras cambiarse de ropa y quitarse el maquillaje, se sentía contenta. El puntero del ratón parpadeaba mientras sus dedos tecleaban y abrían menús que le interesaban muchísimo más que nada de lo que hubiera en la carta de un restaurante. Ordenó a los supuestos fugitivos según su edad e imprimió los resultados. Siguió los mismos pasos en cuanto a las zonas geográficas, las características físicas, que hubieran sido detenidos o no por la policía, las variantes familiares, las experiencias con el alcohol y las drogas, sus contactos sexuales conocidos y sus intereses. Los detectives encargados de los casos, no obstante, no habían prestado gran atención a las aficiones de los adolescentes.

Shaz estudió minuciosamente los copias impresas, las leyó de una en una y las distribuyó por la mesa para compararlas mejor. Mientras miraba las listas, notó la quemazón de la emoción en lo más profundo del estómago. Volvió a escrutarlas y a compararlas con las fotografías de los archivos para asegurarse de que no se estaba imaginando nada.

—¡Oh, qué cosa más bonita! —exclamó en voz baja antes de exhalar un suspiro largo.

Cerró los ojos y tomó aire profundamente. Cuando los abrió y volvió a mirar, seguía allí: un grupo de siete chicas. Primero, las similitudes positivas: todas ellas tenían los ojos azules, eran morenas y llevaban media melena; tenían entre catorce y quince años y medían entre 1,58 y 1,64 metros; y todas vivían en casa de sus padres (con uno o con ambos). En cada caso, los familiares y amigos habían declarado que les sorprendía su desaparición y estaban convencidos de que no tenían ninguna razón para escapar. Las chicas apenas se habían llevado nada consigo, excepto una muda, cosa que coincidía en cada caso y que era la razón principal por la que la policía no las había considerado víctimas de secuestro o asesinato. Esa teoría quedaba reforzada por los horarios de la desaparición: todas las chicas habían salido a la hora habitual para ir al colegio pero no habían vuelto jamás. También habían mentido todas a la hora de explicar dónde iban a pasar la tarde, y aunque el ordenador no podía cuantificar ni procesar las excusas, eran muy similares entre sí. Todas las chicas tenían una apariencia atractiva y parecían coquetas. Por su manera de mirar a cámara, era evidente que habían dejado atrás la inocencia de la niñez. Eran sensuales, fueran o no conscientes de ello.

Y, después, las similitudes negativas: ninguna de ellas había estado en un correccional y ninguna había tenido jamás problemas con la policía. Los amigos admitían que solían beber los fines de semana o que alguna que otra vez habían fumado un porro o tomado alguna que otra anfeta. No obstante, ninguna de ellas tomaba drogas habitualmente. En ninguno de los siete casos había nada que diera a entender que podrían haber sido captadas para la prostitución o que fueran víctimas de abusos sexuales.

No obstante, la cohesión del grupo también tenía algunos problemas. Tres de ellas tenían novio; mientras que las otras cuatro, no. Las localidades geográficas no tenían conexión entre sí: Sunderland era la que quedaba más al norte; y Exmouth, el punto más al sur. Entre medio estaban Swindon, Grantham, Tamworth, Wigan y Halifax. Además, las desapariciones habían tenido lugar en un periodo de seis años y los intervalos entre ellas no eran constantes ni parecía que disminuyeran con el tiempo, algo que, como bien sabía Shaz, sería de esperar en el caso de que se tratase de las víctimas de un asesino en serie. Aunque, por otro lado, podía haber más chicas desaparecidas y que ellos lo desconocieran.

El domingo por la mañana, Shaz se despertó temprano, pero intentó volver a dormir. Cuando se fue a la cama, a eso de la medianoche, sabía que solo podía hacer una cosa para seguir avanzando en la búsqueda de conexiones entre su teórico grupo de siete chicas, pero era algo que no podía hacer a esas horas y se había prometido que hasta el mediodía no haría la llamada necesaria para poner en marcha dicha tarea. Sin embargo, un rato después, a las siete menos cuarto, completamente despierta e incapaz de desconectar, se dio cuenta de que no iba a aguantar hasta el mediodía. Se quitó de encima la colcha y se levantó de la cama de un salto. Estaba enfadada consigo misma por ser incapaz de seguir progresando si no era con la ayuda de otra persona. Media hora después, estaba acelerando por la entrada a la A1.

Mientras se duchaba, se vestía y tomaba el café de un trago con la radio como única compañía, había conseguido dejar de pensar en el tema. Sin embargo, ahora que la calzada de tres carriles se extendía ante ella oscura y vacía, no tenía ninguna distracción tras la que esconderse. La voz del locutor no era suficiente. Ni siquiera los consejos de Tony Hill podrían haberla retenido. Impaciente, Shaz puso un casete de arias operísticas en el estéreo y dejó de fingir que estaba concentrada. Durante las siguientes dos horas y media, no hizo otra cosa que visualizar recuerdos por su mente, como si estuviera viendo películas antiguas en un domingo lluvioso.

Eran casi las diez cuando empezó a bajar por la rampa del aparcamiento subterráneo del Complejo Barbican. Se alegraba de que el guarda se acordase de ella tan bien, aunque no esperaba menos. Ahora bien, el hombre estaba sorprendido de ver su cara sonriente junto a la puerta de su oficina.

—Hola, desconocida —dijo animado—. Hace tiempo que no te veía por aquí.

—Me he mudado a Leeds —contestó, aunque evitó decir lo reciente que había sido dicha mudanza. Hacía más de dieciocho meses desde la última vez que había estado allí, pero el porqué no le importaba a nadie.

—Chris no me ha avisado de que te esperara —dijo el guarda mientras se levantaba de la silla y avanzaba hacia ella. Shaz se echó para atrás y empezó a bajar las escaleras. El hombre la seguía.

—Ha sido una decisión de última hora —respondió con una evasiva al tiempo que abría la puerta del coche.

—¿Vas a quedarte a pasar la noche? —El guarda parecía satisfecho con la respuesta que había recibido y escaneaba el aparcamiento en busca de la plaza adecuada.

—No, no tengo intención de quedarme mucho tiempo —respondió Shaz con decisión mientras arrancaba el motor y seguía al guarda por las filas de coches hasta el lugar que le indicó.

—Yo te abro la puerta —le dijo el hombre después de que la mujer aparcara y saliera del coche—. Bueno, ¿qué tal por el frío norte?

—Juegan mejor a fútbol —le sonrió.

El hombre le abrió la enorme puerta de cristal y metal del bloque y la dejó pasar. «Menos mal que no soy una terrorista», pensó mientras esperaba el ascensor.

Una vez en el tercer piso, se detuvo tras recorrer la mitad del pasillo enmoquetado, tomó aire y tocó el timbre. Durante el silencio que siguió, respiró por la nariz suave y rítmicamente con la intención de aplacar los nervios, que estaban convirtiendo su estómago en un jacuzzi. Justo cuando iba a darse por vencida, oyó el susurro apagado de unas pisadas y, al poco rato, la pesada puerta se abrió unos centímetros. En la brecha aparecieron un pelo castaño y enmarañado, unos ojos marrones llenos de legañas, con ojeras y unas ligeras patas de gallo, una nariz respingona, y unos dedos con la manicura muy bien hecha.

Por una vez, la sonrisa de Shaz fue amplia y cálida, tanto que derritió a Chris Devine, aunque no por primera vez. La mujer bajó la mano, pero seguía teniendo la boca abierta. Primero sintió sorpresa, luego alegría, y finalmente consternación.

—¿Me invitas a una taza de café?

Chris dio unos pasos hacia atrás y abrió la puerta del todo.

—Claro, entra.