Siempre llegaba quince minutos antes del tiempo convenido porque sabía que ella llegaría pronto. Daba igual qué chica hubiera elegido, aparecería antes de la hora porque estaba convencida de que iba a verse con Rumpelstiltskin, el hombre capaz de hilar oro de veinticuatro quilates a partir de la paja seca.

Donna Doyle —que ya no era «la próxima», sino «la actual»— era como todas las demás. En cuanto su silueta apareció recortada contra la tenue luz del aparcamiento, la tonada burda e infantil empezó a sonar en la cabeza de Jacko: «Jack y Jill subieron la colina para coger un cubito de agua…».

Sacudió la cabeza para dejar de oírla, como un buceador que sube a la superficie desde un arrecife de coral. Observó cómo se acercaba, cómo se movía cautelosamente entre coches caros, cómo miraba de un lado a otro frunciendo el ceño de tal modo que se le marcaba una arruga en la frente, como si fuera incapaz de entender por qué sus antenas no la llevaban hasta él directamente. Era evidente que había hecho todo lo posible por tener buen aspecto: había doblado la falda del colegio a la altura de la cintura para que se vieran más sus piernas torneadas; se había desabrochado un botón de más de la blusa —cosa que ni sus padres ni los profesores habrían permitido en público—; y llevaba la chaqueta al hombro para esconder, parcialmente, la mochila donde llevaba el material escolar. El maquillaje era aún más marcado que la noche anterior, tan excesivo que la catapultaba directamente a la madurez; y el vaivén de su melenita, negra y brillante, atrapaba el resplandor apagado de las luces del aparcamiento.

Cuando la muchacha estuvo suficientemente cerca, abrió la puerta del copiloto. La repentina luz que salió del interior del coche asustó a la chica, que se quedó parada, pero reconoció inmediatamente el perfil del hombre, un perfil increíblemente atractivo, recortado en negro sobre el rectángulo brillante.

—Ven, sube, que te voy a explicar de qué va esto —dijo animadamente a través de la ventanilla, que había bajado con anterioridad.

Donna dudó unos instantes, pero estaba tan familiarizada con la franqueza del rostro público de Jacko que no se detuvo a reflexionar como es debido. Se sentó junto a él y el hombre se aseguró de que la chica se diera cuenta de que no estaba mirándole los muslos, que habían quedado aún más expuestos por el movimiento. A esas alturas, la castidad era su mejor baza.

—¡Cuando me he despertado, no sabía si todo esto había sido un sueño! —comentó con un gesto coqueto pero inocente de sus labios.

La sonrisa que esbozó él a modo de respuesta era indulgente.

—Me pasa todas las mañanas —soltó para afianzar los cimientos de su falsa compenetración—. Me preguntaba si lo habrías reconsiderado. Podrías hacer muchas cosas en la vida que sirvieran para mejorar la sociedad… y salir en la tele no es una de ellas. Te lo aseguro.

—Pues tú sales en la tele —replicó seria—. Y todas esas obras sociales… La fama es lo que permite que las estrellas de televisión recaudéis tantísimo dinero. La gente paga por veros; de no ser por vuestra fama, no pondría ni una libra. Y yo quiero que me pase eso, quiero ser como vosotros.

El sueño imposible. O, mejor dicho, la pesadilla. Nunca podría ser como él, aunque la chica no sabía aún el verdadero porqué. La gente como él era tan poco común que podía servir como argumento para explicar la existencia de Dios. Sonrió benevolentemente, como el Papa desde la balconada del Vaticano, y aquel gesto tocó las teclas adecuadas.

—Bueno, quizá pueda ayudarte a empezar —dijo, y Donna le creyó.

La tenía allí, sola, en el coche, en un aparcamiento subterráneo, ardiendo en deseos de cooperar. La situación era inmejorable para llevársela a su guarida, ¿no? Pues no. Hace mucho tiempo que se había dado cuenta de que solamente un imbécil haría algo así. Y él no era imbécil. Para empezar, el aparcamiento no estaba completamente vacío. En aquel mismo instante, abandonaban el hotel varios hombres y mujeres de negocios con trajes metidos en fundas que desdoblaban en el interior de su berlina de gama alta. Y esa gente se daba cuenta de muchas más cosas de las que podría pensarse. Por otro lado, ya era completamente de día y estaban en el centro de la ciudad: un lugar sembrado de semáforos en los que la gente no tiene nada mejor que hacer que hurgarse la nariz y mirar boquiabierta a los ocupantes de los coches contiguos. Primero verían el coche: un mercedes plateado lo suficientemente «guapo» como para que la gente lo mirase con admiración —o con envidia, claro—. Después, les llamaría la atención la frase escrita en el capó: «Las visitas de Vance. Coche proporcionado por Morrigan Mercedes, de Cheshire». Alertados por la proximidad de algún famoso, mirarían a través de los cristales tintados para ver quiénes eran el conductor y su copiloto. Y tardarían en olvidarse de esto, especialmente si veían a una atractiva quinceañera en el asiento de al lado. En cuanto su foto apareciera en los periódicos, se acordarían de ella.

Y lo peor de todo era que le esperaba un día muy ajetreado. Hoy no tenía tiempo para llevarla al lugar adecuado donde hacerle lo que tenía que hacerle. Y no iba a llamar la atención faltando a sus citas y a las apariciones públicas que tan cuidadosamente había planificado producción para darle a Las visitas de Vance la mayor cobertura publicitaria posible a cambio del mínimo esfuerzo. Donna iba a tener que esperar. La ilusión lo haría aún más dulce para ambos. O, al menos, para él. En el caso de la chica, en cambio, la realidad no tardaría en convertir sus maravillosas expectativas en un chiste de mal gusto.

Así que avivó el apetito de la chica para aumentar aún más su control sobre ella.

—Anoche, cuando te vi, no podía creerlo. Es que serías estupenda como copresentadora. En un programa con dos caras visibles se necesita contraste, ¿sabes? La morena Donna con el rubio Jacko. La pequeña Donna con el enorme y bruto Jacko. —Sonrió; ella rio tímidamente—. Estamos ideando un programa concurso en el que los equipos estarán formados por padres e hijos… ¡que no saben que están participando hasta que aparecemos tú y yo! ¡Cómo en Así es tu vida! Esa es una de las razones por las que tenemos que estar completamente seguros de que la persona con la que trabajamos es digna de confianza. «Discreción» es la palabra clave.

—Sé mantener la boca cerrada —respondió seria—. De verdad. No le he contado a nadie que venía a verte. Cuando mi amiga me preguntó de qué habíamos estado hablando anoche, le dije que solamente había ido a pedirte consejo para empezar en la tele.

—¿Y te lo di?

La chica sonrió, taimada y seductora.

—Le dije que me habías dicho que terminase el instituto antes de tomar ninguna decisión acerca de mi futuro. No te conoce tanto como para saber que tú nunca me vendrías con esas chorradas aburridas, tan típicas de mi madre.

—¡Bien pensado! Te prometo que nunca voy a ser aburrido. La cuestión es que durante los dos próximos días voy a estar terriblemente ocupado, pero tengo libre el viernes por la mañana y podría preparar unas pruebas de cámara para ti. Tenemos un pequeño estudio de ensayo en el noreste y podríamos hacerlo allí.

Abrió la boca. Los ojos le brillaban a pesar de que el interior del coche estaba en penumbra.

—¿En serio? ¿Voy a salir en la tele?

—No te prometo nada, pero además de buena imagen, tienes una voz preciosa. —Se sentó de manera que pudiera mirarla directamente—. Lo único que tienes que demostrarme es que sabes mantener un secreto.

—Ya te he dicho que no le he contado nada a nadie —respondió consternada.

—Pero ¿puedes seguir callada? ¿Puedes permanecer en silencio hasta el jueves por la noche? —Buscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un billete de tren—. Mira, es un billete de tren para Five Walls, en Northumberland. El jueves, coge el tren de las 15.25 para Newcastle en la estación de Londres y, una vez allí, coge el de las 19.50 que va a Carlisle. Cuando salgas de la estación verás que hay un aparcamiento a la izquierda. Te estaré esperando allí, en un Land Rover. No puedo esperarte en el andén por la confidencialidad del proyecto, pero te prometo que estaré en el aparcamiento. Te buscaremos un lugar en el que pasar la noche y, después, a primera hora de la mañana, harás la prueba para ver cómo das en cámara.

—Pero mi madre se asustará muchísimo si paso la noche fuera, sin saber dónde estoy —protestó a regañadientes.

—Puedes llamarla en cuanto lleguemos al estudio —dijo para confortarla—. A ver, seamos francos: si se lo cuentas, es muy probable que no te deje hacer la prueba, ¿verdad? Me juego lo que sea a que piensa que trabajar en la tele es algo inadecuado, ¿a que sí?

Como casi siempre, había dado en el clavo. Donna sabía que su ambiciosa madre no querría que dejase de lado la perspectiva de ir a la universidad por convertirse en la presentadora tonta de un concurso. La mirada de preocupación desapareció del rostro de la muchacha y bajó la cabeza para mirarlo.

—No pienso decir nada —prometió solemnemente.

—Buena chica. Espero que así sea. Con que se te escapase una sola palabra todo el proyecto se podría venir abajo. Y eso cuesta dinero. A algunas personas, incluso les cuesta el puesto. Puede que le cuentes algo a tu mejor amiga y le pidas que mantenga el secreto, pero ella se lo contará a su hermana, su hermana a su novio y este se lo contará a su mejor amigo mientras juegan al billar. Y, de pronto, resulta que la cuñada de ese colega es periodista… o ejecutiva de una cadena rival. Y así, sin más, el programa se va al garete… y tu gran oportunidad con él. ¿Sabes?, al principio de tu carrera solo te van a dar una oportunidad. Si la cagas, nadie volverá a contratarte. Tienes que haber atesorado mucha fama para que los jefes olviden un fallo, por pequeño que sea. —Se inclinó hacia delante y le puso la mano en el brazo para invadir su espacio vital y hacer que sintiera la excitación sexual y el peligro.

—Lo entiendo —dijo con toda la intensidad de una adolescente de catorce años que pensaba que ya era adulta y que era incapaz de entender por qué los demás adultos no la admitían en su círculo. La promesa de que iba a abrirle una puerta a aquel mundo fue lo que hizo que se tragara algo tan ridículo como lo que le estaba ofreciendo.

—¿Puedo confiar en ti?

—No te voy a decepcionar —respondió mientras asentía—. Ni con esto ni con nada. —La insinuación sexual era inequívoca. Aquella avidez le hizo pensar que, seguramente, aún fuera virgen. Se le estaba ofreciendo, como un sacrificio vestal.

Se inclinó aún más hacia delante y, con los labios cuidadosamente cerrados, como si fuera un remilgado, la besó en la boca suave pero impacientemente. Ella abrió los suyos de inmediato. Jacko se echó hacia atrás y sonrió con rapidez para mitigar la evidente decepción de la chica. Siempre las dejaba con ganas de más. Era el truco más viejo del mundo; pero siempre funcionaba.