Tony Hill estaba tumbado en la cama, observando cómo una nube alargada surcaba el cielo azul, azul, como los huevos de pato. Si algo lo había llevado a quedarse con esa casa adosada era el dormitorio del ático, con sus extraños ángulos y el par de tragaluces que le permitían observar el cielo siempre que el sueño le era esquivo. Una casa nueva, una ciudad nueva, un comienzo nuevo… y, aun así, seguía resultándole difícil «perder la conciencia» ocho horas seguidas.

Aunque era normal que no hubiera dormido bien pues, a su entender, hoy era el primer día del resto de su vida. Esbozó una sonrisa sardónica que convirtió la zona que rodeaba sus profundos ojos azules en un nido de arrugas que ni siquiera su mejor amigo hubiera denominado «líneas de expresión». Mucho tendría que haber reído para que lo fueran. Y, si tenemos en cuenta que su profesión consistía en investigar asesinatos, era improbable que le fueran a salir por eso.

El trabajo siempre era la excusa perfecta, cómo no. Durante dos años había estado trabajando muy duro en un estudio de viabilidad para el Ministerio del Interior para determinar si era factible —o útil— crear un cuerpo especial nacional de criminólogos expertos que se dedicase a investigar la psicología de los asesinos; una unidad de élite capaz de hacerse cargo de casos complejos y de trabajar con los detectives para mejorar el índice y la rapidez de resolución de los casos. Para desarrollar aquella labor había tenido que sacarle chispas a las habilidades clínicas y diplomáticas que había desarrollado a lo largo de los años que trabajó como psicólogo en hospitales mentales de alta seguridad.

Y aunque aquel trabajo lo había mantenido alejado de los pacientes, también lo había expuesto a otros peligros; como, por ejemplo, el del aburrimiento. Se cansó tanto de estar sentado detrás de una mesa y de asistir a reuniones interminables que se dejó seducir por una oferta de trabajo que consistía en implicarse en un caso que resultaba especial a la legua. Ni en sus peores pesadillas habría imaginado lo «especial» que sería. Y destructivo.

Cerró los ojos con fuerza unos instantes. Los recuerdos siempre lo acechaban en los lindes de la conciencia, a la espera de que bajara la guardia para entrar a saco. Esa era otra de las razones por las que dormía mal. Sabía el daño que podían hacerle los sueños, lo que no era, precisamente, un incentivo para dejarse llevar y cederle el control a su subconsciente.

La nube desapareció de la vista como un pez que nada despacio, y Tony salió de la cama y bajó poco a poco a la cocina. Puso un poco de agua en la parte de abajo de la cafetera; llenó de café oscuro, tostado y fragante, recién sacado de la nevera, la parte intermedia; enroscó la parte superior —vacía— y puso el conjunto al fuego. Pensó en Carol Jordan (como hacía, aproximadamente, una de cada tres mañanas en las que preparaba café) porque había sido ella quien le regaló aquella pesada cafetera italiana de aluminio cuando volvió del hospital, una vez cerrado aquel caso tan «especial». «Como durante un tiempo no vas a poder salir a tomar café, con esto podrás hacerte un expreso decente en casa», le había dicho.

Hacía meses que no veía a Carol. Ni siquiera habían aprovechado para verse con la excusa de celebrar su ascenso a inspectora jefe, lo que demostraba cuánto se habían distanciado. Al principio, cuando salió del hospital, venía a visitarlo cada vez que el frenético ritmo de su trabajo se lo permitía; pero, poco a poco, se dieron cuenta de que cada vez que estaban juntos, el espectro de aquel caso aparecía entre ambos y ensombrecía, oscurecía, cualquier otra cosa que pudiera nacer entre ellos. Sabía que Carol estaba más capacitada que la mayoría para interpretar lo que veía en él… pero la cuestión era que no quería arriesgarse a abrirle su corazón y que lo rechazase en cuanto se diera cuenta de hasta qué punto estaba infectado por su trabajo.

Si eso sucedía, quizá no se recuperase; y, si no se recuperaba, no podría desempeñar su trabajo; y eso era demasiado importante como para no tenerlo en cuenta. Aquello a lo que se dedicaba servía para salvar vidas humanas. Y era muy bueno en lo suyo; probablemente, uno de los mejores que había habido jamás —porque era capaz de entender la cara oculta de las cosas—. Poner en peligro su capacidad de trabajo era una de las cosas más irresponsables que podía hacer; especialmente, ahora que el futuro de la recién creada Unidad Nacional de Criminología descansaba sobre sus hombros.

«Lo que alguna gente interpreta como sacrificios son, en realidad, dividendos», se decía para sí con firmeza mientras servía el café. No solo tenía la oportunidad de hacer algo que se le daba extraordinariamente bien, sino que, además, le pagaban por ello. Esbozó una sonrisa cansada. ¡Joder, qué afortunado era!

Shaz Bowman entendió de pronto por qué la gente era capaz de asesinar. La revelación no tenía nada que ver con que se hubiera mudado a otra ciudad ni con el trabajo que la había llevado hasta allí, sino con los fontaneros piratas que hicieron la instalación de agua cuando el dueño de aquella fábrica victoriana decidió convertirla en un edificio de apartamentos independientes. Los contratistas, en cambio, habían hecho un buen trabajo para preservar los rasgos originales y evitar que las particiones estropearan las proporciones de las espaciosas habitaciones. A primera vista, el apartamento de Shaz era perfecto, con aquellos ventanales franceses que daban a un jardín trasero que solo usaba ella.

Después de tirarse años viviendo en pisos para estudiantes cutres con moquetas pegajosas y bañeras asquerosas, seguidos de una casa para policías y un estudio con una renta desmesuradamente cara en la zona oeste de Londres, Shaz había empezado a preguntarse, desconsolada, si no iba a encontrar en la vida una casa de la que se sintiera orgullosa. Pero mudarse al norte le había dado la oportunidad de encontrar aquel lugar maravilloso. Ahora bien, el idilio acababa de romperse en pedazos justo aquella mañana, el día en que empezaba en su nuevo trabajo.

Aún medio dormida y con los ojos llenos de legañas, había dejado correr el agua de la ducha para que cogiese la temperatura adecuada, se había colocado bajo el potente chorro y había levantado las manos como si estuviera haciendo una extraña reverencia. Su gruñido de placer se había convertido abruptamente en un alarido cuando el agua pasó de la calidez del líquido amniótico a un hervor tal que parecía que la estuvieran pinchando con agujas hipodérmicas. Se había apresurado en salir de la ducha, torciéndose el tobillo al resbalarse en el suelo del baño, y maldiciendo con la gran fluidez que había adquirido a lo largo de los tres años que había pasado en la Policía Metropolitana.

Luego, muda, se quedó mirando la columna de vapor que salía de la esquina del cuarto de baño donde había estado hacía un rato. Casi al instante, el vapor se disipó. Con cuidado, extendió el brazo y puso la mano debajo del chorro. La temperatura volvía a estar normal. Poco a poco, indecisa, volvió a meterse bajo el agua. Volvió a respirar —había contenido la respiración de forma inconsciente— y buscó el champú. Nada más describir un halo de espuma en su cabeza, sintió como si sobre sus hombros desnudos llovieran estalactitas de hielo. Esta vez, inspiró tan fuertemente que parte del champú le entró en la boca y a los típicos ruidos de la mañana se les unieron las arcadas.

No había que ser una lumbrera para saber que esa terrible experiencia se debía a que las cañerías de su ducha estaban conectadas con las de algún otro inquilino —al fin y al cabo, era detective—. Pero conocer el porqué no hacía que se sintiera mejor. Era el primer día de su nuevo trabajo y, en vez de sentirse relajada y bien tras una ducha larga y reparadora, estaba furiosa y frustrada, tenía los nervios de punta y los músculos de la nuca se le estaban empezando a agarrotar, lo que, sin duda, le produciría dolor de cabeza.

—Genial —gruñó mientras le afloraban lágrimas que se debían más a la emoción que al champú que le había entrado en los ojos.

Se acercó de nuevo a la ducha, cerró el grifo con un violento giro de muñeca y, con la boca apretada, empezó a prepararse un baño. La «tranquilidad» había dejado de ser una opción, pero seguía necesitando aclararse la cabeza para no llegar a la sala de la unidad con pinta de ser el ratoncillo que un gato irrespetuoso acababa de dejarles a los pies. Seguramente, ya estaría lo suficientemente nerviosa como para tener que preocuparse, además, por su aspecto.

Mientras se acuclillaba en la bañera y bajaba la cabeza hacia el agua, intentó recuperar el buen humor en el que la habían sumido hasta entonces las expectativas de lo que estaba por venir.

—Tienes suerte de estar aquí, chica —se dijo a sí misma—. Piensa en cuántos gilipollas han solicitado el puesto y tú ni siquiera has tenido que rellenar el formulario. Te han elegido. A dedo. Como a la élite. Todas esas misiones de mierda, todo eso de comerme los marrones con una sonrisa en los labios, ha merecido la pena. Ahora van a ser los listillos que se pasan el día en la cantina los que van a tener que comerse los marrones; no tú, la detective Shaz Bowman, de la Unidad Nacional de Criminología.

Y por si aquello no fuera suficiente, iba a trabajar con el reconocido maestro de esa mezcla arcana entre instinto y experiencia: el doctor Tony Hill (licenciado en Psicología por la Universidad de Londres y doctorado en la de Oxford), el psicólogo criminal de los psicólogos criminales, el autor del mejor «manual» sobre asesinos en serie. Si hubiera sido una mujer dada a tener ídolos, Tony Hill habría estado en su panteón personal de dioses. Con tal de absorber los conocimientos de aquel hombre como una esponja y de aprender cuál era su manera de trabajar, estaba dispuesta a hacer los sacrificios que fueran necesarios. No obstante, no había tenido que renunciar a nada. La oportunidad le había caído del cielo.

Para cuando empezó a secarse el pelo, corto y oscuro, pensar en que ante ella se presentaba la oportunidad de su vida había hecho que consiguiera dominar su enfado, pero no los nervios. Se obligó a concentrarse en el día que le esperaba. Dejó la toalla descuidadamente en una de las paredes de la bañera y se miró al espejo. Se olvidó del montón de pecas que recorrían sus pómulos, de su nariz pequeña y de sus labios —demasiado finos como para resultarle sensuales a nadie— y se centró en el rasgo en el que se fijaba todo el mundo cuando la conocía: sus ojos.

Sus ojos eran extraordinarios, de un color azul oscuro que destellaba y con unas vetas de un azul más claro, pero igual de intenso, que atrapaban la luz como si fueran las facetas de un zafiro. En los interrogatorios, eran irresistibles. Tenían algo especial. Aquella intensa mirada azul dejaba a las personas inmóviles, como si las hubieran pegado al suelo. De hecho, tenía la sensación de que aquella mirada hacía que su anterior jefe se sintiera tan incómodo que había estado encantado de quitársela de encima de otra manera que no fuera arrestándola, cosa que habría sido remarcable en un inspector jefe de Homicidios, independientemente de que el arrestado fuera un novato.

Aunque solamente había visto a su nuevo jefe en una ocasión, no creía que Tony Hill fuera a ser tan pusilánime. ¿Y quién sabe lo que llegaría a ver si conseguía superar sus frías y azuladas defensas? Sintió un escalofrío de ansiedad, dejó de mirar la despiadada imagen que le devolvía el espejo y se mordió el padrastro que tenía en el dedo gordo.

La inspectora jefe Carol Jordan sacó el original de la fotocopiadora, recogió la copia de la bandeja y cruzó la habitación sin paredes de la brigada hasta su oficina con una frase tan poco reveladora como un simple y cordial «Buenos días, muchachos» a los dos únicos detectives madrugadores que estaban ya en su puesto de trabajo. Supuso que estaban allí a esa hora únicamente para causarle buena impresión. ¡Pobrecitos!

Cerró la puerta de su despacho tras ella con firmeza y se sentó a la mesa. Metió el informe original en su correspondiente carpeta que, a continuación, dejó en la bandeja de salida. Guardó la fotocopia junto con otros cuatro informes similares en una carpeta que, cuando no estaba encima de su mesa, la llevaba consigo en su maletín. Para su gusto, cinco casos eran demasiados como para que no estuvieran conectados entre sí. Era hora de reaccionar. Consultó su reloj de pulsera. Pero todavía no.

Aparte de las bandejas, sobre la mesa solo había un extenso memorándum del Ministerio del Interior. En él se anunciaba —con ese lenguaje tan seco de la administración pública que podría conseguir que hasta Tarantino se volviese aburrido— que la Unidad Nacional de Criminología iniciaba formalmente su andadura. «El cuerpo especial, que está dirigido por el psicólogo clínico y experimentado criminólogo del Ministerio del Interior Tony Hill, será supervisado por el comandante Paul Bishop. En un primer momento, la fuerza estará compuesta por seis detectives experimentados que trabajarán codo con codo con el doctor Hill y el comandante Bishop de acuerdo a las directrices del Ministerio del Interior». Suspiró.

—Podría haber sido uno de ellos. Ay… podría haberlo sido —canturreó en voz baja.

No la habían invitado formalmente, pero sabía que con que lo hubiera pedido habría sido suficiente. Tony Hill quería que estuviera en el equipo. La había visto trabajar y le había dicho en más de una ocasión que su forma de pensar era la adecuada para ayudarlo a que el nuevo cuerpo especial fuera eficiente. Pero no era tan sencillo. El único caso en el que habían trabajado juntos había sido devastador en lo personal y muy dificultoso para ambos. Además, lo que sentía por él seguía siendo demasiado complicado como para que le hiciera ilusión la perspectiva de convertirse en su mano derecha en casos que podrían ser tan demoledores emocionalmente y desafiantes intelectualmente como el que había hecho que se conocieran.

Aunque tenía que reconocer que había estado tentada. Pero había llegado un ascenso en una fuerza recién creada y aquello era una oferta que no podía rechazar. Lo irónico era que esa oportunidad se la ofrecía John Brandon, otra de las personas que había trabajado con Tony y con ella en el caso del asesino en serie. Brandon, comisario del Departamento de Homicidios de la Policía Metropolitana de Bradfield, era quien había tenido las narices de reclutar a Tony Hill para el caso y de nombrarla a ella oficial de enlace. Y cuando lo nombraron comisario en jefe de la nueva fuerza, había querido tenerla a ella a bordo. Le daba la impresión de que el momento no podía haber sido mejor, a pesar de que había sentido una pequeña punzada de remordimiento. Se levantó, dio los tres únicos pasos que necesitaba para cruzar el despacho y se quedó mirando el muelle por la ventana. Allí abajo, la gente se movía con determinación; ahora bien, vete a saber qué estaba haciendo.

Había aprendido todo lo que sabía en la Policía Metropolitana de Londres y, más tarde, en la de Bradfield. Ambos gigantes se alimentaban del alto nivel de adrenalina que proporcionaba la criminalidad continua de las zonas marginales. Pero ahora estaba en la frontera de Inglaterra, en la Policía de Yorkshire Este cuyo acrónimo, como su hermano Michael había señalado sarcásticamente, era casi idéntico al saludo pueblerino tradicional de Yorkshire[1]. Aquí, el trabajo de los detectives no consistía ni en detener a importantes traficantes de droga ni en resolver complicados asesinatos, tiroteos desde coches, guerras de bandas y robos a mano armada.

En los pueblos y aldeas del este de Yorkshire no faltaban criminales, pero eran de poca monta. Los inspectores y los sargentos eran más que capaces de encargarse de ellos hasta en las pequeñas ciudades de Holm y Traskham y en el puerto de Seaford —donde ella estaba destinada—, que daba al mar del Norte. Los detectives a su cargo no querían que los agobiara; al fin y al cabo, ¿qué sabía una chica de ciudad del robo de ovejas? ¿Qué sabía de conocimientos de embarque fraudulentos? Y además, todos tenían claro que ella no estaba realmente interesada en lo que sucedía abajo sino en descubrir quién daba la talla y quién se había dormido en los laureles, quién bajaba al barro y quién sacaba partido de cualquier situación. Y tenían razón. Le había costado más de lo que había pensado pero, poco a poco, iba haciéndose a la idea de cómo era su equipo y de quién era capaz de qué.

Suspiró nuevamente y se pasó los dedos por su enmarañado pelo rubio. Era una situación muy complicada para ella, especialmente porque a la mayoría de los «rudos hombres de Yorkshire» les estaba costando tomarse en serio a una mujer como jefa debido al condicionamiento machista que habían padecido a lo largo de la historia. No era la primera vez que se preguntaba si la ambición la había llevado a tomar una decisión terriblemente equivocada y a conducir su floreciente carrera hasta un callejón sin salida.

Se encogió de hombros, se apartó de la ventana y volvió a sacar el informe del maletín. Puede que le hubiera dado la espalda al cuerpo de criminólogos, pero cuando trabajó con Tony Hill había aprendido unos cuantos trucos y sabía qué aspecto tenía la firma de un criminal en serie. Lo único que esperaba era no necesitar un equipo de especialistas para dar con él.

Una de las mitades de la puerta doble se abrió un poco antes que la otra, y una mujer a la que reconocían en el setenta y ocho por ciento de los hogares del Reino Unido (según las últimas encuestas de audiencia), con unos zapatos de tacón que ensalzaban a gritos unas piernas que no necesitaban medias para estar torneadas, entró en el departamento de maquillaje mientras miraba hacia atrás y decía:

—… Lo cual hace que no tenga nada con lo que desahogarme, así que dile a Trevor que intercambie el orden de la dos y de la cuatro, ¿vale?

Betsy Thorne la seguía y asentía con tranquilidad. Parecía una persona muy sana como para trabajar en la tele: tenía el pelo oscuro con mechones plateados y lo llevaba recogido hacia atrás por una diadema de terciopelo azul que dejaba a la vista una cara típicamente inglesa con ojos de mirada inteligente —como la de los perros pastores—, huesos de caballo de carreras purasangre, y la complexión de una manzana Cox Orange.

—De acuerdo —respondió, con una voz tan cálida y suave como la de la mujer que la precedía, mientras hacía una anotación en la carpeta con sujetapapeles que llevaba.

Micky Morgan, presentadora y única estrella tolerable de Al mediodía con Morgan (el programa de noticias de dos horas de duración líder entre las cadenas privadas), fue directamente hasta la que parecía su silla habitual, se sentó, se echó para atrás el pelo de color rubio miel y escrutó rápida y críticamente su rostro en el espejo mientras la maquilladora le ponía una bata para que no se le manchase la ropa.

—¡Marla, has vuelto! —exclamó Micky con la voz y los ojos llenos de alegría—. Gracias a Dios. Rezo para que hayas estado fuera del país y no hayas visto lo que me hacen cuando tú no estás. ¡Te prohíbo que vuelvas a marcharte de vacaciones!

—Ay, Micky, mientes más que hablas —respondió Marla con una sonrisa.

—Para eso le pagan —apuntó Betsy, que se apoyó en la mesa elevada, junto al espejo.

—No puedo con los ayudantes de hoy en día —comentó Micky entre dientes mientras Marla empezaba a aplicarle una base suave por toda la cara—. Me está saliendo un grano en la sien derecha.

—¿Premenstruando?

—Pensaba que era la única capaz de notarlo a kilómetros —soltó Betsy como si arrastrara las palabras.

—La elasticidad de la piel cambia —explicó Marla como ausente, concentrada por completo en su trabajo.

—«Tema de discusión» —soltó Micky—. Léemelo otra vez, Bets. —Cerró los ojos para concentrarse, momento que aprovechó la maquilladora para pintárselos.

Betsy consultó la carpeta y empezó:

—«Después de que los periódicos sensacionalistas hayan pillado a otro joven ministro en una cama que no es la suya, nos preguntamos: “¿Por qué las mujeres quieren ser amantes?”». —Seguidamente leyó los nombres de los invitados para aquel tema mientras Micky la escuchaba atentamente. Cuando llegó al último, sonrió—. Esta te va a gustar: Dorien Simmonds, tu novelista favorita. Se considera una amante profesional y va a exponer que ser la «otra» no es solo tremendamente divertido, sino que es un servicio social para todas aquellas mujeres que se sienten explotadas y que tienen que soportar el aburrido sexo conyugal hasta que caen inconscientes.

—Brillante —comentó Micky entre risas—. Mi querida Dorien. ¿Creéis que hay algo que esa mujer no haría para vender libros?

—Está celosa —apuntó Marla—. Micky, labios, por favor.

—¿Celosa? —preguntó Betsy suavemente.

—Si Dorien Simmonds tuviera un marido como el de Micky, no enarbolaría la bandera del engaño —respondió Marla firmemente—. Lo que pasa es que está cansada de cerdos y sabe que nunca atrapará a uno como Jacko. Aunque claro, ¿quién no estaría celosa?

—Hum —ronroneó Micky.

—Hum —coincidió Betsy.

A la maquinaria publicitaria le había llevado años grabar en el subconsciente nacional que la pareja compuesta por Micky Morgan y Jacko Vance era inseparable, como el pescado con patatas o Lennon y McCartney. Ese matrimonio entre famosos que vivían en el cielo de las audiencias no se disolvería jamás. Hasta los cronistas de sociedad habían dejado de intentar separarlos.

La ironía es que había sido el miedo a los cotilleos de dichos cronistas lo que los había unido. Conocer a Betsy había sido una revolución para Micky justo en el momento en el que su carrera empezaba a despegar. Escalar tanto y tan rápido como Micky conllevaba hacerse una interesante colección de enemigos por el camino; desde los envidiosos y los venenosos, a los rivales que habían perdido un primer plano que creían que les pertenecía por derecho. Como había muy pocas cosas que empañasen la profesionalidad de Micky, se tiraron hacia lo personal. A principios de los años ochenta aún no estaba inventado eso del «rollo bollo» y si ser homosexual estaba poco admitido entre los hombres, lo estaba aún menos entre las mujeres (de hecho, era el camino más directo hacia la oficina de desempleo). A los pocos meses de abandonar su vida heterosexual, enamorada de Betsy, Micky entendió cómo se sentía un animal perseguido.

La solución había sido radical y extremadamente exitosa, y el papel de Jacko había sido vital. Mientras miraba con aprobación el reflejo que le devolvía el espejo, pensó que, efectivamente, había tenido —y tenía— suerte de haberlo conocido.

Perfecto.

Tony Hill miró a los miembros del equipo que había seleccionado cuidadosamente y sintió un poco de lástima por ellos. Pensaban que estaban entrando en ese peligroso «mundo feliz» con los ojos abiertos. Los polis siempre piensan que saben dónde se están metiendo por el mero hecho de que son gente espabilada. Lo han visto todo, lo han hecho todo, están de vuelta de todo. Y él debía enseñar a media docena de polis que creían saberlo todo que allí afuera había cosas tan terribles que ni siquiera serían capaces de imaginar y que les provocarían pesadillas capaces de despertarlos chillando en mitad de la noche. Tenía que enseñarles eso y a rezar; y no para que fueran perdonados, sino para curarlos de todo aquello que iban a ver. Estaba completamente seguro de que, a pesar de lo que creyesen y antes de solicitar el ingreso en la Unidad Nacional de Criminología, ninguno de ellos se había informado tanto como a él le gustaría de dónde se metía.

Ninguno excepto, quizá, Paul Bishop. Cuando el Ministerio del Interior le había dado luz verde al proyecto del cuerpo de criminólogos, Tony había pedido todos los favores que estaban en su mano —y algunos que no lo estaban— para asegurarse de que la cara policial del proyecto fuera alguien que entendiera a la perfección la importancia de ese trabajo. Había dejado caer el nombre de «Paul Bishop» delante de los políticos como si fuera una zanahoria delante de una mula terca y les había recordado lo bien que daba Paul en cámara. Y ni así las había tenido todas consigo hasta que comentó que incluso los gacetilleros más cínicos de Londres sentían «algo» de respeto por el hombre que había dirigido las exitosas cazas de los depredadores bautizados como «el violador de la tarjeta de tren» y «el asesino de Metroland». Tras aquellas investigaciones, Tony tenía claro que Paul sabía perfectamente a qué tipo de pesadillas se enfrentaban.

Por otro lado, las recompensas eran extraordinarias. Cuando funcionaba, cuando su trabajo servía para detener a alguien, esos policías tenían un subidón mucho mayor que ninguno de los que hubieran experimentado jamás. Era una sensación muy poderosa la de saber que todos sus esfuerzos y pesquisas habían servido para dejar fuera de juego a un asesino. Y era mucho más gratificante aún cuando pensaban en cuántas vidas se salvarían gracias a que habían arrojado luz en la dirección adecuada para que otros colegas no avanzaran a oscuras. Era excitante… a pesar de que fueran conscientes de lo que el perpetrador había hecho hasta el momento. De una u otra manera, tenía que hacerles ver que existía ese momento de satisfacción.

Paul Bishop había empezado a hablar. Estaba dando la bienvenida al equipo y esbozándoles cómo era el programa de aprendizaje que habían diseñado entre Tony y él.

—Les vamos a enseñar cuál es el proceso que hay que seguir para trazar un perfil y les vamos a proporcionar las herramientas necesarias para que sean capaces de desarrollar dicha habilidad por sí mismos.

Se trataba de un curso relámpago en psicología, inevitablemente superficial pero que cubría todo lo básico. Si no se habían equivocado al escogerlos, esos aprendices elegirían por sí mismos la dirección a seguir una vez acabara la formación: estudiarían más, consultarían a otros especialistas y desarrollarían su potencial en las áreas del arte de la criminología que más les interesasen.

Volvió a mirar a sus nuevos colegas. Todos ellos provenían de departamentos de Homicidios, y todos menos uno eran licenciados. Había un sargento y cinco detectives, y dos de ellos eran mujeres. Miradas llenas de ilusión, libretas abiertas y bolígrafos listos. Eran inteligentes. Sabían que si lo hacían bien y la unidad prosperaba, llegarían a lo más alto.

Los miró fijamente a todos. En parte, le gustaría que Carol Jordan estuviera entre ellos y que compartiera sus agudas percepciones e inteligentes análisis; y que, de vez en cuando, lanzase sus «granadas de humor» para aliviar la crudeza de alguna situación. Pero Tony era muy sensato y sabía que bastantes problemas iban a tener de aquí en adelante como para añadir una complicación más a la ecuación.

Si tuviera que apostar por la posibilidad de que alguno de aquellos policías se convirtiera en una estrella capaz de conseguir que dejase de echar de menos las habilidades de Carol, apostaría por la chica de los ojos que brillaban como si tuvieran fuego; por Sharon Bowman. Era evidente que, al igual que los mejores cazadores, mataría si tuviera que hacerlo. Como él mismo había hecho.

Dejó a un lado aquel pensamiento y se concentró en las palabras de Paul, a la espera de su señal. Cuando el comandante asintió, Tony tomó la palabra con suavidad.

—El FBI tarda dos años en enseñar a sus agentes a realizar el perfil de un criminal. —Se echó hacia atrás en la silla deliberadamente para demostrar que estaba relajado—. Aquí hacemos las cosas de manera diferente —continuó con una nota de acidez—. Aquí aceptaremos los primeros casos en cuestión de seis semanas. El Ministerio del Interior espera que en tres meses estemos trabajando a pleno rendimiento. En ese tiempo tendrán que asimilar ustedes una tonelada de teoría, aprender una serie de protocolos kilométricos, adquirir una absoluta familiaridad con los programas informáticos que hemos diseñado especialmente para la unidad y desarrollar una forma instintiva de detectar a esas personas de la sociedad que, como decimos los psicólogos, tienen el seso completamente derretido. —Sonrió de repente ante un grupo de caras serias—. ¿Alguna pregunta?

—¿Es tarde para dimitir? —El sentido del humor brillaba en la mirada eléctrica de Bowman, pero no en su inexpresivo tono de voz.

—Las únicas dimisiones que aceptan los de arriba son las que certifica el forense —respondió con el gesto torcido un compañero.

«Simon McNeill, licenciado en Psicología por la Universidad de Glasgow y cuatro años en la Policía de Strathclyde», pensó Tony para demostrarse a sí mismo que recordaba los nombres y los currículos sin tener que esforzarse. Acto seguido, corroboró:

—Efectivamente.

—¿Y la locura? —preguntó otro de los del grupo.

—No es la mejor excusa para permitir que escapen de nuestras garras —respondió Tony—. En cuanto a lo que ha dicho Sharon, me alegro de que haya sacado el tema porque me sirve de pie para pasar al siguiente asunto. —Miró a sus colegas a la cara uno a uno hasta que estuvieron serios nuevamente. Siendo como era una persona acostumbrada a interpretar cualquier personalidad y comportamiento, no debería haberle sorprendido lo fácil que le había resultado manipularlos, pero lo había hecho. Si hacía su labor como es debido en esos instantes, quizá fuera posible tenerlos preparados en un par de meses. En cuanto se callaron y volvieron a concentrarse, dejó la carpeta llena de notas encima de la mesita montada en el brazo de la silla—. Aislamiento. Alienación. Es lo peor a lo que nos podemos enfrentar. El ser humano es gregario. Estamos acostumbrados a vivir en manada. Cazamos en grupo y celebramos en grupo. Impidan que alguien tenga contacto con otros seres humanos y su comportamiento se distorsionará. Van a aprender ustedes mucho a este respecto en los meses y años venideros. —Ya había obtenido toda su atención; era el momento de darles el mazazo definitivo—. Y no estoy hablando de los criminales en serie, sino de ustedes mismos. Todos tienen experiencia en homicidios. Son ustedes policías de éxito, han sido capaces de encajar, han conseguido que el sistema trabaje para ustedes. Por eso están aquí. Están acostumbrados a la camaradería típica del trabajo en equipo; están acostumbrados a un sistema que los respalda. Cuando obtienen buenos resultados, tienen un grupo con el que salir a celebrar la victoria. Cuando, por el contrario, todo les ha salido mal, ese mismo grupo se acerca a ustedes y les da su apoyo. Se podría decir que es como una familia; solo que no hay ningún hermano mayor que haga trastadas ni una abuelita que pregunte cuándo van a casarse. —Se fijó en que asentían y ponían cara de estar de acuerdo. Tal y como esperaba, los hombres reaccionaron más abiertamente.

»Se sienten ustedes afligidos —dijo tras hacer una pausa e inclinarse hacia delante—. Todos sus familiares han muerto y nunca, nunca, podrán volver a casa. Este es el único hogar que tienen, la única familia que les queda. —Los tenía comiendo de la palma de su mano, estaban más atentos que en ninguna película de misterio que hubieran visto jamás. Bowman, sorprendida, enarcó la ceja derecha pero, por lo demás, ninguno movió siquiera un pelo—. Posiblemente, los mejores criminólogos tienen en común mucho más con los asesinos en serie que con el resto de seres humanos. Y eso se debe a que los asesinos también han de ser buenos criminólogos. El asesino traza el perfil de su presa. Ha de aprender cómo mirar en una tienda abarrotada de gente y elegir a aquella persona que será una buena víctima. Si se equivoca de persona, se acabó lo que se daba. Así que, al igual que nosotros, no puede permitirse ningún fallo. Cuando empieza, seguirá un criterio conscientemente pero, de forma gradual, si es bueno, lo irá haciendo por instinto. Y quiero que lleguen ustedes a ser así de buenos.

Durante unos instantes a medida que por su mente comenzaron a aparecer una serie de imágenes que él no había invocado, dejó de ser capaz de seguir manteniendo aquel perfecto control. Era el mejor, lo sabía… pero había pagado un precio muy alto para descubrirlo. Había conseguido mantener apartada la idea de que quizá tuviera que volver a pagar por ello, siempre y cuando se mantuviera sobrio; por eso apenas había bebido unas pocas copas en lo que iba de año. Se rehizo, se aclaró la garganta y se sentó recto.

—Su vida va a cambiar dentro de poco. Sus prioridades cambiarán como las de la gente de Los Ángeles tras el terremoto. Créanme, cuando uno se pasa día y noche proyectándose en una mente programada para asesinar hasta que la muerte o la prisión impidan que siga haciéndolo, se acaba descubriendo que muchas de las cosas que parecían importantes en realidad son irrelevantes. Es muy complicado enfadarse por las cifras del paro cuando has estado contemplando la actividad de alguien que, en los últimos seis meses, ha dejado fuera de circulación a más gente que el Gobierno. —Su cínica sonrisa les indicó que no tenían por qué mantener la tensión muscular de los últimos minutos.

»La gente que nunca ha desempeñado este trabajo es incapaz de entenderlo. Repasas las pruebas a diario, las revisas una vez más en busca de esa pista que se te ha pasado las cuarenta y siete veces anteriores. Observas con impotencia cómo la mejor línea de investigación que tenías se va quedando fría, más fría que el corazón de un yonqui. Te gustaría zarandear a los testigos que vieron al asesino pero que no recuerdan nada de él porque nadie les avisó de que una de las personas que estaba echando gasolina a su lado aquella noche, hace ya tres meses, era un asesino en serie. De pronto, algún detective que considera que aquello que haces es una chorrada monumental decide que tu vida debería ser tan asquerosa como la suya y les da tu número de teléfono a esposas, maridos, amantes, hijos y demás parientes… todos ellos gente que espera que le proporciones el mínimo rayo de esperanza. Los medios se te suben a la chepa… Y, por si todo eso no fuera suficiente, ¡el asesino vuelve a matar!

Leon Jackson, que había conseguido salir del gueto de negros de Liverpool gracias a una beca de Oxford para entrar en la Policía Metropolitana, encendió un cigarrillo. El chasquido del mechero hizo que los otros dos fumadores encendieran uno también.

—¡Suena genial! —comentó Leon mientras pasaba un brazo tras el respaldo de la silla.

Tony no pudo evitar sentir una punzada de lástima. Cuanto más alto estuvieran, más dura sería la caída.

—Insensibles —continuó—. Así es como la gente que no trabaja en esto los ve. ¿Y saben qué sucederá con sus anteriores compañeros? Poco a poco, cuando queden con ellos, créanme, empezarán a darse cuenta de que ustedes han cambiado, de que están más raros. Ya no los considerarán uno más de la cuadrilla y empezarán a dejarlos de lado porque huelen mal. Cuando estén trabajando en un caso, tendrán que trasladarse a un entorno extraño en el que habrá gente que no quiera saber nada de ustedes. Es inevitable. —Volvió a inclinarse hacia delante, encorvado para protegerse del frío viento de los recuerdos—. Y no les importará lo más mínimo hacérselo ver.

Le pareció que el tono despectivo de Leon se debía a que el hombre consideraba que estaba de vuelta de todo a ese respecto. Tony pensó que, como era negro, ya se habría sentido así en multitud de ocasiones y que el rechazo no le preocupaba lo más mínimo. Lo que posiblemente no supiera es que los que movían los hilos en el ministerio les habían dejado muy claro a los de personal que querían que hubiera un negro en la unidad. Así que, posiblemente, Leon no había tenido que tragar ni la mitad de mierda de la que él creía.

—Y no crean que los jefes van a venir en su ayuda cuando las cosas se tuerzan… porque no lo van a hacer. Únicamente los querrán los primeros días, hasta que dejen de quitarles sus dolores de cabeza, momento en que empezarán a odiarlos. Y cuanto más tarden en resolver el caso, peor. Y los demás detectives se apartarán de ustedes porque padecen una enfermedad contagiosa llamada «fracaso». Puede que lo que ustedes postulan sea todo cierto, sí… pero mientras no consigan nada tangible, los considerarán leprosos. Y, claro está —añadió como si se tratase de una ocurrencia de última hora—, cuando la policía detenga al cabronazo gracias a lo duro que han trabajado ustedes, ni siquiera los invitarán a la celebración.

El silencio era tan intenso que Leon le dio una calada al cigarro y se oyó el siseo del tabaco al arder. Tony se puso en pie, se apartó el pelo de la cara y continuó:

—Quizá consideren que estoy exagerando pero, créanme, apenas he esbozado la manera en la que los demás los van a hacer sentirse por desempeñar este trabajo. Si creen que esto no es para ustedes, si empiezan a albergar dudas acerca de la decisión que han tomado, este es el momento de marcharse. Nadie se los va a echar en cara; solamente tienen que hablar con el comandante Bishop —y consultó su reloj—. Un descanso para tomar un café. Diez minutos.

Recogió la carpeta y evitó mirarlos mientras apartaban las sillas y avanzaban poco a poco hacia la máquina de café, que se encontraba en la mayor de las tres salas que les habían cedido a regañadientes en una comisaría que, de por sí, tenía el espacio justo para acomodar a sus propios efectivos. Cuando finalmente levantó la cabeza, vio que Sharon Bowman estaba apoyada en la pared, junto a la puerta, esperando.

—¿Se lo está pensando, Sharon?

—No me gusta que me llamen «Sharon». La gente que pretende que le responda me llama «Shaz». Únicamente quería decirle que no solo se trata a los criminólogos como si fueran mierda. Lo que ha explicado es exactamente lo que sienten todas las mujeres policía.

—Eso me han dicho… —No pudo evitar pensar en Carol Jordan—. Y si es así, parten ustedes con ventaja en este trabajo.

Shaz sonrió y se apartó de la pared, satisfecha.

—Ya lo verá —giró sobre la punta de los pies y salió por la puerta tan silenciosamente como una gata montés.

Jacko Vance se inclinó sobre la endeble mesa, frunció el ceño y señaló la agenda, que estaba abierta.

—¿Ves, Bill? Me he comprometido a correr la media maratón del domingo. Y después, grabamos el lunes y el martes. El jueves por la noche apadrino la inauguración de un club en Lincoln. Vendrás, ¿no? —Bill asintió y Jacko prosiguió—: Tengo varias reuniones seguidas el miércoles y he de ir a Northumberland para cumplir mi turno de voluntariado. No sé dónde meterlo. —Suspiró mientras se recostaba en el incómodo sofá, tapizado con una tela de tweed a rayas, de la caravana de producción.

—Pues eso es lo que quieren, Jacko —dijo tranquilamente el productor mientras removía la leche desnatada de los dos cafés que acababa de preparar en la zona de la cocina.

Bill Ritchie llevaba suficientes años produciendo Las visitas de Vance para saber que, después de que hubiera tomado una decisión, de poco valía intentar hacer cambiar de parecer a su estrella. Pero, esta vez, sus jefes lo estaban sometiendo a tanta presión que iba a intentarlo.

—En el documental quieren presentarte del rollo: «Fijaos qué tipo tan guay, tiene una vida profesional de lo más ajetreada pero, aun así, encuentra tiempo para hacer obras de caridad. Así que, ¡vosotros también podéis!» —dijo, mientras dejaba los cafés sobre la mesa.

—Lo siento, Bill, pero sigo diciendo que no. —Cogió su taza, hizo una mueca de dolor como si se hubiera quemado y la dejó rápidamente sobre la mesa—. ¿Cuándo vamos a tener una cafetera como Dios manda?

—Si tengo que encargarme yo, nunca —contestó, fingiendo una aparatosa mueca de enfado—. Que el café esté malo es lo único que me ayuda a que desvíes la atención de lo que sea que tienes ahora mismo entre manos.

Jacko movió la cabeza de lado a lado como reconociendo que le había pillado.

—Vale, pero sigo sin querer hacerlo. Primero, porque no quiero tener una cámara y un equipo de producción pegados a mis talones más tiempo del que ya los tengo. Segundo, porque no hago obras de caridad para fardar de ello en las maratones de caridad televisadas. Y tercero, porque la pobre gente con la que paso la noche es gente con enfermedades terminales a la que lo último que les apetece es que invadan su intimidad con una cámara. No me importa hacer otra cosa para los de la maratón, algo con Micky, por ejemplo; pero no pienso permitir que utilicen a la gente a la que ayudo para dar penita a los espectadores y conseguir, así, un puñado de libras más.

—De acuerdo. —Abrió los brazos en señal de derrota—. ¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

—¿Podrías decírselo tú? Así me ahorro el mal rato —contestó, sonriendo.

Su sonrisa era como un rayo de sol brillante saliendo a través de una nube de tormenta, era prometedora como la hora anterior a tu primera cita, era como una memoria genética impresa en la audiencia. Las mujeres hacían el amor con su marido con mayor placer porque guardaban en la retina la imagen de la incitante mirada y los apetecibles labios de Jacko. Las adolescentes tenían a alguien en quien centrar sus deseos eróticos. Las ancianas sentían predilección por él, a pesar de que las embargaba la tristeza ante la idea de que nunca iba a ser suyo.

Y también gustaba a los hombres, pero no necesariamente porque les pareciera atractivo sino porque, a pesar de todo, lo consideraban uno más del grupo. Había ganado medallas en su país, en la Commonwealth y en Europa, y aún detentaba el récord mundial de lanzamiento de jabalina. Todo el mundo creía que iba a llevarse el oro olímpico. Pero, una noche, cuando volvía de una competición de atletismo celebrada en Gateshead, se topó con un gran banco de niebla en la A1. Y no fue el único.

En las noticias de la mañana dijeron que se habían visto implicados entre veintisiete y treinta y cinco vehículos en aquel accidente múltiple. No obstante, la mayor noticia no eran los seis muertos que había habido, sino la heroicidad de Jacko Vance, el chico de oro del atletismo británico. A pesar de haber sufrido varias laceraciones y haberse roto tres costillas en el choque, había conseguido salir de su coche —convertido en un amasijo de hierros— y rescatar a dos niños del asiento de atrás de un coche que había empezado a arder segundos antes. Tras dejarlos en el arcén, había vuelto hasta donde estaban los vehículos y había intentado liberar a un camionero que estaba atrapado entre el volante y la puerta de la cabina, que había quedado completamente chafada.

El metal cada vez crujía más fuerte debido a la presión del enorme peso que había sobre la cabina. El camionero no pudo salvarse… ni el brazo con el que Jacko lanzaba la jabalina. A los bomberos les costó tres agónicas horas sacarlo de entre los metales retorcidos que le habían dejado la carne hecha jirones y los huesos hechos añicos. Y lo peor de todo es que estuvo consciente la mayor parte del tiempo, ya que los atletas profesionales saben muy bien cómo superar la barrera del dolor.

La noticia de que le entregaban la Cruz de San Jorge llegó el día después de que los médicos le colocaran la primera prótesis. No era mucho consuelo a sabiendas de que el sueño que había ocupado sus días y sus noches durante más de doce años no se cumpliría jamás. Pero la amargura no nubló su astucia natural. Sabía lo veleidosos que eran los medios. Aún le dolía recordar los titulares la primera vez que no consiguió llevarse el europeo. «Jack Cataplás» era lo más suave que habían dicho de alguien al que, el día antes, habían apodado «Jack, el as de corazones». Así que tenía que sacarle provecho a su gloria cuanto antes o no tardaría en convertirse en otro héroe del pasado, en pasto para la columna «¿Qué ha sido de ellos?». Pidió unos cuantos favores, recuperó su relación con Bill Ritchie y acabó de comentarista en las mismas olimpiadas en las que debería haber subido al podio. Bueno, era un comienzo. Simultáneamente, se labró una magnífica y férrea reputación por su infatigable labor caritativa, por ser una persona que no permitía que la fama se interpusiera en su camino a la hora de ayudar a gente menos afortunada que él.

Y, ahora, era mucho más poderoso que todos esos idiotas que lo habían criticado tan a la ligera. Con su encanto y sus comentarios, y con un trabajo tan artero e inmisericorde que conseguía que algunas de sus víctimas aún se preguntaran cómo les habían cortado las alas con tanta facilidad, se había abierto camino hasta la cima de los presentadores deportivos. Y una vez que se había consolidado en ese papel, empezó a presentar un programa de entrevistas que se había mantenido tres años en el primer puesto de los programas de entretenimiento de mayor audiencia. El cuarto año cayó al tercer puesto, así que abandonó ese formato de lado y estrenó Las visitas de Vance.

Aunque la productora proclamaba a los cuatro vientos que el programa era de lo más espontáneo, en realidad, las bruscas entradas de Jacko en mitad de la vida de personas a las que los cebos del programa denominaban «gente corriente con una vida corriente» estaban tan orquestadas como si se tratase de una visita de la Reina, pero sin séquito y sin hacer publicidad porque, de lo contrario, hubiera atraído más gente que cualquiera de los desacreditados miembros de la Casa de Windsor (especialmente, si apareciese con su esposa).

Pero ni siquiera eso era suficiente.

Los cafés los pagó Carol. Era un privilegio que iba asociado al rango. Se planteó ahorrarse las galletas de chocolate basándose en que nadie necesita tres Kit Kats para superar una reunión con su jefa; pero como sabía que la malinterpretarían, los compró igualmente. Llevó a las «tropas» elegidas a un rincón tranquilo y aislado del resto de la cantina a través de una serie de palmeras de plástico. El sargento detective Tommy Taylor y los detectives Lee Whitbread y Di Earnshaw la habían impresionado con su inteligencia y determinación. Quizá se equivocase, pero consideraba que esos tres oficiales eran lo mejorcito que había en el Departamento de Homicidios de la comisaría central de Seaford.

—No pretendo que creáis que esta es una charla entre colegas para conocernos mejor —dijo mientras repartía las galletas entre los tres.

Di Earnshaw la observaba con los ojos tan achinados que parecían las pasas de un pudin. Era evidente que le molestaba que su nueva jefa estuviera tan elegante con un traje de lino lleno de arrugas mientras que ella seguía teniendo un aspecto rechoncho con aquel traje de chaqueta bien planchado y comprado en una cadena de tiendas.

—Por Dios, cómo me alegro —soltó Tommy mientras en su cara afloraba una sonrisa—. Me preocupaba que la jefa no entendiera lo importante que es una buena cerveza Tetley para que un Departamento de Homicidios funcione correctamente.

—Provengo de Bradfield, ¿recuerdas? —contestó esgrimiendo una sardónica sonrisa.

—Eso es justo lo que me preocupaba, jefa —respondió.

Lee soltó una risotada que fue conteniendo hasta que la convirtió en toses y resoplidos fingidos. A continuación, se disculpó:

—Lo siento.

—Y más que lo vas a sentir —respondió Carol con una sonrisa en los labios—. Tengo una misión para vosotros tres. Desde que he llegado al puesto, he estado repasando los turnos de noche y estoy un poco preocupada por la gran cantidad de incendios que hay en la zona; muchos se quedan sin explicación y otros parecen provocados. En el último mes ha habido cinco. Lo curioso es que cuando he preguntado a los agentes de uniforme, me he enterado de que ha habido otra media docena de incendios inexplicados.

—Es normal, tan cerca de los muelles… —explicó Tommy mientras se encogía de hombros con indiferencia. Llevaba una camisa de seda de esas amplias que se habían pasado de moda hace años.

—Gracias por la aclaración, pero me pregunto si no habrá algo más. Estoy de acuerdo en que hay un par de ellos, de los más pequeños, que parecen accidentales… pero creo que aquí está pasando algo. —Dejó el hilo colgando para ver si alguien tiraba de él.

—¿Se refiere a que hay un pirómano, señora? —preguntó Di Earnshaw. Su tono de voz era agradable, pero su expresión rayaba en la insolencia.

—Sí, un pirómano en serie.

Por unos instantes, se hizo el silencio. Creía que sabía en qué estaban pensando. Puede que la unidad de Yorkshire Este fuera nueva, pero sus integrantes se habían ganado los galones bajo el viejo régimen. Llevaban allí desde el inicio de los tiempos; mientras que ella no solo era la nueva, sino que además, todos creían que ardía en deseos de trepar a su costa. Y lo que no tenían claro era si hacer un esfuerzo por adaptarse a ella o si ponerle palos en las ruedas. Tenía que convencerlos de que con ella llegarían lejos.

—Los incendios tienen un patrón —continuó—: Lugares vacíos a altas horas de la mañana: colegios, pequeños almacenes, pequeñas naves industriales. Poca cosa. Lugares en los que no hay guardias nocturnos que vayan a estropear la operación. Pero todos ellos son incendios serios, grandes. Han causado muchos daños y a las compañías de seguros no deben de estar haciéndoles ninguna gracia.

—Que yo sepa, nadie nos ha avisado de que haya un pirómano suelto —remarcó Tommy con calma—. Normalmente, si hay algo que huele a chamusquina, los bomberos nos lo dicen.

—Eso o los periodicuchos locales, que no nos dejan vivir —apuntó Lee con la boca llena de su segundo Kit Kat.

Carol se dio cuenta de que el tipo estaba delgado como un galgo a pesar de ser quien más chocolate había comido y de haberse puesto tres cucharadas de azúcar en el café. Tendría que estar atenta a su hiperactividad.

—Quizá sea un poco quisquillosa, pero me gusta que seamos nosotros los que llevamos las riendas; ni los bomberos ni los periódicos. No hay que tomarse a broma los incendios provocados. Igual que el asesinato, tienen terribles consecuencias. Y también tienen un montón de posibles motivos: por ejemplo, entre los más «lógicos», fraude, destrucción de pruebas, eliminación de la competencia, venganza o encubrimiento. Entre los ilógicos están el hecho de provocarlos por placer o, simplemente, por obtener gratificación sexual. Como pasa con los asesinos en serie, casi siempre tienen su propia lógica. Y consideran, erróneamente, que esa lógica también tiene sentido para los demás.

»Los asesinos en serie, por suerte, son mucho menos comunes que los pirómanos. Las compañías aseguradoras consideran que una cuarta parte de todos los incendios que tienen lugar anualmente en el Reino Unido son provocados. Imaginad que la cuarta parte de las muertes fueran asesinatos.

Le parecía que Taylor se estaba aburriendo. Lee Whitbread, por su lado, la miraba inexpresivamente con la mano a mitad de camino del paquete de cigarrillos que tenía delante de él. En cambio, le daba la impresión de que Di Earnshaw estaba interesada en comentar algo.

—He oído que la cantidad de incendios provocados es inversamente proporcional a la prosperidad económica del país. Es decir, que cuantos más incendios se provocan, peor está la economía… y, desde luego, por aquí hay muchos desempleados —comentó la detective como si pensase que tenía que pedir perdón por hablar.

—Y eso es algo que deberíamos tener muy presente —respondió Carol mientras asentía—. Lo que quiero es que repasemos todos los informes de los últimos seis meses, tanto de detectives como de agentes uniformados, para ver si damos con algo. Quiero que volvamos a interrogar a las víctimas para ver si existe algún factor común entre ellas como, por ejemplo, que pertenezcan a la misma compañía de seguros. Dividíos los casos entre los tres. Yo hablaré con el jefe de bomberos antes de que volvamos a reunirnos en, digamos…, ¿tres días? ¿De acuerdo? ¿Alguna pregunta?

—De lo del jefe de bomberos podría encargarme yo, señora —dijo Di Earnshaw, entusiasmada—. Ya he tratado con él en alguna otra ocasión.

—Gracias por el ofrecimiento, pero cuanto antes lo conozca en persona, mejor.

Di Earnshaw apretó fuertemente los labios y a Carol le pareció que con ese gesto desaprobaba su respuesta pero la detective, sencillamente, asintió.

—¿Quiere que dejemos los otros casos que tenemos entre manos? —preguntó Tommy.

La sonrisa de la inspectora jefe era punzante como un picahielos. Nunca le habían gustado los vagos

—Por favor, sargento —suspiró—, sé perfectamente qué casos lleva. Como ya le he dicho al principio de esta conversación, vengo de Bradfield. Puede que Seaford no sea una gran ciudad, pero eso no es razón para que trabajemos al ritmo de la policía de pueblo. —Se puso en pie mientras observaba que los había dejado estupefactos—. No he venido aquí para enemistarme con nadie, pero lo haré si es necesario. Y si crees que soy una zorra que se va a aprovechar de tu sudor, ten cuidado conmigo; porque por muy duro que trabajes, yo trabajaré tan duro como tú. Me gustaría que fuéramos un equipo pero, para eso, hay que jugar con mis reglas.

Una vez acabó de hablar, la inspectora se marchó del lugar.

—Menudo carácter —comentó Tommy Taylor mientras se rascaba la mandíbula—. ¿Sigues pensando que tiene un polvo? —le preguntó a Lee.

Di Earnshaw frunció los labios y soltó:

—Siempre que no te importe tener que pasarte el resto de tu vida cantando en falsete.

—Yo diría que no te iban a quedar muchas ganas de cantar —añadió Lee—. ¿Alguien se va a comer ese Kit Kat?

Shaz se frotó los ojos y se apartó de la pantalla del ordenador. Había llegado pronto para familiarizarse con los programas de los que habían estado hablando el día anterior. Encontrarse a Tony en uno de los ordenadores había sido un punto a favor. El hombre se había quedado sorprendido cuando la había visto entrar por la puerta a las siete en punto.

—Creía que era el único insomne adicto al trabajo que había aquí —espetó a modo de saludo.

—Soy malísima con los ordenadores —dijo con brusquedad para intentar ocultar la satisfacción que le producía tenerlo para ella sola—. Siempre he tenido que trabajar el doble para estar al día.

Tony enarcó las cejas. Normalmente, los policías no le admitían sus debilidades a un extraño. Aquello solamente podía deberse a que Shaz Bowman era aún más atípica de lo que le había parecido en un principio o a que, finalmente, estaba perdiendo esa condición de «extraño».

—Pensaba que todo el mundo por debajo de los treinta era un hacha con la informática —comentó amablemente.

—Siento decepcionarlo, pero yo me quedaba mirando las musarañas cada vez que se hablaba de ordenadores en clase. —Se volvió nuevamente hacia la pantalla y se remangó el jersey de algodón—. Lo primero es recordar tu contraseña —murmuró al tiempo que se preguntaba qué pensaría de ella el psicólogo.

Dos sentimientos bullían bajo la tranquila superficie de la policía y la espoleaban a la vez. Por un lado, el miedo al fracaso la atenazaba y conseguía anular todo lo que era y lo que había conseguido ser. Cuando se miraba en el espejo nunca veía lo bueno, solo la delgadez de sus labios y lo poco definida que tenía la nariz. Cuando pensaba en sus logros, solo recordaba los momentos en los que se había quedado corta, los peldaños que había sido incapaz de subir. Y por otro lado, a modo de compensación, estaba su ambición. De alguna forma, desde que había empezado a dejarse llevar por esta, los objetivos que alcanzaba curaban los daños que le provocaba la falta de confianza en sí misma y apartaban de su camino su vulnerabilidad antes de que llegara a afectarla siquiera. Y cuando la ambición amenazaba con convertirse en arrogancia, el miedo volvía a aparecer, en el momento justo, para que no olvidara que era humana.

La creación de esa unidad había coincidido a la perfección con la dirección que llevaban sus sueños y no podía evitar pensar que seguramente el destino tendría algo que ver. Pero eso no quería decir que pudiera dormirse en los laureles, porque el plan a largo plazo que había trazado para su carrera requería que fuera quien más brillara en la unidad. Y una de sus tácticas para conseguirlo consistía en meterse de lleno en el cerebro de Tony Hill y extraer de él tantos conocimientos como le fuera posible, al tiempo que minaba sus defensas para que, cuando ella necesitara ayuda, el hombre estuviera deseoso de echarle un cable. Como parte de su estrategia —y debido a que tenía miedo a quedarse atrás y a que la consideraran la «tonta» en un grupo en el que, a su entender, todos eran mejores que ella— grababa todas las sesiones de grupo y las escuchaba una y otra vez cada vez que tenía un rato. Y ahora, además, la suerte le estaba dando una oportunidad. Tenía que aprovecharla.

Así que frunció el ceño y se concentró en la pantalla. Estudiaba, paso a paso, el largo proceso para rellenar el informe de un delito, informe que el programa compararía más tarde con los detalles de crímenes anteriores que había almacenados en los bancos de memoria. Un rato después, Tony se levantó de la silla. Shaz se obligó a quedarse sentada y a seguir trabajando. Lo último que quería era que el hombre pensara que pretendía congraciarse con él.

La intensidad de su concentración fue suficiente para que no se diera cuenta de que el psicólogo había vuelto a entrar en la sala y de que estaba situado detrás de ella. Al rato, su subconsciente detectó un leve olor masculino. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reaccionar. Por el contrario, siguió tecleando hasta que vio por el rabillo del ojo que el hombre había dejado sobre su mesa un vasito de café con una galleta danesa encima.

—Hora de tomarse un descanso, ¿no?

—Gracias —contestó Shaz mientras se frotaba los ojos y se apartaba del ordenador.

—De nada. ¿Hay alguna cosa que no le quede clara? Puedo explicarle lo que sea, si es necesario.

Se contuvo. «No te lances a por él», se aconsejó a sí misma. No quería gastar el crédito que pudiera haber conseguido con él hasta que no fuera absolutamente necesario, y, preferiblemente, hasta que fuera capaz de ofrecerle algo a cambio.

—Entender, lo entiendo todo… es más bien que no me fío.

Tony sonrió. Disfrutaba de su terquedad.

—¿Era usted una de esas niñas que siempre exigía pruebas empíricas de que dos más dos siempre van a ser cuatro?

Reprimió rápidamente el pinchazo de placer que le producía saber que su comentario acababa de atraer la atención del hombre. Retiró la galleta y abrió la tapa del café.

—Siempre me han encantado las pruebas. ¿Por qué cree que me hice poli?

—Podría especular al respecto. Ahora bien, esta unidad que ha escogido es un verdadero «campo de pruebas» —replicó con una sonrisa torcida de complicidad.

—No tanto. En realidad, hay mucho camino recorrido. Los norteamericanos llevan tanto tiempo con ello que no solo hay manuales, sino que tienen incluso películas. El problema es que siempre les vamos a la zaga. Ahora bien, se ha esforzado usted de lo lindo por llegar hasta aquí, así que dudo que esta unidad sea un campo de pruebas. —Le dio un buen mordisco a la galleta. Nada más saborear el albaricoque glaseado y la masa de hojaldre, asintió para hacerle ver que estaba rica.

—No crea —respondió con ironía mientras volvía a su ordenador—. Dentro de poco sufriremos el efecto rebote. A la policía le ha costado mucho tiempo aceptar que podemos serle útil; pero, ahora, encima, los periodistas, que hace unos años consideraban que los criminólogos éramos como dioses, han empezado a ver y a destacar nuestros defectos. Nos pusieron por las nubes y, ahora, nos demonizan por no cumplir las expectativas que ellos mismos habían creado.

—No sé… El público solamente recuerda los grandes éxitos. El caso del que se ocupó el año pasado, el de Bradfield. Su perfil había dado en el clavo. Cuando llegó el momento, la policía sabía exactamente dónde buscar. —Sin darse cuenta de la gélida sombra que acababa de cubrir el rostro de Tony, Shaz prosiguió con entusiasmo—: ¿Va a hablarnos del caso? Hemos oído lo que se comenta por los pasillos, pero seguro que no tiene mucho que ver con la realidad. Lo que está claro es que hizo usted un trabajo impecable con el perfil.

—No vamos a tratar ese caso.

Shaz levantó la mirada y se dio cuenta de que su entusiasmo la había dejado varada en la playa. Acababa de cagarla de lo lindo.

—Lo siento —se disculpó en voz baja—. A veces me dejo llevar y me olvido del tacto y de la diplomacia. No pensaba lo que decía… —«¡Qué imbécil!», se reprendió. Después de experimentar aquella terrible pesadilla en sus carnes, seguro que lo último que quería era ir por ahí explicando detalles ante la ávida lascivia de los demás… por mucho que estuviera disfrazada de legítimo interés científico.

—No tiene por qué disculparse, Shaz —dijo cansado—; al fin y al cabo, tiene usted razón en que se trata de un caso clave. El motivo por el que no vamos a estudiarlo es porque me resulta imposible hablar de ello sin sentirme como un bicho raro. Van a tener que perdonarme. Puede que algún día participe usted en algún caso que la haga sentirse igual; aunque, por su propio bien, deseo que no sea así. —Lanzó una mirada a su galleta danesa como si fuera un objeto extraño y la apartó a un lado, como hacía con el pasado. Había perdido el apetito.

La mujer deseó que aquella conversación no fuera más que una cinta que se podía rebobinar para poder retomarla en el punto en el que él había dejado el café y la galleta encima de su mesa… cuando todavía tenía opciones de utilizar aquel momento para tenderle un puente.

—Lo siento mucho, de verdad, doctor Hill. —Su insistencia resultó inapropiada.

—De verdad, no es necesario que se disculpe. Y, por cierto, preferiría que nos tuteásemos —dijo el hombre tras levantar la cabeza y forzar una leve sonrisa—. Ayer se me olvidó pedíroslo. No quiero que parezca que soy el profesor y vosotros la clase. De momento, soy el líder del grupo por la mera razón de que llevo dedicándome a esto más tiempo. Dentro de poco, tendremos que trabajar codo con codo y no debe haber barreras entre nosotros. Así que, a partir de ahora, llámame «Tony», ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Tony. —Shaz entendió en los ojos y en las palabras del psicólogo que la había perdonado completamente, por lo que devoró el resto de la galleta antes de ponerse a trabajar de nuevo.

No podía hacerlo mientras él estuviera allí, pero la próxima vez que estuviera sola en la sala de ordenadores, iba a buscar en Internet todas las noticias y los informes sobre el caso del asesino en serie de Bradfield. En su momento había leído casi todo lo que se había escrito, pero eso había sido antes de conocer a Tony Hill y de que su vida hubiera cambiado por completo. Ahora, tenía un interés especial. Cuando acabase, sabría tanto de Tony Hill como para escribir el libro que —vete tú a saber por qué— no se había escrito todavía. Al fin y al cabo, era detective, ¿no?

Carol Jordan estaba jugueteando con la complicada cafetera cromada que su hermano Michael le había regalado cuando estrenó la casa de Seaford. Había tenido más suerte que la mayoría de las personas que se habían visto atrapadas por el estallido de la burbuja inmobiliaria, ya que no había tenido que buscar mucho para encontrar a alguien que le comprase la mitad del apartamento que compartía con su hermano: el abogado con el que Michael compartía cama estuvo tan encantado de comprársela que Carol acabó pensando que se había entrometido demasiado en la relación de ambos hombres.

Ahora, tenía una casita de piedra de una sola planta en la falda de una colina que se alzaba sobre el estuario, en el lado opuesto de Seaford. Algo suyo. «Bueno, casi», se corrigió cuando sintió un cabezazo en el tobillo.

—Sí, Nelson. —Se agachó para rascarle las orejas al gato negro—. Te he entendido.

Mientras se hacía el café, abrió una lata de comida para gatos y la vertió en el comedero del animal mientras este estallaba en un éxtasis de ronroneos seguido del ruidito que hacía con la naricilla al esnifar el olor de su desayuno. Atravesó la sala de estar para disfrutar de la vista del estuario y del estrechísimo arco del puente colgante —que, cubierto por la niebla, parecía que flotara sobre el río—. Mientras admiraba aquella estampa, empezó a planear su encuentro con el jefe de bomberos. El gato entró con la cola tiesa y, sin pensárselo dos veces, saltó al alféizar de la ventana, donde se estiró y giró la cabeza en busca de los mimos de la mujer, que acarició su denso pelo.

—Nelson, solo tengo una oportunidad para convencer a ese hombre de que sé lo que estoy haciendo. Necesito que se ponga de mi parte. Necesito, imperiosamente, tener a alguien de mi parte.

El gato le dio en la mano con la patita, como si le respondiera. Carol bebió el resto del café de un trago y se puso en pie con tanta gracilidad como lo hacía el gato. Una de las ventajas del horario de oficina del Departamento de Homicidios era que podía ir al gimnasio más de una vez al mes, y empezaba a sentir los efectos beneficiosos en su tono muscular, más firme, y en su mayor capacidad aeróbica. Habría estado bien tener a alguien con quien compartirlo, pero tampoco es que fuera al gimnasio por eso. Lo hacía por sí misma, para sentirse mejor. Se enorgullecía de su cuerpo; se deleitaba con su fuerza y con su movilidad.

Una hora después, de visita por la central de bomberos, se alegró de hacer ejercicio porque, de lo contrario, le habría resultado imposible seguir el ritmo de la zancada de Jim Pendlebury, el jefe de bomberos de la zona.

—Parece que están ustedes mejor organizados que nosotros —comentó Carol cuando llegaron al despacho del hombre—. Va a tener que compartir conmigo el secreto de su eficiencia.

—Hemos hecho mucho recortes, por lo que nos vemos obligados a ser más eficientes. Antes teníamos todas las estaciones cubiertas las veinticuatro horas del día con oficiales a jornada completa, pero no resultaba rentable. Sé que muchos se quejaron a mis espaldas, pero hace un par de años cambiamos a un sistema que combina oficiales a jornada completa y oficiales a media jornada. Nos costó unos meses acostumbrarnos, pero en lo que se refiere a administración, ha sido un gran adelanto.

—Esa solución no nos funcionaría a nosotros —contestó, poniendo mala cara.

—No lo sé —replicó el hombre mientras se encogía de hombros—. Podrían tener un grupo que se encargara de los trabajos rutinarios y una escuadra de intervención de la que echaran mano cuando fuera necesario.

—De hecho, eso es lo que tenemos actualmente. Al grupo que se encarga de los trabajos rutinarios lo llamamos «turno de noche»; y a la escuadra de intervención, «turno de día». Desafortunadamente, la cosa nunca está lo suficientemente tranquila como para darle descanso a ninguno de los dos.

Mientras conversaban, Carol comenzó a crear un perfil mental del jefe de bomberos. Cada vez que hablaba, las prominentes cejas del hombre subían y bajaban encima de sus ojos de color azul grisáceo. Considerando la cantidad de tiempo que debía de pasar detrás de una mesa, tenía la piel sorprendentemente morena, hasta el punto que el interior de las arrugas que tenía alrededor de los ojos se veía blanco cuando no sonreía o no fruncía el ceño. Posiblemente le gustase navegar o pescar en el estuario. Cuando asintió para darle la razón en un par de temas que había sacado, vio alguna que otra cana entre los rizos oscuros. Probablemente, haría años que había pasado de los treinta, de modo que tuvo que corregir el dato que había incluido en el perfil mental que había trazado a primera vista, nada más conocerlo. Estaba acostumbrada a analizar a la gente de una manera totalmente policial cuando la conocía, tal y como la describiría en un informe. En realidad, nunca había tenido que esbozar un retrato robot de alguien a quien conociera, pero estaba convencida de que su costumbre la convertía en un testigo ideal para los dibujantes de la policía.

—Ahora que ha visto las instalaciones y cómo trabajamos, imagino que aceptará que sabemos lo que decimos cuando consideramos que un incendio ha podido ser provocado, ¿verdad? —El tono de Pendlebury era suave, pero sus ojos la estaban retando.

—Nunca he dudado de lo que nos han dicho —respondió calmadamente—. De lo que dudaba es de que nos lo estuviéramos tomando tan en serio como deberíamos. —Abrió los cierres de su maletín y sacó el informe—. Me gustaría comentar con usted los detalles de ciertos incendios. Si es que tiene tiempo.

—¿Está usted insinuando lo que creo que está insinuando? —El jefe de bomberos dejó caer la cabeza hacia un lado.

—Ahora que he visto su manera de trabajar, no puedo creer que no se le haya pasado por la cabeza que tenemos un pirómano en serie entre manos.

El bombero se tiró del lóbulo de una de sus orejas al tiempo que la analizaba.

—Lo que no podía quitarme de la cabeza es cuándo se daría cuenta alguno de ustedes.

Carol soltó el aire fuertemente por la nariz.

—Nos habría sido de gran ayuda que nos hubieran encaminado en la dirección adecuada. Después de todo, los expertos son ustedes.

—Pues su predecesor no pensaba así —replicó Pendlebury, como si uno estuviera hablando de peras; y la otra, de manzanas. El entusiasmo que había demostrado hasta entonces acababa de ser reemplazado por una máscara de impasibilidad que dejaba la pelota en el tejado de Carol. Ahora mismo, la cosa no pintaba bien.

—Eso era antes. —Dejó el informe sobre la mesa del jefe de bomberos y lo abrió—. ¿Quiere usted decir que ya han tenido dudas acerca de incendios anteriores?

El hombre leyó las primeras líneas del informe y bufó.

—¿A cuándo quiere que me remonte?

Tony Hill estaba sentado a su mesa, solo, preparándose para el siguiente día de trabajo con su unidad, pero sus pensamientos estaban muy lejos de aquellos detalles. Pensaba en las mentes psicópatas que había por el mundo y que estarían causando daño y sufrimiento a gente que ni siquiera conocían en aquel mismo instante.

Hacía tiempo que entre los psicólogos existía una teoría que rechazaba la existencia del mal y que atribuía los mayores excesos de los sociópatas secuestradores, torturadores y asesinos a una serie de circunstancias y situaciones encadenadas de su pasado. Estas acababan culminando en una crisis de tensión que los catapultaba más allá de los límites que una sociedad civilizada estaba dispuesta a tolerar. Pero Tony nunca había estado completamente de acuerdo. Él se preguntaba por qué la mayoría de las personas con trasfondos prácticamente idénticos —de abusos y privaciones— no se convertían en psicópatas, sino que llevaban vidas útiles y fructíferas, perfectamente integradas en la sociedad.

Ahora los científicos empezaban a hablar de una respuesta genética, una especie de fractura en el código del ADN que podría explicar esa divergencia. Pero, en cierto sentido, para Tony aquella respuesta era demasiado simple. Le parecía una manera de escurrir el bulto, de evadir la responsabilidad, algo tan repugnante y desfasado como la teoría de que, sencillamente, unos hombres eran malos y otros, buenos.

Para él, este asunto siempre había tenido una relevancia especial. Era plenamente consciente de por qué era tan bueno en lo suyo: porque era capaz de adentrarse en el infierno tanto como su presa, aunque debía admitir que llegaba un momento en el que no estaba seguro de quién era quién. A pesar de que los psicópatas eran los cazadores primigenios, él, a su vez, les daba caza a ellos a partir del punto en el que habían cruzado la línea. Y en su vida quedaban ecos de la de ellos. Las fantasías que motivaban a los asesinos en serie tenían que ver con el sexo y con la muerte… mientras que sus fantasías acerca del sexo y de la muerte se denominaban «perfiles psicológicos». Ambas facetas estaban escalofriantemente próximas entre sí.

A veces, aquello le hacía pensar eso de «¿qué fue primero, el huevo o la gallina?». Su impotencia, ¿había empezado porque tenía miedo de que expresar libremente su sexualidad pudiera llevarlo a usar la violencia y a matar? ¿O era el hecho de ser consciente de que los deseos sexuales desembocaban en asesinatos, tantas y tantas veces, lo que lo llevaba a pensar que su cuerpo tenía una tara sexual? Jamás iba a desentrañar esa duda. Fuera como fuese, lo que estaba claro es que su trabajo había afectado profundamente a su vida.

De pronto, se acordó de la chispa de entusiasmo que había en los ojos de Shaz Bowman. Recordaba haberse sentido así alguna vez, antes de que su fascinación se viese atemperada por la exposición a los horrores que unos humanos eran capaces de infligirles a otros. Quizá pudiera usar lo que sabía para proporcionarle a ese equipo una armadura mejor que la suya. Aunque eso fuera lo único que consiguiera… se daría por satisfecho.

En otra parte de la ciudad, Shaz pulsó el botón del ratón y cerró el programa. Con el piloto automático puesto, apagó el ordenador y se quedó mirando la pantalla, ahora en negro. Cuando había decidido explorar Internet como primer paso para desenterrar el pasado de Tony Hill, imaginaba que encontraría un puñado de referencias y, con un poco de suerte, unos cuantos recortes en los archivos de los periódicos. Sin embargo, al teclear: «Tony», «Hill», «Bradfield» y «asesino» como palabras clave en el buscador, había encontrado un truculento tesoro enterrado compuesto por enlaces que la habían llevado a páginas de hacía un año que se referían al caso. Existían unas cuantas páginas web espeluznantes dedicadas por completo a los asesinos en serie y en las que se incluía ese caso. Además, periodistas y comentaristas habían escrito sus propios artículos sobre este en sus páginas personales. Existía incluso una galería de los «perversos», una página con fotografías de los asesinos en serie más conocidos del mundo. El objetivo de Tony, el Matamaricas, se explicaba de mil modos distintos en aquella estrambótica exposición.

Shaz había descargado en su ordenador todo lo que había encontrado y había pasado el resto de la tarde leyéndolo. Lo que había comenzado como un ejercicio académico para descubrir qué es lo que motivaba a Tony Hill, la había dejado para el arrastre.

Nadie discutía los hechos: cuatro hombres habían sido torturados con una crueldad extrema, inconcebible, antes de ser asesinados. Una vez muertos habían sufrido mutilaciones sexuales y los habían lavado con sumo cuidado, y, finalmente, los cadáveres desnudos de las víctimas habían sido arrojados como si fueran basura en las zonas de flirteo homosexual más habituales de Bradfield.

Como último recurso, la policía había empleado al doctor a modo de asesor y este había trabajado con la detective Carol Jordan para desarrollar un perfil. Pero cuando se acercaban a la presa, el cazador acabó cazado. El asesino quería sacrificar a Tony y convertirlo en la quinta víctima. Lo tenía atado a una máquina de tortura y le hacía gritar de dolor. Se salvó por los pelos y no gracias a la llegada de la caballería, sino a su habilidad oral, desarrollada a lo largo de años y años de terapia con asesinos perturbados. No obstante, para sobrevivir, había tenido que matar a su captor.

Mientras leía, su corazón se llenaba de horror y sus ojos, de lágrimas. Por desgracia, tenía suficiente imaginación para recrear la imagen del infierno por el que tenía que haber pasado Tony, así que se vio sumergida en la pesadilla del enfrentamiento final, donde los papeles del asesino y de la víctima se intercambiaron irremisiblemente. La escena hizo que se estremeciera de miedo e inquietud.

Le maravillaba pensar cómo habría aprendido a vivir con eso. ¿Cómo sería capaz de dormir? ¿Acaso no se vería asaltado nada más cerrar los ojos por imágenes que cualquier otro ser humano sería incapaz de tolerar o de imaginar siquiera? No le extrañaba que no estuviera preparado para usar aquella experiencia pasada para enseñarles cómo enfocar el futuro. Lo verdaderamente milagroso era que aún tuviera ganas de seguir practicando una disciplina que lo había arrastrado hasta el borde de la locura. ¿Lo habría soportado ella en caso de haber pasado por lo mismo? Dejó caer la cabeza entre las manos y, por primera vez desde que oyó hablar de la unidad, se preguntó si no habría cometido un grave error.

Betsy le preparó a la periodista una bebida muy cargada de ginebra, con poca tónica y con un cuarto de limón exprimido para que la acidez del zumo mitigase el dulzor empalagoso de la ginebra y enmascarase su fuerza. Una de las principales razones de que la imagen de Micky se hubiera mantenido inmaculada, sin tacha, ante los escándalos era la insistencia de Betsy de que solo ellos tres conocieran su secreto. Puede que Suzy Joseph fuera todo sonrisas y resultase muy agradable, y que su tintineante sonrisa y el humo de sus cigarrillos mentolados llenasen la espaciosa sala de estar, pero seguía siendo una periodista. Y aunque representase a la parte más complaciente y lisonjera de la prensa, Betsy estaba segura de que entre los amigotes que hacía en los bares habría alguno con menos escrúpulos que haría lo imposible por sonsacarle cualquier cotilleo. Por lo que no tenía intención de dejar de servirle copas; así, para cuando se sentase a cenar con Jacko y con Micky, su percepción ya no sería tan aguda, sino un tanto borrosa.

Betsy se sentó en el brazo del sofá en el que estaba la periodista. Entre que la mujer estaba tan delgada que parecía anoréxica y que los cojines eran muy blandos y mullidos, parecía que el sofá se la hubiera tragado. Desde allí podía vigilarla fácilmente, mientras que Suzy, en cambio, tendría que cambiar de posición abiertamente para tenerla en su línea de visión. Y así, además, llegado el caso, podía advertir a Micky de que se anduviera con cuidado sin que la otra se diera cuenta.

—¡Qué habitación tan bonita! —comentó efusivamente la periodista—. Tan sencilla… ¡pero tan mona! No se ven a menudo casas decoradas con tanto gusto, tan elegantes, tan… apropiadas. Créeme, he estado en más mansiones de Holland Park ¡que los propios agentes inmobiliarios! —le soltó a Betsy con el mismo tono que habría empleado con un camarero mientras se giraba torpemente—. ¿Te has encargado de que los del cáterin tengan todo lo que necesitan?

—Todo está bajo control —respondió mientras asentía—. Les ha encantado la cocina.

—Seguro que sí. —Suzy volvía a mirar a Micky y a dejar de lado a Betsy—. Micky, ¿has diseñado tú misma el salón? ¡Tiene tanto estilo! Es tan… ¡tan tú! ¡Es perfecto para De cena con Joseph! —Se inclinó hacia delante para apagar el cigarrillo. Al hacerlo, su escote quedó a la vista y Betsy no pudo evitar mirar. La asistente personal vio que lo tenía tan arrugado como el papel crepé y pensó que, por muchas cremas antiarrugas que se diera y por mucho que se pusiera maquillaje bronceador, jamás conseguía disimular ese aspecto.

A Micky no le hacía ninguna gracia que le alabase el gusto una mujer a la que no le daba ninguna vergüenza ir vestida con un traje de Moschino de color negro y escarlata chillón diseñado para alguien veinte años más joven que ella y con un cuerpo totalmente distinto; era un arma de doble filo. Pero se limitó a sonreír nuevamente y a apuntar:

—En realidad es Betsy quien más ha aportado. De hecho, es la única que tiene gusto. Yo solamente le digo cómo quiero que sea el ambiente y ella se encarga del resto.

La reflexiva sonrisa de Suzy no era muy cálida. Otra oportunidad desperdiciada; en aquella conversación no había dónde rascar. Antes de que le diera tiempo a intentarlo de nuevo, Jacko entró en la habitación dando grandes zancadas, con su traje a medida y dándose tanta importancia que parecía que participara en un desfile militar. Ignoró los cumplidos y adulaciones de Suzy y fue directo hasta donde estaba Micky. Se inclinó sobre ella, la abrazó, se sentó a su lado y la atrajo hacia sí; pero no la besó.

—Siento haber llegado tarde, cariño. —Su voz profesional y pública zumbaba como un chelo. Se dio media vuelta, se recostó en el sofá y le brindó a la periodista una sonrisa perfecta como si la mujer tuviera que estarle agradecido por ello—. Ah, tú debes de ser Suzy. Estamos encantados de que hayas venido.

A la mujer se le iluminó la cara como si fuera un árbol de Navidad.

—Yo también estoy encantada de estar aquí —respondió entusiasmada pero con la voz entrecortada y sin atisbo del barniz tras el que escondía ese inconfundible acento de las West Midlands que tanto odiaba. A Betsy nunca dejaba de sorprenderle el efecto que tenía Jacko en las mujeres: dejaba suave y dulce como el vino de Barsac hasta a la zorra más ácida. Ni siquiera el cinismo trasnochado de Suzy Joseph, una mujer que tenía la misma relación con los famosos que los escarabajos con la mierda, era armadura suficiente contra su carisma—. En De cena con Joseph no suelo tener la oportunidad de tratar con gente que admiro realmente.

—Gracias —respondió el hombre con aquella magnífica sonrisa en sus labios—. Betsy, ¿vamos a la mesa?

—Estaría bien —dijo la periodista tras consultar el reloj—. Los del cáterin tenían pensado empezar a servir la cena más o menos a esta hora.

Jacko se puso en pie de un salto y se quedó esperando a que Micky se levantase y se encaminara hacia la puerta. También dejó que Suzy pasara por delante de él, tras lo cual miró a Betsy y puso los ojos en blanco y una cara de aburrimiento que divirtió a la ayudante y la obligó a sofocar una risita. Luego, la mujer los siguió a los tres al comedor, esperó a que se sentaran y estuvieran cómodos y los dejó solos. Al rato, con un pedazo de queso delante y escuchando el programa de noticias The World at One, se recordó que no ser la consorte oficial también tenía sus beneficios.

Micky, en cambio, no tenía esos momentos de descanso, y debía fingir que no se daba cuenta de los insulsos flirteos de Suzy con su marido. Desconectó mientras la otra mujer llevaba a cabo su aburrida «danza ritual» y se concentró en sacar los últimos pedacitos de carne de una pinza de langosta. Un cambio en el tono de voz de Suzy la alertó de que la conversación estaba yendo muy lejos; era hora de tomar las riendas.

—Claro que he leído cómo os conocisteis —decía la periodista, que tenía una mano sobre una de las de Jacko. «Seguro que no le palmearías con tanta soltura la otra», reflexionó tristemente Micky—. Pero quiero oírlo de vuestros labios.

«Allá vamos», pensó Micky. La primera parte de la actuación siempre le correspondía a ella.

—Nos conocimos en el hospital —comenzó.

Para la mitad de la segunda semana, la sala de la unidad era como un hogar para todo el equipo. No era casualidad que los seis agentes elegidos para la escuadra fueran solteros y no tuvieran obligaciones familiares, por lo menos tanto según sus fichas como según la información no oficial que el comandante Paul Bishop había recabado en las cantinas y clubes de policía de todo el país. Deliberadamente, Tony quería personas a las que pudiera sacar de su vida anterior para que se vieran obligadas a desarrollar un espíritu de equipo. Y cuando miró a las seis personas que había en la sala, con la cabeza inclinada sobre las fotocopias de informes policiales que les había hecho, pensó que, al menos en eso, no se había equivocado.

Ya habían comenzado a desarrollar alianzas y, hasta el momento, no lo habían hecho por personalidad, ya que eso acabaría por dividir al grupo irremisiblemente. Por el contrario, y curiosamente, las alianzas eran flexibles, no estaban compuestas por parejas rígidas. Aunque algunas afinidades eran mayores que otras, nadie intentaba que aquellas parejas fuesen exclusivas.

Por lo que le parecía, Shaz era la única excepción. Y no porque tuviera algún problema con los demás, sino porque no intimaba con los demás de la misma manera en que lo hacían los otros. Participaba en las bromas y tomaba parte en las lluvias de ideas pero, por alguna razón, siempre había algo de distancia entre ella y sus compañeros. Veía en ella esa pasión por el éxito de la que carecía el resto del grupo. Todos eran ambiciosos, eso era innegable, pero Shaz iba más allá. Para ella era algo muy real, una necesidad que ardía en su interior y consumía todo atisbo de frivolidad. Era la primera en llegar por la mañana y la última en irse por la noche y nunca perdía la oportunidad de que Tony se explayase en lo último que les había explicado. Pero aquella necesidad de triunfar era también lo que la hacía más vulnerable al fracaso. Lo que él reconocía como un deseo desesperado por obtener la aprobación de los demás era, en realidad, un hoja de doble filo que podría usarse contra ella con efectos devastadores. Si no aprendía a bajar las defensas y a usar su empatía, nunca desarrollaría su verdadero potencial como criminóloga. Tony sabía que le correspondía a él conseguir que la mujer llegase a darse cuenta de que podía bajar sus defensas sin que le diera la sensación de que estaba arriesgándose demasiado.

En ese momento, Shaz levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos. Era evidente que no sentía reparo ni incomodidad; tan solo lo miró durante unos instantes y volvió a lo que estaba leyendo. Era como si hubiera rebuscado en su banco de memoria algún dato y que, tras dar con él, hubiera vuelto a desconectar. Tony, ligeramente molesto, se aclaró la garganta.

—Cuatro incidentes separados de abuso sexual y violación. ¿Algún comentario?

El grupo ya había superado esos primeros días con silencios incómodos y las galanterías en las que se daba la oportunidad de responder a los demás. Por lo visto, se estaba estableciendo una costumbre que consistía en que fuese Leon Jackson quien abriese fuego.

—Creo que la conexión más fuerte está en las víctimas. He leído en alguna parte que los violadores en serie tienden a violar a mujeres de su mismo grupo de edad, y todas estas mujeres tienen veintitantos. Además, todas ellas tienen el pelo más o menos rubio y todas ellas se preocupaban por mantenerse en forma. Hay dos que hacían footing, una jugadora de hockey y una remera. Y todas ellas practicaban su deporte favorito en lugares en los que cualquier acosador chiflado podría observarlas y pasar desapercibido.

—Gracias, Leon. ¿Algo más?

Simon, a quien el grupo ya consideraba un «abogado del diablo», intervino con su acento de Glasgow y su costumbre de mirar por debajo de sus espesas y oscuras cejas que le daban un aire agresivo.

—Se podría extraer la conclusión de que las mujeres que practican este tipo de deportes son de esas que tienen suficiente confianza en sí mismas como para cruzar solas lugares peligrosos convencidas de que no les va a suceder nada. Podría haber dos, tres e incluso cuatro atacantes; en cuyo caso, consultar con un criminólogo sería una pérdida de tiempo.

Shaz negó con la cabeza.

—No hay que fijarse solo en las víctimas —expuso con firmeza—. Si estudias las pruebas, llama la atención que a todas ellas les tapó los ojos durante el ataque. Todas ellas dicen que el violador las insultaba constantemente mientras abusaba de ellas. Eso no es una mera coincidencia.

—Venga, Shaz —protestó Simon, que no estaba dispuesto a rendirse—. Es normal que un tipo que es tan mierda como para tener que recurrir a la violación para sentirse bien consigo mismo insulte a las mujeres para jalearse. Y en cuanto a lo de que les cubrieran los ojos, no hay ninguna similitud en la forma de hacerlo excepto entre la primera y la tercera, casos en los que usó la propia cinta que llevaban las mujeres en la cabeza. Mira —dijo agitando las fotocopias—, el segundo caso: le levantó la camiseta, se la puso en la cabeza y le hizo un nudo. Y el cuarto: el violador llevaba un rollo de cinta de embalar y se la puso alrededor de la cabeza. Hay mucha diferencia… —Se apoyó en el respaldo de la silla con una sonrisa bonachona para distender la fuerza de sus palabras.

Tony sonrió.

—Lo que me sirve para enlazar con la siguiente explicación. Gracias, Simon. Hoy os voy a poner deberes por primera vez: el preámbulo de la guía para principiantes para diferenciar «firma» de «M. O.». ¿Alguien sabe de qué estoy hablando?

Kay Hallam, la otra mujer del equipo, levantó la mano tímidamente y miró de manera inquisitiva a Tony, que asintió. La mujer se pasó el pelo castaño por detrás de la oreja, un gesto que el psicólogo había empezado a reconocer como un mecanismo para resultar más femenina y vulnerable y evitar así las críticas, especialmente cuando estaba a punto de decir algo de lo que estaba completamente segura.

—El «M. O.» es activo, mientras que la «firma» es estática.

—Sí, es una manera de explicarlo —apuntó Tony—. Sin embargo, resulta demasiado técnico para los demás —añadió con una sonrisa mientras señalaba uno a uno a los otros cinco. Se levantó de la silla y empezó a moverse de arriba abajo mientras hablaba—. «M. O.» son las siglas de la expresión latina modus operandi. Se refiere, literalmente, al «modo de obrar». Cuando lo usamos en un contexto criminal, nos referimos a la serie de acciones que el perpetrador lleva a cabo para conseguir su objetivo: el crimen. Cuando se empezó con todo esto de los perfiles, los agentes de policía y buena parte de los psicólogos se tomaban al pie de la letra lo que significaba ser un «criminal en serie», esto es, alguien que actuaba de igual manera una y otra vez para conseguir los mismos resultados. Con la diferencia de que, normalmente, había cierta intensificación, cierto aumento de la violencia, por parte de dichos criminales. Por ejemplo, podían pasar de comenzar asaltando a una prostituta la primera vez, a terminar sacándole a otra los sesos a martillazos.

»Pero según fuimos descubriendo más cosas, nos dimos cuenta de que no éramos los únicos capaces de aprender de nuestros errores. Nos enfrentábamos a criminales que eran suficientemente inteligentes e imaginativos como para no hacer siempre lo mismo. Y eso significaba que teníamos que hacernos a la idea de que el M. O. era algo que podía variar significativamente de un asalto a otro debido a que el criminal era capaz de cambiar sus procedimientos a otros menos efectivos. Era capaz de adaptarse. Puede que, por ejemplo, la primera vez decidiera estrangular a su víctima pero que, una vez llevado a cabo, considerase que le llevaba mucho tiempo, que era demasiado ruidoso o que le asustaba o le ponía lo bastante nervioso como para no disfrutar del acto. La segunda vez, imaginad, le revienta la cabeza con una palanca a la víctima. Pero es demasiado sucio. Así que a la tercera, la apuñala. Visto lo visto, los detectives consideran que se trata de tres asesinatos independientes entre sí porque el M. O. es muy diferente.

»Lo que no cambia es lo que denominamos, por llamarlo de alguna manera, la “firma”. —Dejó de caminar y se apoyó en el alféizar—. La firma no cambia porque es la raison d’être del crimen. La razón de ser, lo que proporciona al criminal esa sensación de satisfacción. ¿Y en qué consiste la firma? Bueno, pues se trata de todos esos comportamientos que ha de seguir el criminal y que considera necesarios para cometer el crimen: el ritual que lleva a cabo. Para que el perpetrador se sienta satisfecho, los elementos de la firma han de estar presentes cada vez que sale “de caza” y han de ser idénticos o realizarlos de la misma manera cada vez. En un asesinato, los ejemplos de firma podrían ser: que desnude a la víctima, que apile cuidadosamente la ropa de la misma, que la maquille después de matarla, que tenga relaciones sexuales con ella después de matarla, o que realice algún tipo de mutilación ritual, como cortarle los pechos, el pene o las orejas.

Parecía que Simon se estuviera mareando un poco. Tony se preguntó cuántas víctimas de asesinato habría visto. Tendría que volverse más insensible o aprender a sobrellevar las burlas de los colegas, que disfrutarían viendo cómo el criminólogo echaba el desayuno encima de una víctima que ya estaría suficientemente echa polvo.

—Un criminal en serie ha de tener una firma para sentirse pleno, para que el acto tenga sentido. Consiste en crear una manera de saciar una serie de necesidades: dominar, infligir dolor, provocar diferentes respuestas, obtener liberación sexual. Los medios pueden variar, pero el fin siempre es el mismo. —Tomó aire profundamente e intentó no pensar en las variaciones particulares que había vivido de primera mano—. Para un asesino que sienta placer infligiendo dolor a su víctima y oyéndola gritar es irrelevante que… —La voz le tembló cuando las imágenes de su memoria invadieron su cabeza—. Que… —Todos lo miraban atentamente y se esforzó para que pareciera que se había distraído, no que había naufragado—. Que… las ate y les haga cortes o que…

—O que las azote con un alambre —soltó Shaz con una expresión tranquilizadora.

—Exactamente —respondió Tony, que ya estaba casi recuperado—. Me alegro de que tengas una imaginación tan agradable.

—No es una mujer al uso, ¿eh? —comentó Simon con una risotada que bien podría haber sido un gruñido.

Parecía que Shaz se sintiera un tanto avergonzada, por lo que Tony prosiguió antes de que el chiste fuera a mayores.

—Así que podemos encontrarnos con dos cadáveres cuyo estado físico sea muy diferente pero que, sin embargo, al examinar el escenario, nos topemos con «cosas» adicionales al acto de asesinar en sí y que hayan servido para que la gratificación final que siente el asesino sea la misma. Y esa es la firma. —Se quedó callado unos instantes. Había recuperado el control por completo y miró a su alrededor para ver si todos lo seguían. Parecía que uno de los policías tenía dudas—. Por ejemplo, pensad en criminales corrientes. Tenemos un ratero que roba vídeos porque ha encontrado un comprador que le ofrece un buen precio por ellos. Así que eso es lo único que roba. Y lo hace en casas adosadas a las que entra por el patio trasero. Pero, entonces, un día lee en los periódicos que la policía ha alertado a los vecinos de que hay un ladrón de vídeos que entra por la puerta de atrás y que estos han empezado a organizar grupos de vigilancia que prestan especial atención a las calles traseras. Por tanto, decide olvidarse de las casas adosadas y pasar a robar en las semiapareadas, las de la época de la guerra, a las que puede entrar por la ventana lateral del salón, en la planta baja. Ha cambiado su M. O., pero sigue sin robar otra cosa que no sea vídeos. Esa es su firma. —Ya no había duda en la cara del policía: lo había entendido. Satisfecho, Tony cogió una serie de folios divididos en seis grupos—. Así que debemos aprender a tenerlo todo en cuenta cuando creamos que estamos ante un asesino en serie. Hay que «enlazar de acuerdo con las similitudes» en vez de «descartar según las diferencias».

Volvió a ponerse en pie y caminó entre las mesas. Se preparó para el momento crucial de la sesión.

—Hay algunos policías veteranos y criminólogos que tenemos una hipótesis que es más secreta que los mandamientos de la logia masónica. —Volvió a captar su atención—. Pensamos que, en la última década, podrían haber surgido en Gran Bretaña alrededor de media docena de asesinos en serie cuyas actuaciones han pasado desapercibidas. A algunos de ellos podrían atribuírseles más de una decena de víctimas. Gracias a la magnífica red de autopistas y a la histórica desgana de las fuerzas policiales por compartir información entre sí, nadie se ha detenido a hacer las conexiones necesarias. Cuando estemos completamente operativos, ese será uno de nuestros quehaceres; cuando haya tiempo y personal para encargarse de ello, claro. —Hizo una pausa y los policías enarcaron las cejas y empezaron a murmurar entre sí—. Así que esto que os voy a pedir es un ensayo: treinta adolescentes desaparecidos. Todos ellos son casos reales seleccionados de entre casos que han sido investigados por una decena de comisarías en los últimos siete años. Os doy una semana para examinarlos en vuestro tiempo libre. Pasado ese tiempo, tendréis que presentar una teoría que exponga si hay suficientes puntos en común entre alguno de los casos como para sospechar que se trata del trabajo de un asesino en serie.

Pasó un grupo de fotocopias para cada uno y les dejó unos instantes para que les echaran una ojeada.

—Quiero hacer hincapié en que solamente es un ejercicio —advirtió mientras volvía a su silla—. No hay ninguna razón que me haga suponer que estos chicos y chicas han sido raptados o asesinados. Puede que algunos de ellos ya estén muertos, pero considero que es más probable que se deba a la dureza de la vida en la calle que a que hayan sido asesinados. El factor común a todos los casos es que sus padres coincidían en que los adolescentes no tenían ningún motivo para escapar de casa. Todos los padres aseguraron que los adolescentes eran felices en casa, que no había habido ninguna pelea fuerte y que no tenían problemas significativos en el colegio. Aunque la policía había detenido a uno o a dos de ellos y habían tenido que realizar servicios sociales, hacía tiempo que aquello había quedado atrás. Además, ninguno de los adolescentes contactó con sus padres o familiares tras la desaparición. Es muy probable que la mayoría de ellos acabaran en Londres y que los neones de la ciudad los cegaran. —Tomó aire profundamente y se giró para mirarlos—. Pero podríamos estar ante cualquier otro supuesto y, si es así, vuestra labor es averiguarlo.

La excitación empezó como una pequeña quemazón en las tripas de Shaz, pero era lo suficientemente potente como para que se olvidara de lo que había leído acerca del enfrentamiento de Tony con un asesino en serie. Esa era su primera oportunidad. Si había víctimas de asesinato entre esos casos, lo descubriría; es más, hablaría por ellas. Las vengaría.

A menudo, los criminales son descubiertos por accidente. Lo sabía porque había visto programas de televisión que hablaban de ello. Dennis Nielsen, asesino de quince jóvenes sin techo fue descubierto porque los pedazos de los cadáveres que echaba por las cañerías acabaron por bloquearlas; Peter Sutcliffe, el asesino de Yorkshire que despachó a trece mujeres, fue descubierto cuando lo detuvieron por robar unas matrículas con las que camuflar su coche; Ted Bundy, un asesino necrófilo que acabó, como mínimo, con la vida de catorce mujeres jóvenes, fue descubierto cuando la policía lo detuvo por circular sin luces. Pero eso no le asustaba, sino que aumentaba el subidón de adrenalina que sentía al provocar los incendios. Puede que sus motivos fueran muy diferentes de los de aquellos asesinos, pero el riesgo también era muy grande. Los guantes de cuero para conducir, que al principio eran suaves, estaban siempre empapados por el sudor que le producían los nervios.

Era cerca de la una de la madrugada. Aparcó el coche en un lugar que había elegido cuidadosamente. Nunca lo dejaba en una calle residencial porque sabía que siempre había algún anciano insomne o algún jovencito al que le encantaba disfrutar de la noche. Por el contrario, elegía el aparcamiento de grandes tiendas de bricolaje, solares que había junto a las fábricas, o la entrada a los garajes que quedaban cerrados por la noche. Lo mejor eran los descampados donde se vendían coches de segunda mano porque, de madrugada, nadie notaba la presencia de un coche más durante una o dos horas.

Nunca llevaba ninguna bolsa, ya que consideraba que resultaría sospechoso a esas horas de la noche. Así, si lo veía algún policía, no pensaría que era un ladrón. Y si algún urbano del turno de noche le ordenaba que se vaciase los bolsillos para sacudirse el aburrimiento, tampoco encontraría nada de lo que sospechar: un poco de cuerda, uno de esos mecheros antiguos de gasolina, un paquete de cigarrillos al que le faltaban dos o tres, una caja de cerillas manoseada con un par de fósforos, el periódico del día anterior, una navaja suiza, un pañuelo arrugado y manchado con un poco de aceite y una linterna pequeña pero muy potente.

Siguió la ruta que había memorizado. Avanzaba pegado a las paredes por calles vacías sin hacer ningún ruido porque iba calzado con zapatillas de jugar a bolos. Unos segundos después llegó a un estrecho callejón que daba a la parte trasera de un pequeño complejo que llevaba observando desde hacía un tiempo. El lugar había sido una fábrica de cuerda y estaba compuesto por cuatro edificios de ladrillo de principios de siglo que habían sido reconvertidos de un tiempo a esta parte en un taller de reparaciones eléctricas para automóviles, en una tapicería, un suministrador de material para fontanería y un obrador que hacía galletas según una receta que, supuestamente, era tan antigua como la representación de los Misterios de York. A su entender, cualquiera que vendiese cajas de galletas arenosas de tan mala calidad a precios tan desorbitados merecía que su fábrica ardiera hasta los cimientos, aunque por desgracia, en su interior no había suficientes materiales inflamables. Esa noche, sería la tapicería la que iba a arder como una vela romana.

Más tarde se deleitaría con las llamas amarillentas y carmesíes que se clavarían en las largas columnas de humo de color gris y marrón que saldrían de las telas, del suelo y de las vigas de madera del viejo edificio. Pero, para eso, tenía que entrar.

Aquella mañana había pasado por allí y había tirado una bolsa de plástico con todo lo que necesitaba para provocar el incendio en la papelera que había junto a la puerta del taller. En aquel momento, la recogió y sacó el desatascador y el tubo de pegamento de contacto. Rodeó el edificio hasta que llegó a la ventana del lavabo y pegó en ella el desatascador. Esperó unos minutos para asegurarse de que el pegamento se había endurecido, agarró el desatascador con ambas manos y tiró fuertemente de él. El cristal apenas hizo ruido al romperse y los fragmentos cayeron a la calle, como si el vidrio hubiera explotado por el fuego. Golpeó el desatascador con cuidado contra la pared para romper el círculo de cristal hasta que solo quedó el vidrio que estaba adherido a la goma. Ese vidrio del desatascador no importaba, ningún forense vería la necesidad de reconstruir el cristal para ver si faltaba una circunferencia de cristal entre los fragmentos.

Una vez hecho eso, apenas tardó unos minutos en entrar. Sabía que el lugar no tenía alarma.

Sacó la linterna y la movió a uno y otro lado para ver dónde se encontraba. A continuación, salió al pasillo que daba a la zona de trabajo principal. Recordó que al final había un par de cajas de cartón llenas de retales que los aficionados a los trabajos manuales de la zona les compraban por unas monedas. Seguro que los detectives consideraban que aquel era el lugar perfecto para que los trabajadores echasen un pitillo durante los descansos.

Construir el artefacto incendiario apenas le llevaba unos instantes. Primero, abrió el mechero y frotó la cuerda con la guata, que había empapado previamente con líquido para encendedores. Seguidamente puso la cuerda en el centro de media docena de cigarrillos que había unido con una goma elástica. Después de preparar el artefacto, lo colocó de manera que la cuerda-mecha quedara junto al borde de una de las cajas de cartón y, acto seguido, dejó a su lado el pañuelo con aceite y algunas hojas de periódico arrugadas. Para acabar, prendió fuego a los cigarrillos, que arderían hasta la mitad antes de que la cuerda se prendiese. Las cajas llenas de retales tardarían algo de tiempo en empezar a arder pero, una vez empezaran… no habría quien detuviera el incendio. ¡Menudas llamaradas se iban a formar!

Había estado reservándose ese lugar porque sabía que iba a arder de un modo espectacular. Sería gratificante en más de un aspecto.

Betsy consultó su reloj. Diez minutos más y entraría a aguarle la cena a Suzy Joseph, para lo que alegaría que Micky tenía una cita. Si Jacko quería seguir jugando a ser encantador, eso ya era cosa suya; aunque sospechaba que aprovecharía la oportunidad para escapar. Había acabado de grabar la última entrega de Las visitas de Vance la noche anterior, de modo que probablemente aprovecharía para dedicarse a sus obras de caridad en alguno de los hospitales especializados en los que hacía, voluntariamente, de consejero y de trabajador social. Se marcharía a media tarde, y dejaría a Micky y a ella tranquilas, en su casa, para que pasaran solas el fin de semana.

—Hoy en día, como tengas una enfermedad terminal, entre Jacko y la princesa de Gales, no te dejan en paz —dijo en alto—. Qué suerte tengo de no tener que escuchar la «versión oficial» por enésima vez —prosiguió mientras recogía el escritorio, guardaba papeles en el archivador y se preparaba para pasar un fin de semana «sin remordimientos»—. «Allí estaba yo, convaleciente, pensando que mi sueño se había roto en pedazos, convencido de que no me quedaba nada por lo que mereciera la pena vivir» —dijo imitando la alegre y dramática entonación de Jacko—. «Pero, entonces, desde lo más profundo de mi depresión, vi a una persona…». —Betsy imitó aquel impostado gesto que tantas veces le había visto hacer con su único brazo—. «Una persona que era la representación del amor. Una persona que estaba allí, sentada en mi cama y que me hizo sentir que en mi vida volvía a haber algo por lo que merecía la pena luchar».

Se trataba de una historia que apenas tenía algo que ver con la realidad. Aún recordaba el primer encuentro de Micky con Jacko, y no precisamente porque hubiera habido una colisión entre dos estrellas que acababan de darse cuenta de que estaban hechas la una para la otra. Lo que Betsy recordaba era muy diferente y mucho menos romántico.

Era la primera vez que Micky lideraba la audiencia con una conexión en directo para el telediario de la noche. Había millones de televidentes ansiosos por ver la primera entrevista en exclusiva con Jacko Vance, el héroe, el protagonista de la historia de interés humano más fascinante del momento. Betsy había visto el telediario en casa, sola, emocionada, llena de gozo ante la perspectiva de que su amante fuera el blanco de todas las miradas.

Pero aquel gozo no había durado mucho. Uno o dos días después, mientras celebraban juntas aquel momento televisivo a la luz del televisor en el que estaban viendo el vídeo de la conexión, el momento de placer se vio interrumpido por el timbre del teléfono. Respondió Betsy. Su voz estaba llena de una enorme alegría; pero el periodista que había al otro lado de la línea y que le preguntó a bocajarro si era la novia de Micky consiguió que aquella alegría desapareciera de golpe. A pesar de las frías y vehementes negativas de Betsy y del ridículo que le hizo pasar la reportera, ambas sabían que su relación corría el riesgo de acabar expuesta en todos los programas y revistas del corazón.

Micky había planeado cuidadosamente una campaña para enfrentarse a las tácticas subrepticias de los periodistas de la prensa rosa y la había puesto en práctica de un modo tan inflexible como cada uno de los pasos que había dado en su carrera. Todas las noches en la casa se corrían las cortinas de dos dormitorios y se encendía la luz en ambos justo después. Las luces se apagaban más tarde y en diferentes momentos; de hecho, la luz de la habitación vacía tenía un temporizador que Betsy programaba a una hora diferente cada noche. Por las mañanas, las cortinas se descorrían en momentos diferentes, cada una de ellas por la misma persona que las había corrido. Las mujeres solamente se abrazaban una vez habían corrido las cortinas y lejos de las ventanas, en el pasillo, donde nadie las veía. Si ambas salían de casa al mismo tiempo, se despedían alegremente con la mano y sin que hubiera contacto físico entre ellas.

Conseguir que los mirones no tuvieran de dónde rascar habría sido suficiente para que la mayoría de la gente se sintiera segura, pero Micky prefería una actuación más activa. Si los de la prensa rosa querían una historia, se la iba a dar; pero tenía que ser más emocionante, más creíble y más sensual que la que ya tenían entre manos. Como Betsy le importaba mucho, no quería ni perjudicarla ni que se resintiese la relación que había entre ambas.

A la mañana siguiente de que recibieran aquella funesta llamada, Micky tenía una hora libre, así que condujo hasta el hospital en el que se encontraba Jacko Vance y, gracias a su carisma, consiguió que las enfermeras la dejaran pasar. Le dio la impresión de que Jacko se alegraba de verla, y no solo porque le hubiera llevado una radio con auriculares. Aunque todavía estaba tomando mucha medicación para el dolor, estaba alerta y receptivo a cualquier distracción que lo alejara del tedio en el que se había convertido su vida. Pasó una media hora hablando animadamente con él de todo menos del accidente y de la amputación y, antes de marcharse, se agachó y le dio un amistoso beso en la frente. Para su sorpresa, no le había costado tanto e incluso se había sentido un poco atraída hacia él. Dadas las experiencias que había tenido con otros héroes deportivos, creía que iba a tratarse de un macho arrogante, pero no fue así. Y lo que le parecía aún más sorprendente: no se pasaba el día compadeciéndose. Puede que, en un principio, las visitas de Micky tuvieran un interés personal y cínico, pero en aquel corto espacio de tiempo se había visto arrastrada por el respeto que le producía el estoicismo del hombre, y, en segundo lugar, por el inesperado placer que le había supuesto su compañía. Sí, el tipo estaba más interesado en sí mismo que en ella pero, al menos, era entretenido e ingenioso.

Cinco días más tarde, después de otras cuatro visitas, Jacko le hizo una pregunta que la mujer sabía que le haría antes o después:

—¿Por qué vienes a visitarme?

—Porque me caes bien —respondió ella mientras se encogía de hombros.

Jacko subió y bajó las cejas de una manera que venía a decir que aquella respuesta no le satisfacía. Micky suspiró e hizo un gran esfuerzo por mantener la mirada especulativa del hombre.

—Siempre he tenido demasiada imaginación y sé lo que hay que hacer para tener éxito. Me he dejado la piel trabajando para llegar donde estoy. He hecho sacrificios y, a veces, me he visto obligada a tratar a algunas personas de una manera que, en otra situación, me habría dado incluso vergüenza. Para mí, lo más importante es alcanzar mis metas y sé cómo me sentiría si una serie de circunstancias que se escapan a mi control me impidieran alcanzar esas metas. Imagino que lo que siento por ti es… empatía.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó él con cara de póquer.

—¿Simpatía sin lástima?

El hombre asintió como si se sintiera satisfecho.

—La enfermera piensa que es porque te gusto. Sabía que se equivocaba.

Micky se encogió de hombros. La cosa iba mucho mejor de lo que esperaba.

—Pues no la saques de su error, no la desilusiones. La gente desconfía de los motivos que es incapaz de comprender.

—Tienes razón —convino tras su razonamiento con un tono de amargura que Micky nunca antes había percibido en él—. Aunque el hecho de que entiendas una situación no quiere decir que seas capaz de aceptarla…

Sus palabras iban cargadas de significado, pero Micky sabía cuándo quedarse callada. Ya habría tiempo de abordar ese tema. Aquel día, cuando se marchó, se aseguró de que la enfermera viese cómo le daba un beso de despedida. Si pretendía que la historia fuera creíble, tenía que dejar que se filtrase, no anunciarla a bombo y platillo ella misma; y, por experiencia periodística, sabía que en un hospital los cotilleos se extendían más rápido que la legionela. Para que aquel rumor llegara a un público más amplio le bastaba con un solo portador.

Cuando volvió, una semana después, Jacko estaba distante. Micky se daba cuenta de que estaba conteniendo una serie de emociones violentas, pero era incapaz de desentrañar cuáles. Al final, cansada de que aquello fuera un monólogo en vez de una conversación, le preguntó:

—¿Me lo vas a explicar o vas a dejar que te suba la tensión hasta que te dé un infarto?

Por primera vez en toda la tarde, la miró a los ojos. Por un momento, pensó que tenía fiebre, pero enseguida se dio cuenta de que lo que pasaba es que estaba furiosísimo; tanto, de hecho, que le sorprendía que fuera capaz de controlarse. Al ver cómo se debatía por encontrar las palabras adecuadas, entendió que estaba tan enfadado que apenas podía hablar. Al final, consiguió superar la rabia con fuerza de voluntad y gruñó:

—Mi puñetera, digamos, prometida.

—¿Jillie? —Ese era el nombre, ¿verdad? Se habían conocido una tarde, cuando Micky ya se marchaba, y le había dado la impresión de que se trataba de una morenaza esbelta y sensual, aunque estaba a un paso de parecer una fulana.

—Zorra —susurró. Los tendones del cuello se le tensaron como cables bajo su piel morena.

—Jacko, ¿qué ha sucedido?

Cerró los ojos y respiró tan profundamente que su pecho se elevó lo suficiente como para que se notase la asimetría que había ahora en su torso, perfecto hasta hacía pocos días.

—Me ha dejado —dijo al fin con la voz cargada de ira.

—No… Oh, Jacko. —Le puso la mano sobre el puño, que tenía fuertemente cerrado; de hecho, hacía tanta fuerza que sentía el pulso del hombre en su propia mano.

Le pareció que su rabia era fenomenal y que, aun así, no daba la impresión de que fuera a perder el control.

—Dice que no puede soportarlo. —Soltó una risotada cínica—. ¡Ja! ¿¡Que no puede soportarlo!? ¿¡Y cómo coño cree que me siento yo!?

—Lo siento —dijo a pesar de que sabía que no era lo más apropiado.

—Se lo vi en la cara la primera vez que vino a visitarme. Bueno, en realidad, ya lo sabía. Lo sabía porque no vino el primer día. Tardó dos días en plantar su trasero aquí. —Su tono era duro y gutural y las palabras se le caían de la boca como si fueran bloques de piedra—. Y cuando vino, era incapaz de mirarme. Se lo vi en la cara: le repelía. Lo único que veía en mí era lo que había dejado de ser… —Se liberó de la mano de Micky y dio un golpe en el colchón.

—Menuda tonta.

Abrió los ojos y la miró.

—No empieces. Lo único que me faltaba es otra zorra que me compadezca. La puta enfermera no deja de joderme con su alegría artificial… ¡así que no lo hagas tú también!

Micky no se achicó —era así como había ganado muchas batallas con editores de noticias—, sino que le espetó:

—Deberías aprender a reconocer el respeto. Siento mucho que Jillie no tenga lo que hay que tener para seguir contigo, pero cuanto antes lo hayas descubierto, mejor.

Jacko estaba asombrado. Durante muchos años, la única persona que se había atrevido a decirle las cosas a la cara y enfrentarse a él había sido su entrenador.

—¿Perdona? —graznó. Su rabia había sido sustituida por la sorpresa.

—Lo que tienes que hacer ahora —prosiguió Micky sin importarle lo que dijera el hombre—, es decidir cómo lo vas a afrontar.

—¿Cómo dices?

—No lo vais a mantener en secreto, ¿verdad? Por lo que me has dicho, la enfermera ya lo sabe, así que esta tarde estará en todas las portadas. Si quieres, puedes quedar como un héroe digno de lástima al que le ha abandonado su novia porque ya no es un hombre completo. De esa manera, conseguirás el voto por simpatía y una buena parte de los británicos escupirá a Jillie por la calle. O, por otro lado, puedes ser el primero en tomar represalias y aplastarla del todo.

Jacko tenía la boca abierta y, durante unos instantes, no supo qué decir. Al final, soltó:

—Sigue —lo dijo en voz tan grave y baja que daba miedo e invitaba a todo el que estuviera por la zona a ponerse chaleco antibalas.

—Eres tú quien debe decidirlo. ¿Qué prefieres, que la gente te vea como una víctima o como un triunfador?

Para el deportista, la mirada fija y seria de Micky era un reto tan digno como cualquier otro al que se hubiera enfrentado en las pistas.

—¿Tú qué crees?

—Lo que yo os diga: estamos en el quinto pino —soltó Leon. Tenía un pedazo de pollo pakora en la mano e hizo un gesto con este con el que no pretendía incluir solamente el restaurante, sino todo el oeste de Yorkshire.

—Es evidente que no has estado nunca en Greenock un sábado por la noche —comentó Simon secamente—. Créeme, a su lado, Leeds parece enormemente cosmopolita.

—Nada puede hacer que este lugar parezca cosmopolita —replicó Leon.

—No es tan malo —dijo Kay—. Está bien para ir de compras.

Shaz se dio cuenta de que la mujer siempre adoptaba una postura conciliadora, a pesar de que no estuvieran en clase, y que su costumbre de arreglarse el pelo cuando hablaba podía ser un reflejo involuntario provocado por su necesidad de limar asperezas en las conversaciones.

—¡Venga, Kay, no me vengas con las típicas ñoñerías de mujeres! —gruñó Simon teatralmente—. Y ahora me dirás que en Leeds es muy difícil hacerse un piercing en cualquier parte del cuerpo.

La mujer le sacó la lengua.

—Como no la dejes en paz, nosotras las mujeres consideraremos seriamente la idea de perforarte alguna parte sagrada de tu anatomía con esta botella de cerveza —soltó Shaz dulcemente mientras blandía una Kingfisher.

—De acuerdo —dijo Simon levantando sus manos—, prometo comportarme siempre que no me pegues con una tortita de harina de estas.

Se hizo el silencio durante unos instantes y los cuatro agentes de policía atacaron los entrantes. Parecía que eso de cenar en un restaurante hindú el sábado se estaba convirtiendo en una costumbre. Los otros dos compañeros preferían volver a casa en vez de explorar la nueva «base de operaciones». Cuando Simon propuso por primera vez la posibilidad de ir a cenar, Shaz no tenía muy claro si quería estrechar tanto los lazos con sus colegas; pero el hombre había sido muy persuasivo y, además, el comandante Bishop estaba escuchando la conversación y no quería quedar como una separatista. Así que había aceptado la propuesta y, sorprendentemente, hasta se había divertido, aunque había puesto una excusa para no ir al club en el que pretendían acabar la noche. En aquel momento, tres semanas después, se daba cuenta de que incluso le apetecía que llegara la noche del sábado. Y no solo por la comida.

Leon fue el primero en limpiar el plato, como siempre.

—Lo que digo es que este lugar es primitivo.

—No sé… —protestó Shaz—. Hay buenos restaurantes orientales, el suelo es lo suficientemente barato como para permitirme algo más grande que una conejera y, si tienes que atravesar la ciudad, puedes hacerlo andando en vez de tirarte una hora en el metro.

—Y el campo. No olvidéis lo cerquita que está el campo —añadió Kay.

Leon se recostó aparatosamente en la silla con los ojos en blanco y los brazos en alto como si fuera uno de los integrantes del Black and White Minstrel Show y canturreó en falsete:

—¡Oh, Heathcliff!

—Dios, Leon, Kay tiene razón —añadió Simon—: ¡Eres un tópico con patas! Deberías olvidarte del asfalto e ir al campo a respirar un poco de aire fresco. ¿Qué os parece si quedamos mañana para dar un paseo? Estoy deseando descubrir si los páramos de Ilkley están a la altura de la canción.

—¿Qué? —preguntó Shaz entre risas—. ¿Pretendes salir a dar un paseo sin sombrero y morir de un resfriado?

Los demás también se rieron.

—A ver, lo que digo es que es un lugar primitivo; y eso no tiene nada que ver con salir a pasear. Y, Simon, no me jodas, que yo no soy el único tópico con patas de la zona. ¿Sabéis?, la policía de carreteras ya me ha parado tres veces de vuelta a casa. Hasta los de la Metropolitana han aprendido ya que el hecho de que un negro lleve un coche como Dios manda no quiere decir que sea traficante de drogas —soltó amargamente.

—No te paran porque seas negro —le replicó Shaz y se encendió un cigarrillo.

—¿No?

—No, te paran por estar en posesión de un arma ofensiva.

—¿Qué quieres decir?

—Pero mira qué traje llevas, cariño. Tiene un corte tan bueno que un día te vas a rebanar el pescuezo mientras te vistes. ¿Cómo no van a detenerte? —respondió la mujer y levantó la mano para que el hombre se la chocara. Mientras los demás reían, Leon fingió cara de compunción y le chocó la mano.

—El tuyo sí que tiene buen corte, Shaz —comentó Simon.

La mujer se preguntó si el hecho de que sus mejillas, habitualmente pálidas, se acabaran de poner coloradas se debía únicamente al calor que le producían las especias picantes.

—Hablando de cortes —prosiguió Kay justo cuando llegaba el plato principal—, a Tony Hill es imposible sacarle nada ni con un cuchillo, ¿no os parece?

—Es un tipo listo. —Simon se mostró de acuerdo y se apartó el pelo, rizado y oscuro, de la frente sudorosa—. Pero me gustaría que se relajase un poco. Es como si entre él y nosotros hubiera un muro.

—¿Sabéis a qué se debe? —Shaz se había puesto seria de repente—. A Bradfield. Al Matamaricas.

—Ese es el caso en que le salió el tiro por la culata, ¿no?

—El mismo.

—He oído que silenciaron todo lo que sucedió —comentó Kay. A Shaz, la cara resuelta de la mujer le recordaba la de un animalito peludo: mono, pero con unos dientes enormes—. Los periódicos decían todo tipo de cosas, pero nunca entraron en detalles.

—Creedme —prosiguió Shaz mientras miraba su medio pollo y deseaba haber pedido algo vegetariano—: No os gustaría conocer los detalles. Ahora bien, si queréis enteraros, no tenéis más que buscar en Internet. A los que han escrito por ahí, les ha dado igual tanto el buen gusto como la petición que hicieron las autoridades para que no se investigara el asunto. Y os digo otra cosa: si sois capaces de leer todo lo que tuvo que soportar Tony Hill sin que os planteéis siquiera por un momento qué estáis haciendo aquí… sois muchísimo más valientes que yo. Joder.

Se hizo el silencio y, al rato, Simon se inclinó hacia delante, miró a la mujer y dijo con aire de confidencialidad:

—Vas a contárnoslo, ¿verdad?