«Asesinar es como la magia», pensó. La rapidez de su mano siempre había engañado al ojo; y así iba a seguir siendo. Era como el cartero que deja un paquete en una casa cuyos ocupantes, después, jurarán que a su puerta no ha llamado nadie. Eso era lo que él tenía de especial. Era como un marcapasos para un paciente cardiaco: sin el poder de su magia estaría muerto. O casi.
Con solo mirarla sabía que sería la siguiente. Lo sabía antes incluso del contacto visual. Siempre había existido una combinación concreta que significaba «perfección» en su diccionario particular de los sentidos: inocencia y madurez; el pelo oscuro, de color visón; y unos ojos danzarines. Hasta ahora, nunca se había equivocado. Era un instinto que lo mantenía vivo. O casi.
Observaba cómo ella lo observaba y, bajo el apremiante murmullo de la multitud, oía una tonada en su cabeza: «Jack y Jill subieron la colina para coger un cubito de agua. Jack se resbaló y se partió la crisma…». El volumen de la canción fue aumentando hasta que se convirtió en la potente ola de una marea viva que lanzó su cerebro contra el rompeolas. ¿Y Jill? ¿Qué pasaba con Jill? ¡Ay!, él lo sabía. Él sabía lo que le pasaba a Jill, sí. Una y otra vez, repetidamente, como en la truculenta tonada infantil. Pero nunca era suficiente. Nunca le parecía que el castigo se ajustara lo suficiente al crimen.
Por eso siempre tenía que haber otra. Y allí estaba, observando cómo la observaba él y enviándole un mensaje con la mirada; un mensaje que decía: «Me he fijado en ti. Acércate y me fijaré aún más». Y ella lo entendía. Entendía el mensaje a la perfección. Y su comportamiento era muy evidente —la vida aún no había contaminado sus expectativas—. Una sonrisa cómplice asomaba en la comisura de sus labios cuando dio el primer paso de un camino largo, con mucho que explorar y lleno de dolor —y para él, además, excitante—. El dolor, al menos por lo que a él respectaba, no era el fin en sí mismo… pero era imprescindible.
Empezó a caminar hacia él. Con el tiempo, el hombre se había dado cuenta de que las rutas variaban. Algunas chicas eran directas, descaradas; otras, serpenteantes, precavidas por miedo a haber malinterpretado el mensaje que le enviaban los ojos del hombre. Aquella prefería avanzar en espiral, trazando círculos cada vez más y más pequeños, como si estuviera caminando por el interior de un nautilo gigante, por un museo Guggenheim en miniatura dibujado en el suelo. Cada paso estaba calculado y era firme, y su mirada no vacilaba —como si no hubiera nadie más a su alrededor, ningún obstáculo o distracción—. Sentía su mirada penetrante incluso cuando estaba detrás de él. «Y así es como tiene que ser», pensó.
Se trataba de una manera de acercarse que hablaba de ella: quería saborear el encuentro; quería observarlo desde todos los ángulos para grabarlo en su memoria porque consideraba que aquella iba a ser la única oportunidad que tendría de realizar un escrutinio semejante. Si alguien le hubiera dicho lo que realmente le depararía el futuro, se habría desmayado de la emoción.
Finalmente, la desaceleración de su órbita la puso a su alcance. Entre él y ella solo se interponía el círculo más inmediato de admiradores (un par de filas). La miró fijamente, inyectó encanto en su mirada y, con un educado asentimiento hacia quienes lo rodeaban, dio un paso hacia ella. Los admiradores se apartaron con obediencia mientras les decía:
—Ha sido un placer conoceros. ¿Me disculpáis?
La incertidumbre se posó en su rostro. ¿Tendría que apartarse ella también, como los demás, o debía permanecer allí, hechizada por su mirada? No era una competición; no lo había sido en ningún momento. La tenía cautivada. Lo que estaba sucediendo la sobrepasaba porque iba más allá de cualquier fantasía que hubiera tenido.
—Hola, ¿cómo te llamas?
Se quedó sin habla momentáneamente; nunca había estado tan cerca de un famoso. Estaba abrumada por la espectacular dentadura que dejaba entrever la sonrisa del hombre, una sonrisa que era solo para ella. «Vaya, qué dientes más grandes tienes», pensó él. Eran para comérsela mejor.
—D-Donna —tartamudeó—. Donna Doyle.
—Qué nombre tan bonito —respondió con suavidad.
La sonrisa que el hombre recibió como recompensa era tan brillante como la suya. A veces, resultaba demasiado fácil. Las personas oyen lo que quieren oír, especialmente cuando están inmersas en un sueño que se está haciendo realidad. Siempre conseguía que dejaran a un lado la incredulidad. La gente llegaba a estos actos esperando que Jacko Vance, y todo el que tuviera algo que ver con el «gran hombre», fuera tal y como lo veían en la televisión. Por asociación, todo el que formara parte del séquito del famoso tenía la misma pátina de atracción. La gente estaba tan acostumbrada a la sinceridad de Vance, le resultaba tan familiar su probidad pública, que nadie se preguntaba dónde estaba el truco. ¿Para qué, si Vance tenía una imagen pública que hacía que el Buen Rey Wenceslao pareciera Scrooge? Las personas oían sus palabras, pero lo que escuchaban era el cuento de Jack y las habichuelas mágicas e imaginaban que a partir de las semillas que habían plantado Vance y sus acólitos germinaría un tallo fuerte y florido que podrían escalar para vivir felices por siempre jamás… a su lado.
A ese respecto, Donna Doyle era como los demás. Era como si siguiera el guion que Vance había escrito para ella. Se la había llevado estratégicamente a un rincón y había hecho el ademán de darle una foto de «la superestrella». Entonces, exageró una reacción tardía tan increíblemente natural que bien podría estar entre las que De Niro tenía en su repertorio.
—Dios mío… —soltó como si se quedara sin aliento—, claro. ¡Claro! —la exclamación era el equivalente a golpearse la frente con el dorso de la mano.
Ella, que había adelantado la mano para coger lo que el hombre estaba a punto de ofrecerle, que estaba tan cerca de él, frunció el ceño. No entendía nada.
—¿Qué?
—Perdona —e hizo una mueca como si hubiera hecho algo mal—. Lo siento, seguro que tienes planes más interesantes para tu futuro que cualquier cosa que pueda ofrecerte uno de los superficiales tipos de la tele.
La primera vez que había dicho aquellas palabras, con las manos sudorosas y la sangre latiéndole en las sienes, le parecieron una gilipollez tan grande que pensó que ni siquiera un borracho a un trago del coma etílico mordería el anzuelo. Pero su instinto nunca le había fallado… a pesar de que aquellas palabras hicieran que se sintiera como un verdadero hortera. La chica de aquella primera vez, al igual que esta, había entendido inmediatamente que le estaba ofreciendo algo que no les había ofrecido a los insignificantes «otros» con los que había estado hablando hasta aquel momento.
—¿A qué te refieres? —contestó ella sin aliento, indecisa. No quería admitir que le había entendido por si cabía alguna posibilidad de que lo hubiera malinterpretado y su seguridad la llevara, posteriormente, a ruborizarse, avergonzada.
Se encogió de hombros muy levemente, tanto que apenas se percibió en la suave caída del traje inmaculado que llevaba, y añadió:
—Olvídalo. —Y agitó la cabeza de manera casi imperceptible, con desilusión en la mirada y dejando de lado su resplandeciente sonrisa.
—No, no, ¿de qué se trata?
En el tono de voz de la chica había una pizca de desesperación, porque, al fin y al cabo, todos queremos ser estrellas, aunque digamos lo contrario. ¿De verdad iba a negarle ese viaje en alfombra mágica que la había dejado vislumbrar y que podría llevarla desde su miserable vida a un mundo maravilloso, el suyo?
Una mirada rápida a uno y otro lado para asegurarse de que nadie lo oía y unas palabras susurradas, pero cargadas de intensidad:
—Un nuevo proyecto en el que estamos trabajando. Eres justo lo que estamos buscando. Serías perfecta. En cuanto te he visto de cerca, me he dado cuenta. —Y una sonrisa de pesar—. Bueno, al menos, me queda tu imagen en la retina para cuando entrevistemos a los centenares de candidatas que nos enviarán los agentes. No sé, quizá tengamos suerte… —Su voz se fue apagando y su mirada se tornó tristona y sin chispa, como cuando te vas de vacaciones y dejas al cachorro en la residencia canina.
—¿Y n-no podría ser yo? Es decir… bueno…
La esperanza iluminó la cara de Donna; a la esperanza la sustituyó el asombro por su desvergüenza; y al asombro lo sustituyó la decepción al darse cuenta de que no se atrevía a decir nada más. La sonrisa del hombre se volvió indulgente. Cualquier adulto habría visto que, en realidad, no era indulgencia, sino condescendencia, pero la chica era demasiado joven para apreciar la diferencia.
—No, lo siento. El riesgo sería demasiado grande. Un proyecto como este, que está en un punto tan delicado… Una sola palabra a la persona equivocada podría hundirlo. Y tú no tienes experiencia profesional, ¿verdad?
Aquel tentador atisbo de lo que podría ser su futuro destapó un volcán de esperanza turbulenta que escupió palabras que caían como rocas sobre la lengua de lava: premios en el karaoke del club social para jóvenes, una gran bailarina según todo el mundo, el aya en la lectura de Romeo y Julieta. El hombre siempre había creído que los colegios no tendrían tan poco sentido común como para seguir revolviendo las agitadas aguas del deseo adolescente con un drama que tanto inflama los ánimos; pero se equivocaba. Los profesores no aprendían. Ni sus responsables. Los niños pueden asimilar qué provocó la Primera Guerra Mundial, pero nunca entenderán que las cosas se pusieran así de feas porque lo que la provocó reflejaba el sentir general, la realidad. Más vale malo conocido. No hay que aceptar caramelos de extraños. Esas advertencias debían de haber pasado desapercibidas por el tímpano de Donna Doyle si nos guiamos por su expresión de entusiasmo desaforado.
—¡De acuerdo, me has convencido! —exclamó con una sonrisa en los labios. Bajó la cabeza, le mantuvo la mirada y siguió con tono conspirativo—. Pero ¿sabes guardar un secreto?
Asintió como si la vida le fuera en ello. Pero, claro, cómo iba a saber que, efectivamente, así era.
—Por supuesto. —Sus oscuros ojos azules brillaban y su lengüecita rosada le sobresalía entre los labios.
Sabía que a la chica se le estaba secando la boca pero que otro de sus orificios estaba sufriendo el efecto contrario. La miró de manera calculada, como si la estuviera evaluando; una evaluación que ella aceptó con una mezcla de aprensión y deseo, dos sensaciones que combinaban tan bien como el escocés y el agua.
—¿Podrías…? —Su voz era casi un susurro—. ¿Podrías quedar conmigo mañana por la mañana? ¿A las nueve en punto?
Frunció el ceño momentáneamente, pero su rostro volvió a aclararse rápidamente. Estaba decidida.
—Sí —contestó, como si asistir al colegio fuera irrelevante—. Sí, claro. ¿Dónde?
—¿Conoces el Hotel Plaza? —Tenía que darse prisa, la gente empezaba a acercárseles, desesperada por gozar de su presencia, de su influencia.
Asintió.
—Tiene un aparcamiento subterráneo. Se entra por la calle Beamish. Te esperaré en la segunda planta. Y no le cuentes nada a nadie, ¿entendido? Ni a mamá, ni a papá, ni a tu mejor amiga. Ni siquiera a tu perrito. —La chica rio con timidez—. ¿Serás capaz de mantener el secreto? —Le lanzó esa mirada curiosamente íntima tan típica del profesional de televisión, esa que hace que los telespectadores piensen que el presentador está enamorado de ellos.
—¿En la segunda planta a las nueve? —se aseguró Donna, pues no quería fastidiar su única oportunidad de escapar de su mundo gris. Nunca habría imaginado que a finales de semana estaría llorando, implorando, por volver a aquel mundo gris; que vendería de buena gana lo que restase de su alma inmortal a cambio de volver a él. Pero, aunque alguien se lo hubiera dicho, no lo habría comprendido. En aquellos momentos, hechizada, el sueño que le ofrecía aquel hombre era su único mundo. ¿Había, acaso, mejor perspectiva?
—Y no digas ni una palabra. ¿Lo prometes?
—Lo prometo —respondió solemnemente—. Que me muera si no es así.