EPÍLOGO

«Asesinar es como la magia», pensó. La rapidez de su mano siempre había engañado al ojo, y así iba a seguir siendo. Pensaban que estaba atrapado, metido dentro de una bolsa cerrada y rodeado con las cadenas de la culpabilidad. Pensaban que lo estaban sumergiendo en un tanque de pruebas en las que se ahogaría. Pero él era Houdini. Saldría de allí cuando menos se lo esperasen.

Jacko Vance estaba tumbado en el camastro estrecho de la celda con su verdadero brazo debajo de la cabeza. Miraba al techo y recordaba cómo se había sentido en el hospital, además de allí, solamente en el hospital se había visto obligado a permanecer confinado en un sitio. Había tenido accesos de desesperación, de impotencia y de ira, y sabía que, posiblemente, volvería a tenerlos antes de salir de allí y de otros lugares como este. Pero en el hospital había sido consciente de que algún día tendría que salir y había concentrado toda su inteligencia en que llegara aquel momento.

Es cierto, en aquel entonces había tenido la ayuda de Micky. Se preguntaba si todavía podría confiar en ella. Pensó que, mientras consiguiera que la mujer tuviera una duda razonable, permanecería a su lado; ahora bien, en cuanto la cosa empezase a torcerse, se largaría. Pero como no tenía intención de que se torciera, pensó que, probablemente, pudiera confiar en ella.

Las pruebas eran inconsistentes… aunque debía admitir que Tony Hill las había presentado de manera impresionante. Iba a ser difícil desacreditarlo en un juicio a pesar de que filtrara a la prensa acusaciones que sugirieran que el psicólogo estaba obsesionado con Micky. Además, aquello tenía un riesgo porque, de alguna manera, Hill había conseguido descubrir que Micky era lesbiana. Sí él filtraba lo de la obsesión y Hill contraatacaba con lo de la tendencia sexual de Micky… la credibilidad de la mujer quedaría muy dañada y su imagen de hombre que no necesita más mujer que su adorable esposa, también.

No, si la cosa llegaba a juicio, estaba en peligro incluso ante un jurado de adictos a la televisión. Tenía que asegurarse de que aquello no pasaba de una vista preliminar. Tenía que destruir las pruebas que había contra él para demostrar que el caso no se sustentaba.

La mayor amenaza era la de la forense y su capacidad para desentrañar lo del torno. Si conseguía desacreditarla, solo quedarían detalles circunstanciales. Todos juntos pesaban bastante pero, de uno en uno, era fácil desestimarlos. Pero lo del torno era una prueba muy contundente como para dejarla de lado.

El primer paso consistía en plantear dudas sobre el hecho de que el brazo de la universidad perteneciera realmente a Barbara Fenwick. Era imposible que en el departamento forense de una universidad hubiera estado tan bien vigilado como lo habría estado en una sala de pruebas de la policía. A lo largo de los años, cualquiera podría haberlo cogido. Incluso podrían haberlo suplantado por otro que alguien hubiera destrozado deliberadamente con su torno, como, por ejemplo, un agente de policía decidido a capturarlo. O incluso algún estudiante podría haberlo cambiado para hacer una broma macabra. Sí, con un poco de esfuerzo, se podía resquebrajar la fiabilidad de lo del brazo.

El segundo paso consistía en probar que el torno no le pertenecía cuando Barbara Fenwick murió. Allí, tumbado en el duro colchón, se esforzó por encontrar una respuesta.

—Phyllis —murmuró un rato después mientras esbozaba una sonrisa astuta—. Phyllis Gates.

La mujer tenía cáncer terminal. Le había empezado en el pecho izquierdo y había ido avanzando por el sistema linfático hasta que se había filtrado a la espina dorsal. Había pasado muchas noches sentado en su cama, a veces hablando y, otras, sencillamente, cogiéndole la mano y en silencio. Le encantaba la sensación de poder que le daba trabajar con moribundos. Ellos se morirían… pero él permanecería allí, en la cima. Phyllis Gates había muerto hacía tiempo pero Terry, su hermano gemelo, seguía vivito y coleando. Y, muy probablemente, aún tuviera aquella tienda.

Terry vendía herramientas; nuevas y de segunda mano. El hombre le estaba muy agradecido por haberle dado a su hermana la única felicidad que había tenido durante sus últimas semanas de vida. Terry haría lo que fuera por él. Incluso le diría a un jurado que Jacko le había comprado aquel torno hacía cosa de dos años. Era lo mínimo que podía hacer por él.

Vance se sentó derecho en la cama y extendió los brazos como un héroe que acepta la adulación de la plebe. Ya lo tenía. Ya volvía a ser un hombre libre. Efectivamente, asesinar era como la magia. Y, algún día, pronto, se lo demostraría a Tony Hill. No veía el momento.