Las primeras búsquedas de inteligencia extraterrestre, a finales del siglo XIX, se centraron por motivos obvios en nuestro Sistema Solar. Por supuesto, el planeta Marte fue el objetivo principal de las mismas; recordemos que Giovanni Schiaparelli había «descubierto» en 1877 los canales marcianos, cautivando a muchos contemporáneos. Entre ellos, Percival Lowell, un adinerado matemático apasionado por la astronomía. Como vimos en el capítulo anterior, Lowell creyó que los canales de Schiaparelli eran ingeniería de alto nivel obra de marcianos inteligentes, y dedicó buena parte de su fortuna a construir un observatorio en Flagstaff, Arizona, para observar estas señales extraterrestres de inteligencia. Debido a este motivo, podría decirse de Lowell que fue el fundador del SETI óptico (OSETI), que trataremos más adelante. Su activa defensa de la inteligencia marciana, a través de la publicación de libros y de conferencias, predispuso a la opinión pública y a buena parte de la comunidad científica a que creyeran que en el planeta rojo residía una civilización.
Desde muy temprano en la historia de la radio, se consideró el uso de ésta para la comunicación interplanetaria, y fueron los pioneros de las ondas hertzianas los que hicieron los primeros intentos de buscar inteligencias extraterrestres. Nicolas Tesla, quien construyera en 1893 el primer radiotransmisor, detectó en 1899 una serie de señales repetitivas, en grupos coherentes de 1 a 4 clics, que determinó que provenían de Marte. Según sus emotivas palabras: «He observado acciones eléctricas que parecen ser inexplicables. A pesar de lo débiles e inciertas que son, me han traído la profunda convicción de que todos los seres humanos de este globo volverán, como un solo hombre, sus ojos hacia el firmamento con sentimientos de amor y reverencia, conmocionados por la gran noticia: ¡Hermanos! tenemos un mensaje de otro mundo, remoto y desconocido. Dice: uno… dos… tres…». La publicación de esta noticia supuso su descrédito entre toda la comunidad científica. Pero esto no desanimó a Tesla, quien pasó los últimos años de su vida intentando comunicarse activamente con sus hipotéticos marcianos. Hoy día se cree que estas señales eran emisiones de radio de la ionosfera del planeta Júpiter, que son fácilmente detectables por radio. Estas radiaciones naturales se emiten de tanto en tanto en forma de dobletes y tripletes de pulsos, lo que se asemeja bastante a la descripción dada por Tesla.
Años después, en 1919, se repetía la historia: Guillermo Marconi, inventor de la telegrafía sin hilos, detectaba de nuevo unas extrañas señales de radio, y determinó que provenían de Marte, lo que causó un considerable revuelo público. No obstante, Marconi no sufrió el descrédito de Tesla, en parte porque no mostró la rotunda convicción de este último, y en parte por el respaldo que recibió del reputado científico lord William Thomson, barón de Kelvin. Al parecer, las señales que detectó Marconi fueron en realidad pulsos morse distorsionados por la ionosfera terrestre, provenientes de una re-mota emisora de radio. Comenzaba a descubrirse la capacidad de la ionosfera de nuestro planeta para la comunicación a larga distancia.
En 1924, coincidiendo con una oposición marciana (las oposiciones son los momentos de máxima cercanía de este planeta y la Tierra), David Todd, un asociado de Percival Lowell, coordinó una escucha activa de las señales de radio que pudieran provenir de Marte, y consiguió incluso persuadir al ejército y a la marina estadounidense de que usaran para este fin sus receptores de radio. ¿Hubo resultados? Bueno, pasada la oposición, en la portada de los periódicos se podía leer «La radio detecta algo cuando Marte se acerca», o también «Se repite por radio un posible flash marciano» pues, en efecto, algunos receptores habían escuchado algo. Pero poco después se descubría que la causa estaba mucho más cerca: de nuevo, en este caso los pulsos recibidos provenían de una emisora en Seattle.
Con la mejora de los sistemas de radio, se hizo evidente que ningún tipo de señal de radio provenía del planeta Marte. Al mismo tiempo, las pruebas cada vez más desalentadoras que se acumulaban de que Marte, el mundo más prometedor, era en realidad un frío, seco y yermo desierto, sin apenas atmósfera, pusieron la meta de las escuchas de radio más allá de nuestro Sistema Solar. Esto se hizo posible con la llegada de los radiotelescopios.
El punto de partida de la actual búsqueda de inteligencias extraterrestres con radiotelescopios fue un artículo científico publicado en 1959 en la revista Nature por los físicos Giuseppe Cocconi y Philip Morrison, titulado «Búsqueda de comunicaciones interestelares». En este artículo, se proponía por primera vez una estrategia realista para buscar tales inteligencias, remarcando que dos radiotelescopios de tamaño razonable (con unas antenas parabólicas en torno a los 75 m de diámetro) no deberían tener ningún problema para comunicarse entre sí a través de las inmensas distancias interestelares. El artículo concluía que, si de las estrellas más cercanas estuvieran llegando tales señales interestelares, ya se disponía de los medios para detectarlas, por lo que proponían su búsqueda mediante el empleo de radiotelescopios. Poco tiempo después, la idea de Morrison y Cocconi era sometida a prueba.
Telescopio de 26 m del observatorio de Green Bank en 1960, con el que Frank Drake llevó a cabo el proyecto Ozma. Cortesía de NRAO/AUI/NSF y Cosmic Search Magazine (www.bigear.org).
Frank Drake, un joven radioastrónomo que trabajaba en el observatorio de Green Bank, en Virginia Occidental, había alcanzado un año antes de manera independiente idénticas conclusiones. Tras una serie de cálculos se había dado cuenta de que, de todos los radiotelescopios que había en Green Bank, uno de ellos, el de 26 m de diámetro, tenía el tamaño suficiente para poder detectar una señal enviada por un telescopio equivalente situado en las estrellas más cercanas, llegando hasta una distancia límite de 12 años luz. Y existían varias estrellas similares al Sol dentro de ese límite. Drake pensó que podía hacer algo más que el simple cálculo teórico, y propuso a la dirección del observatorio la fantástica idea de usar el radiotelescopio de 26 m para buscar posibles señales de radio de otras civilizaciones. Para su sorpresa, recibió la autorización.
Tras dos años de silenciosos preparativos (pues Drake temía el ridículo que pudiera suscitar entre la comunidad científica su proyecto), por fin, en 1960, comenzó la búsqueda. Este trabajo pionero fue bautizado por Drake con el nombre de proyecto Ozma, por un personaje de los cuentos de Oz. Dado que el proyecto Ozma no disponía de mucho tiempo de observación, se decidió hacer una escucha prolongada de sólo dos estrellas. Éstas debían ser estrellas similares al Sol, estar situadas a unos 11 años luz, y no ser un sistema múltiple, es decir, no tener ninguna compañera estelar que hubiera podido interferir en la formación de planetas (como ya hemos visto, hasta hace bien poco se creía que los sistemas con más de una estrella no podían tener planetas). Las seleccionadas para esta escucha fueron Epsilon Eridani y Tau Ceti.
El proyecto Ozma, de hecho, detectó en dos ocasiones una fuerte señal pulsante, cuando la antena apuntaba a Epsilon Eridani; justo con el aspecto que Drake esperaba que tendría una comunicación interestelar. Lamentablemente, en la segunda ocasión en que la señal se escuchó, una antena secundaria de baja potencia también la detectó, lo que indicaba que la fuente estaba en realidad mucho más cerca. De hecho se trataba de un avión espía U2 que sobrevolaba la zona. Como vemos, este tipo de sucesos ha sido y es la tónica general de estas búsquedas. La mayoría de las señales prometedoras que se detectan proceden de una civilización en concreto: la nuestra.
Ozma fue la primera búsqueda activa de señales producidas por otras inteligencias en nuestra Galaxia, y aunque tuvo resultados negativos, demostró que un tema tan polémico como la inteligencia extraterrestre se podía abordar con rigor científico. Fue el inicio de lo que hoy día conocemos como SETI. El proyecto Ozma, junto con el artículo de Cocconi y Morrison, resultó un revulsivo mundial, y provocó una inesperada reacción científica. No sólo no sufrieron críticas o escarnio estos pioneros de SETI, como tanto había temido Drake, sino que de repente, la comunidad científica se sentía interesada por encontrar otras inteligencias en la Galaxia. Los tiempos de los marcianos verdes y cabezones, herencia de la ciencia ficción pulp de la posguerra, habían pasado. El tema de las civilizaciones extraterrestres entraba en su madurez científica. La prueba de que esto fue así es que pocos años después del proyecto Ozma se detectaron unas misteriosas señales, a todas luces extraterrestres, y no hubo reparo ni vergüenza en atribuirlas a inteligencias interestelares.
Hay gente que cree que el destino está escrito en las estrellas. Por supuesto, están completamente equivocados. Sin embargo, lo que sí es cierto es que el destino de las propias estrellas está escrito… en su masa. En efecto, el sino que sufrirá una estrella depende de la cantidad de masa que posea. Una estrella de poca masa, o de masa media como el Sol, está destinada a consumir lentamente su combustible nuclear, el hidrógeno (más lentamente cuanto menos masa tenga), hasta que, en los últimos días de su vida se hinche, y se convierta en una gigante roja. Pero ésta será la última fanfarronada de la estrella porque, poco después, volverá a contraerse sobre sí misma para convertirse en un minúsculo rescoldo denso y caliente llamado enana blanca. Una vida relativamente tranquila, como corresponde a una estrella de buenas maneras.
Pero las estrellas de masa alta (varias veces la masa del Sol) tienen una vida más alocada. Como un «rebelde sin causa», viven intensa y rápidamente consumiendo desenfrenadamente su combustible nuclear para, tras una breve juventud, morir de forma espectacular, reventando en una de las explosiones más violentas que se conocen en la naturaleza: una supernova. La intensidad de una supernova es tal que, durante la explosión, brilla más que todas las estrellas de su galaxia juntas. Pero la supernova no significa la desaparición de la estrella. En los restos de la explosión queda un minúsculo cuerpo de tan sólo unos 10 km compuesto únicamente de neutrones, tan denso que un balón de fútbol hecho con este material pesaría un billón de toneladas. Este curioso astro es una estrella de neutrones. Con un campo magnético billones de veces superior al terrestre, en sus polos magnéticos se generan unos intensos chorros de radiación electromagnética que salen despedidos al espacio. Es el canto de cisne de una estrella que se muere. La posición de estos polos no coincide necesariamente con el eje de rotación de la estrella, por lo que habitualmente estos chorros giran de forma similar a un faro en la tiniebla sideral. Si por casualidad uno de estos chorros apunta hacia la Tierra, cada vez que la estrella gire detectaremos una señal. Cuando esto ocurre, la llamamos púlsar. Los púlsares se caracterizan por emitir pulsos de radio con extrema regularidad, tanta que se pueden utilizar como relojes naturales.
Los primeros de estos pulsos fueron detectados en 1967 por la estudiante de doctorado Jocelyn Bell. Sorprendida por la extraña apariencia de la señal, mostró su descubrimiento a su director de tesis, Anthony Hewish. Lo que había visto Bell era una emisión de pulsos regulares de radio que se repetían con precisión cada 1,33 segundos. Al principio, Bell y Hewish creyeron que se trataba de una interferencia local, pero pronto lo descartaron, ya que la fuente de la señal se movía con la esfera celeste. Sin embargo, la pulsación era tan rápida que no parecía posible que proviniera de una estrella. De hecho, tenía un aspecto indiscutiblemente artificial.
Unos cuantos años antes (en 1961, un año después del proyecto Ozma), Drake, junto con otros científicos, había organizado en Green Bank el que se puede considerar el primer congreso sobre SETI. En este congreso se había determinado que una señal pulsante sería un medio perfecto para la comunicación interestelar, fácil de discriminar respecto a otras señales de la Galaxia. Por este motivo, y dado que no se conocía ningún fenómeno natural que produjera pulsos periódicos, Bell y Hewish, excitados, creyeron haber encontrado la primera emisión de radio detectada de una inteligencia extraterrestre, y bautizaron a esta señal como LGM-1 (LGM: Little Green Men, pequeños hombrecillos verdes). Posteriormente se encontraron más de estas señales pulsantes en el cielo, y quedó claro que se trataba de un fenómeno natural. Los hombrecillos verdes fueron descartados. La nomenclatura actual llama a este primer púlsar B1919+21, pero es una lástima que la romántica denominación original se perdiera.
Arriba, Jocelyn Bell junto al radiotelescopio de la Universidad de Cambridge con el que encontró la señal pulsante de B1919+21, (abajo) el primer púlsar conocido. Cortesía de Cosmic Search Magazine (www.bigear.org) y Annals of the New York Academy of Science.
Como un metrónomo en el cielo, los púlsares son las señales naturales más estables y precisas que se conocen. Su descubrimiento puso de manifiesto un nuevo ejemplar de la fauna estelar, que le supuso a Anthony Hewish el premio Nobel de física en 1974. Injustamente, el comité Nobel dejó fuera a quien había hecho el descubrimiento en primer lugar: su estudiante Jocelyn Bell.