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Sayles salió del ascensor. Había poca luz, incluso en los pasillos. Era como estar bajo el agua, suspendido entre el día y la noche. Si te quedabas quieto, podías sentir, puramente de oído, el rumor de cientos de motores: calentadores, máquinas de aire acondicionado, ventiladores, centrifugadores, hornos de cocina, aparatos de grabación, intercomunicadores, bombas hidráulicas.

Graves le esperaba junto al ascensor.

—Vamos para allá.

Atravesaron unas puertas automáticas que daban a una UCI con camas situadas en abanico, en torno a la zona central de enfermería. Cada habitación de la unidad era de un color distinto, con cuadros a juego. Los cuartos también estaban enmoquetados. Pensando en lo que sucedía allí, Sayles acabó preguntándose con cuánta frecuencia tendrían que arrancar la moqueta y sustituirla por otra.

—He enviado una alerta a todos los hospitales de la zona. Una de las pocas cosas que sabemos de él es que está enfermo, ¿no?

Su hombre estaba en un cuarto azul pálido de la parte de atrás. Cuatro goteros intravenosos colgaban junto a su cama, tres de un color claro y uno amarillo brillante. Sayles observó la habitación, los monitores. Pulso alto. ¿Mantenido así de forma artificial o para tratar de compensar una presión sanguínea de 90/55? En cualquier caso, nada bueno.

—El chico lo encontró y llamó. Estaba viviendo en un apartamento de la parte de atrás de su casa. El chaval dijo que se llamaba Christian. Recibieron mi alerta y los viejos archivos de Emergencias más o menos a la vez. Y aquí estamos.

—¿Es él?

—Tiene que serlo.

Al hombre se le veía bien cuidado incluso a las tres de la mañana, bajo esa luz espectral y llevando una bata de hospital: el pelo, peinado hacia un lado, de manera informal; los rasgos, marcados y simétricos; las uñas, perfectamente recortadas. Sayles observó muy de cerca la piel de sus brazos y el blanco de los ojos. Sesenta y tantos, calculó. Cerca de metro ochenta. Poco más de setenta kilos. Bien musculado.

—Hay unas instrucciones en la cartera, firmadas por un notario, en las que rechaza cualquier intento de resurrección o cualquier medida extraordinaria. Es el único documento que llevaba encima. Lo están poniendo cómodo, como dicen por aquí.

—Sí, así lo llaman.

—Lo siento, Sayles, yo…

—No pasa nada. Y gracias por llamar.

—Estuve a punto de no hacerlo, teniendo en cuenta que…

—Me alegro de que lo hicieras.

Un enfermero hispano apareció para comprobar las constantes vitales. Los saludó con un movimiento de cabeza. Levantó la vista hacia la televisión sin sonido, con su presentador o comentarista moviendo los labios, y la apagó con una mano mientras ajustaba los goteros con la otra. Cabeceó de nuevo al marcharse.

Ellos se quedaron en silencio, mirando al hombre de la cama, cuya respiración era tan leve que apenas se notaba.

—No es fácil imaginar cómo habrá sido su vida —dijo Graves.

—No es fácil imaginar la vida de nadie, desde fuera.

—Pues sí, lo comprobamos a diario, ¿no? —Graves miró hacia la pantalla vacía, y luego hacia la ventana, también a oscuras—. ¿A cuánta gente crees que se cargó?

—Me temo que eso ya no tiene ninguna importancia.

—Tienes razón —reconoció Graves. Al cabo de un minuto, añadió—: ¿Tú crees que sabe que estamos aquí?

—Vete tú a saber —repuso Sayles—. Los médicos siempre te dicen que les hables, que es importante, que se acabarán enterando.

Sayles se inclinó sobre la cama. En ese momento pensó en todas las cosas que podría decir: sobre la comprensión, sobre lo que ahora importaba, sobre que estaría bien soltarlo todo, sobre encontrar la paz. Pero lo que acabó suspirando, a escasos centímetros de la oreja de aquel hombre, fue algo mucho más sencillo: «No estás solo».

Llevaba un rato sentado junto a la ventana, sintiendo el sol en la piel, con la mente en movimiento. Flotando. La selva estaba allí, y muchos cuartos en muchas ciudades, muchos rostros. Animales.

Hasta ahí recuerda; y luego, nada.

Ha vuelto a oscurecer, de eso sí se da cuenta, así que ha pasado el tiempo. ¿Cuánto? Ni idea.

Hay dos hombres de pie a su lado, hablando. Había un tercero, pero ya se ha ido.

Se pregunta si podría moverse, si debería intentarlo. O hablar. Está sorprendido por no sentir nada de lo supuestamente previsto: miedo, dolor, expectación. Pérdida, sí, ¿cómo no sentirla? Pero más que nada, lo que siente es una extraña paz que le cubre y le llena.

Ya casi se ha acabado, piensa.

Uno de esos hombres se inclina para decirle algo.

Y ahora lo recuerda. Un programa sobre los perros de Moscú en la tele del cuarto, a su espalda: eso es lo que emitían mientras él estaba ahí sentado, a la luz de la mañana. Para adaptarse a unas condiciones cambiantes, los perros habían aprendido a utilizar la complicada red del metro de Moscú. Muchos eran simples perros perdidos; pero otros tomaban el metro a diario, desde las afueras, para aprovecharse de la munificencia del centro de la ciudad.

Cuando llegó el capitalismo a Rusia, los viejos complejos industriales fueron escupidos de la ciudad para dejar sitio a los centros comerciales, los restaurantes y los bloques de apartamentos. Los perros, que los habían utilizado de refugio durante mucho tiempo, se trasladaron con ellos… Y ahora tenían que coger el metro.

En la ciudad, aunque no distinguían los colores, aprendieron a cruzar las calles con semáforos. Se les quería tanto, eran tan típicos de la ciudad, que cuando uno de ellos fue apuñalado hasta la muerte el ayuntamiento le erigió una estatua de bronce. Había gente que alimentaba a los perros, les construía refugios para el invierno y compartía con ellos su asiento en el metro.

Dicen los científicos que los perros tienen un sentido exacto del tiempo. Saben adónde van y cuántas paradas les quedan.

Los perros de Moscú trabajan, según una fuente autorizada, por una coexistencia pacífica. En el metro se muestran afables y hasta dóciles. Casi nunca piden comida, aunque se la dan de todas formas. Cruzan la calle junto a los demás peatones. Hacen lo que hacemos todos: lo que pueden, a su nivel, para adaptarse al siempre cambiante mundo que nos rodea.

Ahora lo recordaba.

Había vuelto la cabeza hacia la televisión y, por un momento, durante un solo instante, recuperó la visión. Fue lo último que vio, lo último que vería: un perro en el andén de una estación de metro, esperando su convoy.

Jimmie ofreció su rostro a la luz de la luna para volver a mirar el reloj. Las cuatro de la mañana, pasadas. Ahora no había pájaros. Pero no tardarían mucho en aparecer. Llevaba mucho tiempo en esa cama y, como hacía rato que estaba despierto, empezó a molestarle el contacto de las sábanas contra la piel. Y cuando las apartó, le llegó hasta la nariz el olor agridulce y empalagoso de su propio cuerpo.

¿Se había acordado de las facturas del mes? Y, por cierto, ¿le había llegado algo de dinero recientemente? ¿Cuándo fue la última vez que salió a la caza de gangas? ¡Pero si eso le encantaba! Las cosas estaban cambiando. Empezaba a entender un poco por qué a sus padres se les iba la olla y eran incapaces de mantener el ritmo.

Él siempre había sido de lo más cuidadoso. Tenía que volver a serlo.

Se había dormido casi de inmediato, pero se despertó al cabo de una hora sintiéndose… ¿vacío? Yacía exactamente en la misma posición que cuando se tumbó por primera vez, hacia el lado izquierdo, con las rodillas levantadas y la mejilla contra la almohada. No se había movido.

Por un instante, nada más despertar, creyó oír música a lo lejos, pero luego llegó a la conclusión de que no eran más que ruidos aleatorios —el viento, el agua en las cañerías, los crujidos típicos de una casa vieja— que su cerebro convertía en algo más.

Levantó la mano, con el dedo lavado y vuelto a vendar antes de irse a la cama, hacia la luz. Empezaron a sonar unas sirenas por allí cerca, en el cuartel de bomberos de tres calles más allá, supuso, pero el ruido terminó de manera abrupta.

Puede que acabara levantándose, a fin de cuentas, y se hiciera algo de comer. A cargarse otro dedo.

También podía revisar sus webs habituales. Pero esa perspectiva, en ese momento, no era mucho más estimulante que la de buscar material para comprar y vender. Tenía la impresión de que algo había cambiado para siempre, pero ni siquiera sabía de qué se trataba. Y esa situación le llevó a echarse a reír, justo en el mismo momento en que las sirenas se ponían en marcha de nuevo. Las estuvo escuchando, calle abajo, hasta que ya no pudo oírlas, en dirección a algún incendio, accidente o emergencia. Qué frágil es todo, pensó. Y qué poco viento hace falta para llevárselo todo por delante.

Comprendió entonces por qué se había despertado y en qué consistía la sensación de vacío.

No había soñado nada.

Los sueños que habían llegado a llenar sus noches, los sueños que se habían convertido en una parte esencial de su vida… habían desaparecido. Y notaba su ausencia con el mismo estupor y la misma desesperación con que uno siente la pérdida de brazos o piernas, o de la capacidad de ponerse de pie y echar a andar. Un dolor, un vacío.

Jimmie mira hacia la ventana, en cuyo alféizar aletea una polilla, a través de la cual las luces de los coches barren periódicamente la calle. Sin premeditación alguna, sin ser realmente consciente de lo que está haciendo, Jimmie separa los labios y dice en voz muy baja: «¿Estáis ahí?». Lo repite y se queda a la espera.

Luego, cuando el alba avance por el suelo baldosa a baldosa, se levantará y caminará hacia su ordenador. Se quedará ahí sentado un buen rato, escuchando el sonido del día que empieza a su alrededor, antes de poner el aparato en marcha. Pasarán muchos meses, un invierno y una primavera hasta que vuelva a soñar.