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—¿Entras o qué?

—¿Tengo alguna alternativa?

—Hombre, también podrías volarte la cabeza.

—La verdad es que así es exactamente como me siento.

—Te esperaré aquí.

—No tienes por qué hacerlo.

—Te aseguro que sí.

La luna le pintó una sombra muy larga a Sayles al salir del coche. Una mujer de mediana edad y pronunciada cojera, enfermera o ayudante de enfermería le esperaba en el interior y le abrió la puerta. Recorrieron un pasillo de color verde lima que él no recordaba de la vez anterior. Las paredes lucían, a la altura de la cintura, unas marcas que había dejado el roce de las camillas. En la zona de enfermería había tres trabajadores sentados en torno a una larga mesa. Todos levantaron la mirada. Sonaba música suave en una radio de plástico amarillo que había en un extremo de la mesa. A Sayles le sonó a susurros.

Siempre había pensado que atravesaría la existencia sin preocuparse por las cosas que inquietaban a la mayoría de la gente, sin reaccionar de la manera prevista por esa gente, sin decir las cosas que siempre dice la gente que no piensa en lo que significan sus palabras, y ahora estaba sentado en silencio junto a la cama. La mujer lo dejó solo, para regresar al cabo de un rato con un móvil en la mano: el médico le llamaba desde su casa para explicarle lo ocurrido y ofrecerle sus condolencias. Sabemos lo que está sufriendo usted ahora mismo, dijo el doctor.

Ni la mitad de lo que ella sufría, pensó Sayles. Y el dolor, suponía, siempre está ahí, es algo con lo que cargamos durante toda la vida, una cosa que se mantiene latente hasta que algo lo reanima, recordándonos que está allí.

Le dio las gracias al médico y se quedó sentado un rato más. Cuando volvió a subir al coche, Graves no abrió la boca. Se pusieron en marcha, pasaron ante el Buen Samaritano, unas tiendas de neumáticos, un supermercado, una marisquería mexicana, el Club de las Chicas Alegres… Sayles pensaba en la radio amarilla de la residencia.

Seguía pensando cuando Graves apagó el motor. Llevaban un par de minutos frente a su casa.

—Si no quieres entrar, puedes quedarte conmigo —dijo Graves.

—Gracias, tío, de verdad que te lo agradezco.

—No es nada.

Pasó por el cielo un 747 que volaba bajo, en dirección a Sky Harbor. Desde las adelfas de detrás de la casa les llegó el zureo de unas palomas.

—¿Alguna vez te has considerado un héroe? —preguntó Graves.

—¿Estás de broma?

—A algunos es lo que nos lleva a este trabajo. Hacer el bien, defender lo que es justo. ¿Tú no?

—¿Considerarme un héroe? Ni hablar.

—Pero puede que otros piensen que lo eres.

—Lo dudo.

—Pero nunca lo sabrás, ¿verdad? Puede que haya gente que te mire, gente que lleva tiempo preguntándose por qué sigue adelante, con lo duro que es todo, cada vez más, y tu ejemplo les sirva para mantenerse en sus trece. Igual no saben ni cómo expresarlo ni cómo explicárselo a sí mismos.

—E igual andan persiguiendo a un fantasma no porque crean que vale la pena, sino porque es importante para un amigo, ¿no? ¿Te crees que no estaba al corriente de eso?

Graves meneó la cabeza.

—La gente —dijo, y se inclinó para abrir la puerta del pasajero—. Largo de aquí, Sayles, descansa un poco. Nos vemos por la mañana.

De joven solía levantarse muy temprano con la única intención de ver salir el sol, de formar parte de la mañana. Se sentaba en el porche o en el jardín, debajo de un árbol, para ver cómo se hacía la luz y sentir cómo nacía el nuevo día a su alrededor.

Ahora no puede ver gran cosa, pero la luz, la oscuridad y las sombras están a la izquierda, por lo que sabe que se acerca la mañana, y siente el calor en la piel, frente a la ventana. Es curioso que, pese a no estar dormido, todas esas imágenes oníricas le bailen por la cabeza. Habitaciones, pasillos, calles. Siempre está yendo hacia otro sitio, o preparándose para partir. Siempre hay una mezcla de aprensión y esperanza. Y animales… Todo tipo de animales. Canguros en el umbral al abrir la puerta. Rinocerontes asomando el morro por la ventana. Bichos que reptan por la bañera. Un zorro plateado sentado a la mesa, a su lado.

Recuerda la crueldad de los niños de antaño, que se dedicaban a pescar peces para dejarles la boca abierta con palitos y volverlos a echar al agua, donde subían y bajaban y volvían a subir hasta que, finalmente, se ahogaban. Decían que fabricaban submarinos.

Recuerda a Perra Negra, enferma y cubierta de hormigas.

Recuerda estar sentado en el porche, bajo la lluvia, leyendo sus libros de medicina, tratando de entender el cuerpo humano. La vida y la enfermedad, la vida y su final, tan entrelazados.

Recuerda, con una emoción imposible de precisar, su primer asesinato.

Recuerda a la profesora de arte que tuvo en la universidad, que no paraba de decirle: «¡Tienes que mirar! ¡Tienes que ver!». Ahí estaban, la modelo, sentada en una silla, y la profesora, la señorita Formby, recorriendo el aula y observando lo que hacían sus alumnos. No os centréis en la modelo, decía. Mirad lo que hay a su alrededor. Lo que hay entre ella y la silla. Lo que tiene por encima y por debajo. El silencio que la envuelve. Dibujad eso.

En su momento, no entendía muy bien a qué se refería la profesora. Pero ahora se pregunta si no existiremos únicamente en el entorno: lo que nos rodea, el silencio, el aire cargado, los lugares, otras personas, la luz de un nuevo día…

Tiene la tele puesta a su espalda, al fondo del cuarto, a bajo volumen. Hay un programa sobre los impresionistas que, se percata, es lo que le ha llevado a recordar a la señorita Formby. Llega algo nuevo: oye el canto de los pájaros.

Entre canturreos, murmullos y aleteos, los pájaros le despertaron. Había un gato de color claro entre ellos, moviéndose lentamente y con el cuerpo inclinado a lo largo de la pared, junto al árbol preferido de los pájaros. Golpeó la ventana y el gato saltó de la pared, hacia el otro lado. Le había dado al marco de la ventana con el canto de la mano, pero se había hecho daño igualmente en el dedo cortado.

Idiota.

Jirones y retazos de sueños rondaban por su cabeza. Árboles tan gruesos que no le dejaban ver el cielo, tan verdes que los rostros de los hombres que caminaban a su lado también adquirían ese color. Un niño: estaba ahí un instante y desaparecía. Un despacho, todo es de color verde y azul pálido, cuelgan de las paredes pósters enmarcados del sistema circulatorio, huesos y articulaciones de los pies, ejercicios de flexión. Un hombre, cuyos ojos se vacían al bajarlos, lo contempla todo.

Extraño.

Mientras se ponía la camiseta pensaba en las manchas. No eran para tanto, casi podría pensarse que formaban parte del paisaje marino, del oso o de lo que hubiera en la prenda tiempo atrás, cuando aún no se había desteñido. Pero tocaba hacer la colada, sin duda alguna. Había estado pasando de demasiadas cosas.

Como que le miraran la mano, cuando no estaba seguro de que se le estuviese curando. La señora Flores dijo que le llevaría a la clínica gratuita, o que Félix se encargaría de ello, sin ningún problema. Pasaría a verlos ese mismo día, más adelante, para ver cuándo les iba bien.

Pero ahora, eso sí, tenía que encargarse de sus asuntos y ya tardaba en ponerse. Agarró una botella de zumo y puso el ordenador en marcha, pero no tardó nada en lanzarse a recorrer los pasillos del ciberespacio en vez de trabajar.

¿Dónde está El Viajero?

Vino a nosotros, nos cambió la vida y ahora ha desaparecido.

Seguido por el cargamento habitual de frases conciliadoras: El Viajero siempre estará con nosotros. Todos somos El Viajero. Todo sucede por algún motivo. El Viajero volverá.

Jimmie recordaba cómo, en el texto inicial, la pérdida resaltaba con mucha pureza, con mucha fuerza, y cómo el resto, en vez de responder a esa pérdida, hacía como que no estaba allí, trataba de disfrazarla, de desactivarla, de negarla.

Las personas nos dejan, pensaba, nos dejan y se van. La familia, la juventud, los lugares en los que hemos vivido, lo que alguna vez fue importante para nosotros. Nos pasamos la vida de camino. Y tal vez tenemos que aparentar que vamos hacia algo, colgar del aire determinada imagen, por delante de nosotros. Un mundo mejor, más justo. Una vida eterna en un sitio que es como Scottsdale, pero mejor. Un oasis en el desierto con diecisiete vírgenes. Porque no podemos soportar la idea de que esto es todo lo que hay. Todo lo que siempre hubo.

Pensó en lo que estaba soñando esa mañana, antes de que le despertaran los pájaros. Estaba sentado en un porche, oyendo caer la lluvia. No podía verla, lo cierto es que no podía ver nada, pero no le resultaba extraño; y podía sentir el calor que traspasaba las mosquiteras, oler la humedad, la hierba, la vida. Y también allí, en el sueño, podía oír el canto de los pájaros.