¿Sorprendido? En absoluto. ¿Cómo iba a estarlo? Como ya he dicho antes, por la manera en que estaban jorobándose las cosas, sabía que solo era cuestión de tiempo. Es curioso cómo nada sale del modo esperado, cómo se complica siempre todo. Nuestras vidas no son mucho más que eso, ¿verdad? Un montón de complicaciones.
Pero no le disparé a nadie. Joder, resulta que yo no hice gran cosa en general. Di más vueltas que un trompo y tropecé con mis propios pies y con los de todos los demás. Cuando pensaba que lo tenía todo controlado. Mi viejo solía decir que yo era más tonto que una piedra, nunca se cansó de recordármelo. A fin de cuentas, igual tenía razón, el muy capullo.
El tío al que persigues es un fantasma, una sombra. Nadie sabe quién es, nadie lo ha visto nunca. Nadie que viviera para contarlo, por lo menos. Tú te pones a la labor y, si buscas mucho en la dirección adecuada, empiezan a surgir nombres. Doc Watkins, Stu Carter, John Brown, Bill Gaunt. Y eso es todo, más o menos. Nombres, humo. Vapor.
Pero sabes a lo que se dedica ese tío, así que vuelves a empezar, pero a la inversa.
Yo tenía doce años. Un día volvía a casa de la escuela —o, por lo menos, se suponía que había ido al colegio—, y hay un coche de policía en la puerta de casa. No era la primera vez, ¿eh?, pero en esa ocasión fue diferente. El jefe Winfrey me estaba esperando para decirme que se había muerto mi padre. Le habían cortado el cuello hacía unas horas, cuando estaba en el cuarto de baño con una botella y la radio puesta en la emisora de música country.
Siempre me he preguntado qué deprimente canción de cuernos y alcohol estaría escuchando cuando murió.
Yo nunca había visto al jefe Winfrey tan incómodo, pero vaya si lo estaba. No paraba de darle vueltas al sombrero con las manos, vueltas y más vueltas, ni de lanzar miradas a la ventana.
—Mis chicos se han llevado a tu madre al hospital —me dijo—. Está bien, pero muy alterada.
Siempre dijo, en aquel momento y en cualquier otro a partir de entonces, que había algo raro en todo el asunto. En aquellos tiempos y lugares, los crímenes sucedían en la calle, o en los patios traseros de familias a las que se les iba la olla, o bosque adentro. Nadie entraba en casa de alguien a plena luz del día para rebanarle la garganta mientras estaba en la bañera, para luego largarse de allí y esfumarse.
Como ya he dicho, tenía doce años, qué cojones iba a saber yo, apenas si sabía ponerme bien los pantalones. Era consciente de que mi vida había cambiado, eso sí, tan tonto no era, pero me llevó cierto tiempo darme cuenta de lo mucho que había cambiado.
Y de repente, un buen día —a esas alturas, ya he salido de la universidad y me gano las habichuelas, como diría mi madre—, estoy en un bar, a la salida del trabajo, y resulta que el tío de al lado es un poli jubilado. Y se pone a hablar de ese único caso que nunca podría olvidar ni superar. La parienta llega a casa y se encuentra al marido sentado en su sillón preferido… El trasto estaba hundido y hecho polvo, me dijo el poli, pero cada vez que ella intentaba tirarlo, su marido la zurraba. Bueno, el caso es que el tío estaba allí sentado, con la cabeza hacia atrás, como si se estuviera echando la siesta, pero cuando la mujer se acercó a él, le vio los ojos. Es lo primero que vio, decía el poli. Los ojos. Luego, algo más abajo, vio que tenía el cuello hinchado y arañado, donde lo habían estrangulado hasta la muerte con algún tipo de cable.
El asunto consistía en que ese hombre, el poli, nunca descubrió el móvil del crimen. Nadie le tenía manía a la víctima, por lo que pudo averiguar. Su trabajo de camionero no le iba muy bien, pero tal como estaba la economía en aquellos tiempos, lo mismo le ocurría a la mitad de negocios de la ciudad. Y era imposible considerar aquello como un crimen pasional. Había sido un acto frío, calculado, llevado a cabo por alguien con mucha fuerza y que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Alguien contratado para ese trabajo, decía el poli, es lo que siempre pensé. Nunca encontré ni un pelo ni nada de él.
Y cómo se pone uno a buscar a alguien así, le pregunté. Y el hombre se tira unas cuantas cervezas explicándomelo: todo consiste en buscar elementos familiares. Así los llamaba: elementos familiares. Restos que no se desprenden. Derivaciones del original. Resulta que la gente suele utilizar nombres parecidos a los que ya ha usado antes, o las mismas iniciales, o el mismo número de sílabas. Resulta que su manera de comer o de vestir no cambia gran cosa. Resulta que la gente suele insistir en el mismo tipo de trabajo, aunque mienta sobre su identidad y sus orígenes.
Si encuentras el trabajo, me dijo el poli, puedes encontrar el dinero. Y una vez tienes eso…
Pagué la cuenta de ambos, lo cual representaba por aquel entonces un atentado a mi economía que iba a estar lamentando hasta el siguiente día de cobro, pero me llevé puesto todo lo que me había contado y volví a mi apartamento, uno de esos sitios horribles con espejos y metal bruñido donde quiera que mirases.
Poco después, y cuando estaban empezando, me metí en lo de los ordenadores. Empecé con cosas técnicas, luego me pasé al diseño y acabé con el software. El futuro me vino a ver un día, en un chat, mientras veía a unos tíos quejándose del censo, diciendo que ellos se limitarían a informar de cuánta gente vivía en la residencia de estudiantes, pues eso era todo lo que necesitaba saber el gobierno, o aseverando que pasarían de todo y no informarían de nada. Y yo estoy ahí sentado y pienso: Pero bueno, cabrones, si cada vez que sacáis la MasterCard en el supermercado o pagáis en la gasolinera soltáis muchísima más información. En estos tiempos, me digo, casi todo en lo que te metes acaba aflorando en alguna parte. Si compras algo, queda registrado. Si sacas un libro de la biblioteca, queda registrado. Si el equipo de béisbol de tu hijo pierde, registro al canto. El ciberespacio. Es como un prado enorme que no se acaba nunca, trufado de pisadas por todas partes y en todas direcciones.
Involucrarse: ahí estaba la clave. Nadie puede quedarse a solas en su habitación. Por muy apartado que te mantengas de la red, tarde o temprano te vas a involucrar en algo.
El sitio que estaba curioseando ese día pertenecía a una pandilla de libertarios, gente que se pasaba la vida hablando sin parar de su privacidad y de sus derechos y de la libertad que les había concedido Dios.
Y de su derecho a llevar armas. Me las tendréis que arrancar de las frías y muertas manos, etc. Pues vale, me dije, estos pueden llevarme hacia las armas. Había cantidad de opciones, podía uno pasarse la vida rebotando de una web a otra cual bola de máquina de millón. Y una vez allí, podías dar tranquilamente el salto hacia la educación doméstica, los teléfonos intervenidos por el gobierno, las vacunas asesinas, los fanáticos de la supervivencia, sociedades secretas, entrenamientos de guerra y el mundo de los mercenarios. Así pues, a lo largo de los siguientes meses, me regalé un viaje guiado, conmigo mismo de guía, por cada organización, cada club de pringados, cada asamblea estrafalaria y cada reunión de medianoche que estuvieran a tres pasos de la cultura dominante, a derecha o izquierda.
Tardé lo mío, pero encontré el camino. Me basaba en la premisa de que el jefe Winfrey estaba en lo cierto, y que por el motivo que fuese —nunca lo averigüé y nunca lo sabré—, alguien había sido metido en el asunto. Y en cuanto al expoli del bar, el que me inició en esto… Pues lo mismo. En realidad, aún no sabía ni a quién buscar ni dónde mirar.
Igual que vosotros.
Pero yo sabía qué hacía ese hombre. Y que para hacerlo tenía que estar relacionado de alguna forma con ese bajo vientre social que yo me había propuesto conocer. Muchos de esos sitios contaban con secciones en las que la gente intentaba vender un arma de fuego o cambiarla por un arco de caza; o con zonas en las que se ofrecían servicios a cambio de productos o se vendían objetos de colección. Buenos sitios para empezar, me dije. Así que me dediqué a colgar anuncios y responder a ellos. Me pasé horas buscando las palabras adecuadas, tratando de ser impreciso, pero no en exceso, ¿sabéis? Tampoco se trataba de poner directamente «Necesito que asesinen a alguien», ¿verdad?
Hay que decirlo sin decirlo.
Casi todas las respuestas que recibí —bueno, la mayoría eran chorradas, pero yo me dedicaba a seguir las que tenían un germen, un cierto aroma— eran también de ese estilo, pues trataban de decir algo sin que se notara mucho, sin desvelar gran cosa de nada. Te acababa doliendo la cabeza a base de apretar los ojos, de intentar leer entre líneas. Luego cuelgas tres o cuatro respuestas y las cosas se complican de verdad. Como si ambos estuvieseis esperando que el otro se pusiera a parpadear, ¿sabéis? Ahí es donde la mayoría de la gente acaba por desinteresarse. O sea, que se trata de insistir, de seguir hurgando para ver qué ocurre realmente.
Hasta que al final, y dejadme que os diga que me costó lo mío, elaboré mi lista.
Evidentemente, todo tipo de prueba o de verificación —enséñame lo que tienes— estaba fuera de la cuestión.
Fue después del trabajo, en ese barrio a media manzana de Camelback al que voy por las tardes para mirar a la gente y tomarme un café carísimo. Levanté los ojos del ordenador y vi a aquel tío que salía por la puerta con una de esas bandejas de cartón para transportar cafés en la que solo había uno. La manera de vestir, la expresión de su rostro, lo de cruzar la puerta de lado, lo de la única taza, resulta… No sé, ni triste ni nada, solo… ¿Extraño? Le sigo y compruebo que vuelve al tajo, como yo pensaba. Veo dónde trabaja, una empresa de contabilidad, y el nombre, y pienso que no es nada raro que el tío no reluzca precisamente de alegría de vivir.
Quedan dos vehículos en el aparcamiento de detrás, una furgoneta negra y reluciente con la capota puesta y un Hyundai de los más recientes. Es imposible que ese tío conduzca una camioneta, así que apunto el número de matrícula del Hyundai. Solo aprecio rastros de vida en la segunda planta, cerca de la esquina: hay alguien de pie, junto a la ventana, con una taza de café en la mano, mirando hacia fuera.
Al siguiente día llamé a Quality Accounting, les expliqué que había conocido a uno de su equipo en un bar y que me había dado su tarjeta, pero que yo la había perdido y tenía que describirles al sujeto. «¿En un bar?», dijo Doña-En-Qué-Puedo-Ayudarle, como si le acabase de decir que nos habíamos conocido en Marte. Pero el caso es que ya tenía su nombre, sabía dónde trabajaba, qué coche tenía y cuál era la matrícula del vehículo. Tras otra visita de última hora de la tarde al edificio Brell y un breve trayecto posterior, también tenía un par de fotos y sabía dónde vivía.
Ya lo tenía enfilado.
A por él.
Los cinco de mi lista recibieron la información. A cuatro de ellos les envié dinero; del último, nunca volví a saber nada. O sea, que ahí estoy, ni conozco a esos cuatro ni ellos me conocen a mí, no sé quiénes son ni qué andan tramando. Ahora soy un centinela. A la espera. Observando. Desde el coche, desde vallas o muretes, desde un restaurante a media manzana. El sitio debe de tener un nombre, pero lo que más se ve es lo de «Cocina casera» y «Platos del día», pintado en el escaparate con grandes letras amarillas. Solía sentarme en la parte de delante para observar mi edificio a través de esas letras. Tratando de discernir quién trabajaba allí. Quién encajaba y quién no.
Me tragaba litros de café ahí sentado, y todo sucedió durante uno de mis descansos para ir al baño. Cuando salí al exterior, se había armado un buen follón al otro lado de la calle.
Ya sabéis lo que ocurrió: el tío que llegó a entrar, el que iba dispuesto a hacerlo, la cagó. Y los demás, después de esto, ya no rondan por ahí… Si es que alguna vez lo hicieron. Vieron lo ocurrido y decidieron mantenerse al margen, tal vez. Se quedaron la pasta y se largaron.
Pero yo alimentaba una sospecha. El hecho de que yo no los viese no quería decir que no estuvieran allí. Una vez se han calmado las cosas en la acera de enfrente, me acerco para hablar con algunos mendas que rondan por ahí y acabo averiguando hacia dónde se ha ido la ambulancia.
Creo que le vi en el hospital. En ese momento… Bueno, no había manera de estar seguro, pero tenía esa sensación, ¿sabéis? Y cuando lo vi ante la casa, me acabé de convencer. Tenía que ser él. Vigilando la casa igual que yo, desde un coche discreto, sin nada que llamara la atención. Y de repente, el hombre está traspuesto en el coche, a un paso de la muerte, o esa es mi impresión. Hago la llamada, llegan los bomberos… Pero entonces, antes de poder parpadear dos veces, ha vuelto a desaparecer y no queda de él ni un rastro ni una pisada.
Christian.
Eso es todo lo que sé, eso es lo único a lo que puedo agarrarme. Eso sí, a la larga lo hice mejor que vosotros, chavales, ¿no es cierto?
¿Venganza? Sí, vale… ¿Cuántas cosas podéis llegar a entender al revés? Aunque tampoco es que tengáis manera de saberlo. Me refiero a lo perdidos que andáis.
Mi padre era un monstruo. Yo era un crío. Pensaba que mi madre tenía la piel de color morado. De noche escuchaba cosas que ningún niño debería oír jamás. Cuando bajaba por la mañana, ahí estaba ella, haciendo el desayuno con los ojos tan hinchados que apenas podía ver, y recurriendo al único brazo que todavía le funcionaba, más o menos. ¿Venganza? Joder, yo estaba buscando a ese tío para darle las gracias. Por haberle salvado la vida a mi madre. Y por haber hecho posible la mía.