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Por la mañana, había recuperado parcialmente la vista. El día estaba ahí fuera, casi a su alcance, perlado de sombras y de unos puntos brillantes, inquietos y siempre en movimiento, que parecían botones de plata; todo estaba borroso en el centro y los extremos, como si el mundo estuviese despidiéndose de la existencia de manera gradual.

Lo cual, supuso, era exactamente lo que estaba haciendo.

Se las había apañado para arrastrarse palpando hasta la puerta trasera de la casa para preguntarle a la señora Guinner si Chris podría ir un par de minutos, pues necesitaba que le echasen una mano.

—¿Está usted bien?

—No ando del todo fino, me temo —repuso—. Pero no se contagia.

—Christopher está arriba, preparándose para ir al colegio. Ahora se lo envío.

Le dio las gracias e hizo todo lo posible para recorrer el patio de vuelta como si no le pasara nada. Podía sentir su mirada clavada en él, así como las preguntas que se estaban formulando tras esa mirada.

Apenas si había logrado llegar a su sillón cuando apareció Chris. Escuchó los pies del chico arrastrándose por el cemento y atravesando la hierba. Acto seguido, el chaval estaba ya ante la puerta; y, de repente, justo delante de él.

—Te he traído algo.

Un objeto alargado avanzó hacia él. Extendió la mano.

Un libro. De bolsillo. Delgado. La portada, muy arrugada; los extremos de las páginas, tan manoseados y retorcidos que parecían clavelitos.

—Es uno de mis favoritos. Un poco raro, a veces, pero bastante guay.

Notaba los ojos del chaval clavados en él, como los de su madre, pero no captaba en su caso las preguntas no planteadas por la mujer, solo una expectante voluntad de hacerse con todo lo que el mundo le pudiera ofrecer.

—Gracias.

—Dice mamá que necesitabas algo.

Reordenaron juntos la habitación, empujando mesa y silla hacia la ventana para captar un poco más de luz, acercando también la lámpara. Puso al chaval a enchufarle el ordenador, suponiendo que, a partir de ahí, ya podría apañárselas solo. Cuando terminaron, Chris dijo que tenía que irse al cole, pero se mostraba remiso a marcharse. No para darle la tabarra, se dijo Christian, sino porque parecía comprender que le pasaba algo que iba más allá de sus sucintas explicaciones. ¿De dónde sacaba alguien de su edad esa clase de intuición, ese tipo de sensibilidad?

—Si quieres, puedo volver después del cole. Si te parece bien.

—Sería estupendo. Gracias. Por la ayuda y por el libro.

Poco después, Christian estaba sentado ante el ordenador, con la nariz a cinco centímetros de la pantalla, cerrando y abriendo los ojos una y otra vez, tratando de convertir aquella masa borrosa en palabras, en algo con significado.

Se vende muñeca especial.

La que estabas buscando.

Ya había respondido a eso la noche anterior. Y ahora había una contestación. Acercándose aún más a la pantalla, pudo descifrar las letras, reconstruirlas una a una. Como un niño que aprende a leer. Y palpando las teclas del ordenador, recurriendo a una letra enorme, fue capaz de elaborar su propia respuesta.

El momento no podía ser más inoportuno, pero ahí estaba el agujero, el conejo, y era muy poco probable que este volviera a dejarse ver. Era imposible acudir a la cita que acababa de organizar, claro está, así que solo podía hacer una cosa.

A esto hemos llegado, se dijo de manera irónica. Precisamente a esto. A recurrir a la policía en busca de ayuda.