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—¿Y cómo te sientes al respecto? —Graves miró hacia la acera, donde un gordo y un coche necesitado de un cambio de neumático se las estaban teniendo en serio—. Pero ¿me estás oyendo? Parezco un puto asistente social.

Sayles se echó a reír.

—Pues sí. Hay que hablar de ello —dijo—. Es mejor soltarlo y no quedárselo dentro.

—Hay que aprender a decir adiós.

Sayles le echó un vistazo al semáforo mientras cambiaba la señal.

—Tío, ahora me siento mucho mejor.

Graves estaba a punto de decirle que lo disfrutara mientras pudiese, pues no iban a tardar mucho en pasarle factura, pero Sayles siguió hablando:

—Me siento como si hubiese venido a despedirse.

Graves no dijo nada. Estaban entrando en una zona que en tiempos había formado parte del centro de Phoenix, pero que ahora no era más que una extensión de casi cuatro kilómetros ocupada por iglesias a medio desmoronar, gestorías de planta baja, algún que otro quiropráctico y casas hechas polvo; algunas de ellas derruidas o parcialmente quemadas.

—Curioso sitio para quedar —dijo Sayles.

—¿El centro comercial?

—Hay que ir esquivando a los patinadores del aparcamiento para llegar hasta los viejos de dentro. ¿Qué edad tendrán esos chavales? ¿Dieciséis? Vaya plan.

—Hay un Denny’s, por ahí detrás.

—¿Sigue ahí? Es donde solíamos parar cuando yo entré en el cuerpo.

—Como casi todos nosotros. Ya no es lo que era, pero sigue en su sitio.

Un montón de coches tronados estaban desperdigados por el aparcamiento. Hoy día, la mayoría de la clientela del centro comercial era del barrio o llegaba en autobús. Y además, aún era muy pronto. Había una docena de hispanos junto a una de las entradas, confiando en pillar algo de trabajo.

—¿Crees que conseguirán algo?

—Más les vale. —Graves observó a los aspirantes a trabajador—. ¿Tú crees que tienen familias esos tíos?

—La mayoría. Aquí y en su país.

Graves meneó la cabeza.

—Menuda mierda.

—Pues sí.

—En fin… Como te decía, llegué pronto, pensando en revisar y poner al día nuestros expedientes… Ya sabes, ¿los casos que hemos estado ignorando? Pues acababa de ponerme cuando llegó el primer e-mail.

—Que hablaba de…

—Muñecas. Le doy a «Responder» y envío un signo de interrogación. Cuando me preguntó si era el agente Sayles, le dije que sí. Quería saber si aún estabas interesado en alguien relacionado con cierto tiroteo en el edificio Brell. El mensaje era confuso, pero legible. No pensé que se tratara realmente de él (por lo menos, no al principio), y había un montón de cosas raras: palabras mal escritas o enganchadas unas a otras… Pero tenía la dirección correcta del tiroteo.

—Y pedía ayuda.

—No de manera explícita, pero era lo que se deducía. Dijo que había sido contratado por la persona a la que creía responsable del incidente.

—Veo que se expresa con mucha precaución.

—Exacto. Y que había organizado un encuentro al que le era imposible asistir. Dejémoslo ahí. Así pues, después de un minuto mirando cómo parpadeaba el cursor, le dije que igual yo, refiriéndome a nosotros, podía echarle una mano, organizarle el encuentro. Fue entonces cuando envió todos los detalles. Le pregunté cómo podíamos ponernos en contacto con él, pero ya se había ido. Silencio sepulcral.

Sayles aparcó frente al Denny’s. Había otros dos coches por allí, junto a una camioneta con los flancos de madera, llena de enseres de jardinería y hojas de palmera.

—Llevamos tiempo buscando a ese tío, ¿y nos acaba encontrando él?

—Es el sistema de los cazadores de ciervos.

—Graves, tú eres un chico de ciudad. ¿Qué coño sabrás tú de caza?

—Leo mucho. Y escucho a la gente.

—Seguro que sí. Pero ¿por qué nosotros? ¿No se te ha pasado por la cabeza que ese nos puede estar montando una encerrona?

—En más de una ocasión… Pero puede que seamos lo único que tiene.

—¿Lo único que tiene para qué? No sabemos quién es, ni lo que quiere ni lo que pinta aquí.

—Puede que estemos a punto de descubrirlo.

Ya habían bajado del coche y se dirigían hacia la puerta del establecimiento.

—Hoy estás hasta arriba de puedes.

—Piensa en positivo.

Pese a la profusión de ventanas, entre los carteles y las letras de ocho centímetros anunciando los platos del día, por no hablar de la suciedad de esas ventanas y de la falta de luz interior, la cosa era como entrar en un bar, en alguna zona de noche perpetua. Había un joven vestido con un mono, sentado a la barra, que comía huevos fritos con una mano y redactaba mensajes de móvil con la otra. Había otros cuatro tíos repartidos por la sala. La camarera estaba hablando con el cocinero a través de la ventanilla de pedidos.

Graves y Sayles ocuparon una mesa cerca, aunque no demasiado, de la puerta. La camarera les trajo agua, algo que ya no sucedía con mucha frecuencia, y las cartas. Sayles abrió la suya. La superficie, en tiempos brillante, estaba pegajosa a causa de todo lo que se había derramado encima a lo largo de los años.

—¿Quieres desayunar? —preguntó Graves.

—Voy a controlar el baño y la parte de atrás. Pide por mí.

—¿Y qué te pido?

—Da igual, todo tiene más o menos el mismo sabor.

—Más razón que un santo.

Graves vio cómo la camarera iba hacia la parte de delante, rellenándole la taza de café a todo el mundo por el camino, hasta llegar a su mesa. La mujer deslizó la botella de agua hasta un extremo, sacó su libretita y le informó sobre los platos del día. Graves pidió dos de lo mismo.

—El zumo grande solo cuesta veinte centavos más.

—¿Por qué no? Dos zumos de naranja bien grandes. Gracias.

Ella sonrió y luego inclinó la cabeza. Le darían vergüenza sus dientes podridos. Seguro que llevaba haciéndolo toda la vida.

Aparecieron otros dos parroquianos durante la ausencia de Sayles, una pareja de veintitantos años con ropa de segunda mano que parecía haber sido cuidadosamente escogida. Y desapareció otro, que se subió a un Pinto con cartones en una ventanilla trasera y plástico rojo sobre ambas luces de posición. La comida llegó poco después que Sayles. Al cabo de unos minutos, entró otro cliente.

—Chaleco de cazador —dijo Graves.

—Ya lo tenemos.

Era uno de esos tíos que parecen jóvenes hasta que los ves de cerca. Llevaba lo que el padre de Graves había denominado hasta el fin de sus días dungarees —lo que los demás llamamos pantalones vaqueros— y, bajo el chaleco, una camisa azul de vestir arremangada hasta los codos. No tenía arrugas en la cara, salvo alrededor de la boca y los ojos. Lucía una buena mata de pelo castaño, pero de aspecto descuidado y reseco.

Echó a andar hacia la barra, mirando a un lado y a otro, hasta acabar doblando la esquina que llevaba a la parte de atrás.

—¿Tú qué crees? —preguntó Graves.

El hombre reapareció y se sentó a la barra. La camarera le sirvió un café y le preguntó si quería algo más.

—Creo que sabe a quién busca, la pinta que tiene.

—¿Dirías que es nuestro hombre?

—Podría serlo. Y tú tal vez podrías dejar de zampar huevos un momento y echarle un vistazo al aparcamiento.

Graves salió, le dio una vuelta al edificio y regresó.

—Está en la parte de atrás, apenas se ve.

—¿El Honda de color crema?

—Exacto.

Se pusieron de pie a la vez, dejando los platos a medio comer, y fueron hacia la barra. La camarera volvió la cabeza. Dijo algo y el cocinero salió por una puerta lateral, se apoyó en la pared y se quedó mirando.

El hombre no miró a su alrededor, pero supo que ellos estaban allí. Podía deducirse por cómo encogía los hombros.

—Creo que vendes una muñeca —le dijo Sayles.

Se habían quedado a un metro de distancia. Ahora, el tío se dio la vuelta. Su mirada se deslizó de Sayles a Graves y de este nuevamente a Sayles.

—Tú no eres Christian.

—Tu amigo no ha podido venir.

—Mi amigo… Vale. Por eso te ha enviado a ti.

—Más o menos.

—¿Y tú quién eres?

Graves sacó la cartera y le enseñó la placa. El cocinero tomó nota y regresó a la cocina.

—Polis —dijo el hombre—. Me ha enviado a la pasma. Mira qué divertido.

Graves y Sayles se subieron a los taburetes situados a izquierda y derecha del recién llegado.

—Me temo que esto significa que no queréis comprar la muñeca, ¿verdad?

—Para serte sinceros —dijo Sayles—, ni siquiera sabemos qué pinta en esto una muñeca.

—Interesante —dijo el hombre.

Sayles sonrió. Esa era una de las expresiones favoritas de Graves.

—Me refiero a que me andáis buscando y yo no sé por qué.

—Sospechamos que puede ser por algo relacionado con un tiroteo que tuvo lugar hace un tiempo. ¿En el edificio Brell?

—De momento —añadió Graves—, nos gustaría ver algún documento de identidad.

El hombre sacó la cartera y la dejó sobre el mostrador.

—Gracias, señor… —Graves la revisó— Barnes. —Acto seguido, le dijo a Sayles—: Carroll Barnes. De la localidad. Nada de tarjetas de crédito. Unos dos mil en efectivo, más o menos.

—No nos dirás que necesitamos una orden para esto, ¿verdad?

—Tú sabrás, que para eso eres poli.

—¿Va armado, señor Barnes?

Negó con la cabeza y luego preguntó:

—¿Qué tal está Christian? Pero, un momento, os habéis presentado aquí sin saber a quién buscabais. ¿Le conocéis, por lo menos? ¿Y qué tal le va?

—Me temo que eso tampoco lo sabemos —respondió Sayles.

Y Graves añadió:

—Nunca le hemos visto.

—Pues vaya reunión, ¿no?

—Volvamos al tiroteo —dijo Sayles—. Háblame de John Rankin.

La camarera apareció discretamente tras el mostrador.

—¿Piensan acabarse el desayuno o puedo limpiar la mesa?

Haz sitio a todos esos clientes que esperan, ironizó mentalmente Graves.

—Adelante con la limpieza. Pero nos vendría bien un poco más de café.

La camarera asintió, les trajo unas tazas de café ya llenas y luego fue a encargarse de la mesa. El cocinero no les quitaba la vista de encima, aunque hacía todo lo posible para que no se le notara.

—No conozco a John Rankin —dijo Carroll Barnes.

—Pues háblanos de Christian.

—Interesante. Yo no conozco a John Rankin, pero vosotros tampoco parece que sepáis gran cosa de nada.

Sayles se mantenía en silencio, indicándole a Graves con los ojos que también se estuviera callado. Se trataba de crear un espacio negativo, algo que muchos entrevistadores no conseguían jamás. El espacio tiene que estar ahí para poderlo llenar.

—¿Ni siquiera sabéis a qué se dedica?

Sayles negó con la cabeza, manteniéndose a la expectativa.

—Es un asesino a sueldo, mata por encargo. Lleva cuarenta años haciéndolo. Puede que más.

—Interesante —dijo Graves, y se produjo un intercambio de miradas entre los tres.

—¿Puedo deducir que estoy detenido?

Sayles volvió a no abrir la boca. Continuó Barnes:

—¿O hay algo más que no sepáis? —Soltó lo que parecía una risa, aunque puede que solo estuviese aclarándose la garganta—. Supongo que solo era cuestión de tiempo.