Ya llevaban cinco horas frente a la casa de Rankin. En una situación así, enseguida se te acababan los temas de conversación, aunque con los años que llevaban juntos, ya casi no les quedaban. Por consiguiente, ahí estaban, sentados, en silencio. Graves pensaba en la mujer de Sayles y en un caso antiguo.
Lo habían enviado a una casa en las afueras de Mesa en la que el hijo, de unos catorce años más o menos, llevaba un tiempo negándose a comer, asegurando que lo hacía para purificarse o algo parecido. Estaba tan débil que no podía ni salir de la cama y parecía una mantis religiosa con rostro humano. La hermana del chico, que tenía tres años menos que él, había llamado a la policía. Aparecieron unos agentes de uniforme, vieron cómo estaba el patio y reclamaron la presencia de un inspector. En el transcurso de los siguientes días, Graves vio cómo padres, médicos y juzgados discutían sobre si el chico debería ser obligado a comer. Seguían discutiendo cuando el muchacho, que ya estaba en el hospital, pilló una infección que acabó con su vida.
Graves destapó una botella de agua Arrowhead y echó un trago. Se la ofreció a su compañero y la volvió a tapar.
—No tenemos ni idea de lo que andamos buscando.
—Pues no.
No era una gran conexión, pero por el momento era lo único a lo que podían agarrarse. Puede que el tío al que los paramédicos habían recogido ahí, el que se esfumó del hospital, estuviese involucrado: igual era el que buscaban. Dollman. Igual volvía. Igual ya estaba ahí.
O igual no hacían más que tocarse los huevos.
La verdad es que se trataba de un barrio tranquilo. Básicamente anglosajón, poca vida en las calles, casas cerradas, patios vacíos. Solo gente que iba de la casa al coche y vuelta a empezar, con algunas escasas personas que cortaban el césped o arrancaban hierbajos. A cinco casas de allí, un tío trabajaba en el garaje con la puerta abierta, y se oía el rock clásico que emanaba de un trasto barato.
Pasó un crío en bicicleta, con la mochila atada al manillar. Una bici antigua que se parecía a una que el propio Graves había tenido de pequeño, no una de esas nuevas y fardonas con doce marchas y ruedas debiluchas. Pero en muy buen estado. Con toda probabilidad, el chico debería estar en el colegio, pensó Graves; pero luego se dijo que, total, eso no era asunto suyo.
Al cabo de cosa de media hora, sin decir nada, Sayles y él vieron a un señor mayor que doblaba la esquina sudeste y caminaba lentamente por la acera del lado de Rankin. Llevaba un traje ligero de verano —o puede que chaqueta y pantalones deportivos— y cojeaba. Pasó ante la casa, sin pararse ni cambiar de ritmo, y siguió hasta la siguiente esquina, donde se perdió de vista.
Graves puso la radio, bajita. Sayles le miró, pero no dijo nada.
—¿Una horita más y adiós muy buenas?
—Por mí, de acuerdo —repuso Sayles.
El tío del noticiario hablaba de una tragedia tremenda, de cómo a un padre de familia lo habían despedido del trabajo con una esposa en el hospital y tres críos en casa. Bueno, vale, se dijo Graves. Tragedia. Las tragedias van de fallos fatales, de tocar fondo a nivel emocional, físico o espiritual. La tragedia era lo que le ocurría a un chaval de doce años asesinado por una banda de delincuentes de camino al colegio, o lo de ese juez de ochenta años que había afrontado miles de casos y que ahora ya no recordaba ni quién era ni dónde estaba. Había que llenar espacio, y se llenaba, de la misma manera que un gas llena cualquier recipiente en el que lo metas. Y consciente de lo insignificante que era casi todo, pues lo inflabas, lo elevabas a la categoría de hipérbole y, si era necesario, te ponías a vestir la mona. ¿Lo del tío despedido? Una lástima, desde luego. Pero ni por el forro una tragedia.
—Sería útil tener una mínima idea de lo que andamos buscando —dijo Graves.
—¿Y con cuánta frecuencia sucede eso de saber lo que buscamos? —Sayles se acercó a su compañero y le apagó la radio—. Pero en este caso es bastante posible que andemos buscando un Honda —señaló con la cabeza hacia el coche de color crema que pasaba por delante de ellos— que estuvo por aquí a las 9.36 y, de nuevo, a las 13.42.
Un solo ocupante, varón, cabello castaño. Sayles estaba apuntando el número de matrícula en el cuaderno pegado al salpicadero.
—Ojalá tuviésemos una cámara…
Graves sacó su teléfono móvil.
—La tenemos.
La matrícula pertenecía a un coche de alquiler… Que no era ese Honda.
—Sorpresa, sorpresa —dijo Sayles.
El coche en cuestión coincidía con cuatro vehículos de cuya desaparición se había dado aviso recientemente, incluyendo uno de un aparcamiento a largo plazo en Sky Harbor.
—Vale, dos sorpresas.
Sayles atisbaba la habitación larga y casi vacía. Tenía una manera especial de hacerlo, pensaba Graves, como si de repente se hubiese materializado allí mismo.
—¿Dónde cojones está todo el mundo?
—Vacaciones. Todos aquellos de los que los jefes creen que podemos prescindir están en casa.
—Da qué pensar, ¿no?
—¿Sobre qué?
—Los jefes, para empezar. Y a continuación, pues cuánto trabajo se lleva a cabo realmente por aquí.
—Bonito tema… Oye, ¿queremos informar del vehículo y de la matrícula?
—Sí.
Graves pilló el teléfono.
—No.
Lo volvió a dejar en su sitio.
—Ese tío pilló el coche en un aparcamiento a largo plazo. Ni por error ni por casualidad. Se hizo con otras matrículas y las cambió. ¿Qué nos dice eso?
—Que es un tío eficaz.
—Exacto. Y que es el menda que andamos buscando. Tiene que serlo.
—¿Pero tú no quieres dar la señal de alarma?
—El tipo ya sabe cómo van las cosas. Lo más probable es que también sepa mucho de lo nuestro. Ahora mismo, lo único que tenemos es el coche. No le empujemos a deshacerse de él.
—Entonces, ¿qué? ¿Nos quedamos a vivir frente a la casa de Rankin hasta que vuelva a pasar ese tío?
—Tal vez.
—Vale. ¿Tienes un plan B?
—¿Qué mierda voy a tener?
Mientras hablaban, Graves había estado manipulando el ordenador. Ahora, sus dedos descansaban sobre el teclado.
—Una sorpresa más.
—Vale.
—Un mensaje como el que colgamos nosotros, anunciando que hay una muñeca en venta. «Una de las más escasas del mundo, puede que la única que queda».
—¿Nuestro hombre?
—No lo parece, ¿verdad?
—Pues si no es él, si no es Dollman, ¿de quién se trata, entonces?
—¿De alguien que lo busca? ¿Igual que nosotros?
Lo sintió en el momento de entrar.
Durante todo el trayecto a casa, ese asunto le había estado dando vueltas por la cabeza sin parar. «Igual que nosotros», había dicho Graves. Puede que sí, puede que no… Lo cual describía perfectamente todo ese lío, de principio a fin. Rankin seguía vivo, pero alguien, por el motivo que fuera, lo estaba acechando. Puede que fuese el atacante, puede que no. Tenían el coche, el Honda, y sabían que en su interior circulaba ese alguien… Que podía desaparecer en cualquier momento. Y luego estaba Dollman, que había asistido a la catástrofe, o había visto algo. ¿Formaba parte del asunto? Igual sí, igual no. Y esos anuncios… ¿Tenían algún significado? ¿O no eran más que otro callejón sin salida?
Vueltas y más vueltas. Una y otra vez. Seguía pensando en eso cuando abrió la puerta principal.
Y entonces dejó de pensar.
Porque fue entonces cuando sintió el cambio.
No había nada diferente en la habitación. La pulcra pila de mantas y almohadas seguía en el sofá. La sala estaba arreglada, pero hacía un tiempo que no pasaba el aspirador por la alfombra. Había un poco de polvo en los estantes y en los cachivaches. Se mantenía ese olor familiar a cerrado, a sitio por el que hace tiempo que no corre el aire.
Ella estaba en la cocina, sentada a la mesa. La enfermera que había conocido en la residencia estaba de pie, a cierta distancia, junto al frigorífico, y le saludó con un movimiento de cabeza. Sayles se quedó plantado en el umbral.
—Trabajas hasta tarde, Dale.
—Como siempre.
—Supongo que recuerdas a Judy Zelazny. No está de guardia, pero cuando le conté lo que pensaba hacer, insistió en traerme. —Tenía las manos en el regazo. Había perdido más peso. La cinta azul de la cabeza hacía juego con la blusa que llevaba—. El año viejo ya casi ha acabado, Dale. Quería venir a agradecértelo. Y a desearte un feliz año nuevo.
—Podría haber ido yo a…
—Necesitaba que fuese aquí, Dale, en nuestro mundo. No allí.
—Lo entiendo.
—Siempre lo has hecho.
Se levantó, apoyándose con las manos sobre la mesa, y luego se puso recta y echó a andar hacia él. Sayles podía ver que la señora Zelazny tenía el impulso de moverse para ayudar, pero se contenía. Josie llegó hasta él y se abrazaron. Sayles sintió la curva de sus costillas, como si fuesen el armazón de una barca, y sintió también el corazón de ella latiéndole bajo la piel. Quedaba ya muy poco de su mujer.
—Te echo de menos —le dijo.
Y al ver que temblaba, la ayudó a volver a la silla.
—Esperaré en la otra habitación —dijo la señora Zelazny.
Sayles recordó entonces un montón de cosas, un torrente de recuerdos —podía detectar la misma sensación en los ojos de ella—, pero, aun así, había muy poco que decir. Se sentó mientras veía cómo se le agitaba el pecho a su mujer y poco a poco recuperaba el resuello.
—Tengo que volver enseguida —dijo Josie—. Me gusta verte sonreír.
—Quédate unos minutos más…
—Siempre hay algunos minutos más, Dale.
No siempre, pensaría él más adelante, mientras veía alejarse la furgoneta de la señora Zelazny. Pero de momento hablaban de temas banales: de otras personas de la residencia, de cómo le iba a Graves, de aquel vecino chiflado que, durante toda su vida en común en la casa, no había dejado de construir una valla para echarla abajo de inmediato; de ese bar, calle arriba, que acababa de volver a abrir, con nuevos encargados, por cuarta vez en lo que llevábamos de año; de la joven con vestidos largos o ropa oscura de lo más normal que ella veía pasar a diario frente a su ventana.
Y luego se marchó. Sayles se quedó sentado en el sofá, sin pensar realmente, sin recordar realmente, limitándose a quedarse ahí, flotando, experimentando una extraña libertad. Oyó pasar coches, a alguien que soplaba a lo bestia una trompeta o un trombón, a una mosca zumbando en la ventana, algo que parecía un trueno lejano, la sangre que le golpeaba las orejas. Cuando levantó la vista, ya era de día y Graves estaba de pie ante la puerta principal, abierta.