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Parpadeó: trataba de entender lo que veía, o lo que creía ver.

Sombras oscuras en la ventana, contra la luz. Como vainas o pececillos. Comas. Hojas. Agujeros de violín o de guitarra. A continuación, mientras sus ojos se deslizaban de allí hasta la pared y el techo, surgían más. Seis, ocho, una docena. Y uno de ellos, ahora se percata, lo tiene en la mano. Levanta la mano lentamente, se la acerca a la cara y ambos se quedan mirándose mutuamente. La piel del intruso es fría y seca, muy fina, sorprendentemente suave. Con cada respiración, se le hinchan los flancos. Él observa su pequeña e intrincada caja torácica.

Qué cosa tan bonita.

Y hay muchas, hay montones de esas cositas pequeñas que llenan el mundo que nos rodea, aunque pasen desapercibidas y nadie las vea ni reconozca su presencia.

Recordaba al chaval diciendo: «Espero que te gusten los lagartos».

Pues la verdad es que sí.

Mientras le quitaba el tapón a su último zumo de naranja, levantó la tapa del ordenador y le echó un trago a la botella mientras este se encendía. Acababa de amanecer. ¿Qué hora sería? ¿Las seis, tal vez, o un poco más? Así pues, ese era todo el sueño que había disfrutado de una tirada desde hacía cierto tiempo. Qué raro que no hubiese experimentado la necesidad desesperada de mear nada más despertar. Se miró los pies y los tobillos. Una leve hinchazón, no mucho más importante que de costumbre. La mano le temblaba un poco, lo había notado antes, con el lagarto, pero si se había producido una decoloración, un asomo de ictericia, era incapaz de verlo.

Los lagartos habían iniciado su retirada.

¿Porque él ya estaba de pie y en movimiento? ¿O porque tenían otras cosas que hacer?

Dragones. Pequeñas y sorprendentes criaturas. Con unos pies que son una absoluta maravilla de la naturaleza, fruto de algún extraño proceso de prueba y error. Con tantos de ellos a plena vista, tendría que haber nidos por alguna parte, en las paredes, o justo fuera. Una sola hembra partenogenética podía poblar una isla. Los recién llegados eran diminutos, del tamaño de un renacuajo. Se movían como el mercurio, abandonando la cola en las fauces de algún atacante confuso, mientras corrían que se las pelaban.

Y ahora, él mismo se había convertido en uno de esos atacantes confusos.

Durante todos esos años, nunca se había parado a pensar en lo que hacía. En lo que significaba, en lo que dejaba atrás mientras se alejaba. Enseguida había sido consciente, a base de afrontar la situación en casa y de leer, de que lo suyo era resolver problemas. En eso consistía la vida, en una serie de problemas que resolver. Y lo que hacía para ganarse la vida, desde la idea original a la puesta en práctica, pasando por la planificación —del comienzo a la necesidad y al acto en sí— no era en absoluto diferente.

Pero esta vez la necesidad no se había dado.

Problema.

Y seguía sin mear. Que Dios le protegiera si se le cerraban los riñones. Se volvió a mirar por la ventana esa mañana que crecía lentamente, llenándose con el ruido de los coches y los pájaros y las puertas de los garajes y los niños.

Que Dios le protegiera.

¿Cómo se le había metido eso en la cabeza? No era una metáfora que le perteneciese… Por mucho que él pensara que entendemos el mundo y guiamos nuestra vida a base de metáforas, hasta el punto de que apenas sabemos pensar sin recurrir a ellas.

¿Y los animales? ¿Pensaban de manera abstracta? Cuando los animales jugaban… ¿Se trataba de una muestra de pensamiento abstracto? Era evidente, solo con verlos mover las patas y cambiar el ritmo de la respiración mientras dormían, que ellos también soñaban. Los olores que envuelven el sueño son las metáforas perrunas.

¿Recordaba ese dragón plantado en el techo donde nació, el calor, otros cuerpos? ¿Pensaba en cómo perdió el rabo, se preguntaba cuánto tardaría el nuevo en crecer, incluso mientras esperaba que la mosca de turno se le pusiera a tiro?

Y exactamente —pensaba, contemplando sus propias manos—, ¿de dónde venía todo eso?

Se inclinó de nuevo para palparse el tobillo y decidió dejar de preocuparse al respecto.

Allá en el frente había ejercido de médico aficionado. Todo el mundo iba a verle con sus quejas y sus preguntas, para pedirle consejo: picores y pies de atleta, heridas varias, pollas encogidas, pollas hinchadas, estreñimiento, encías sangrantes, uñeros, músculos rasgados, sudores nocturnos… Ni él ni nadie podía hacer gran cosa al respecto.

Igual que ahora.

Durante muchos años, el tiempo carecía de sentido para él, cada día era igual al siguiente, los años no eran mucho más que una serie de estaciones que se sucedían. Pero ahora el tiempo se solidificaba a su alrededor.

Creces oyendo esas cosas que la gente no para de soltar en tu presencia: «Es un buen hombre», «Esa lo lleva en la sangre», «Debería haberme dado cuenta», «Vive y deja vivir», y nunca les concedes la menor importancia. Simplemente, están ahí, como las rocas o las paredes o el cielo. Pero un día te paras a pensar: ¿Y qué coño quiere decir eso? La sentencia que más le cabreaba era «Todo ocurre por algún motivo».

Seguro que sí.

Devolvió su atención al ordenador, recorriendo los sitios que, cansado y distraído, se había saltado la víspera, después de que se largara el chaval. Los dos mensajes más antiguos sobre muñecas seguían allí, claro está.

Pero, curiosamente, enganchado a ellos en ambos sitios, figuraba el siguiente:

«Muñeca especial en venta.

La que andabas buscando».