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Cuando le llevó el chile a la señora Flores, ella insistió en pasarlo a uno de sus propios cuencos para devolverle el suyo. Jimmie se quedó junto a la puerta de la cocina, esperando. Félix, el amigo de la señora Flores, estaba sentado allí dentro con un vaso y una botella de licor. Jimmie solo había visto algo así en las películas. Félix le preguntó cómo tenía la mano y qué tal le iba.

El chile era casi lo único que sabía cocinar su padre. Lo fabricaba a kilos en una enorme cacerola de acero, y les duraba una semana, convenientemente acompañado de cajas enteras de galletitas saladas. A Jimmie todavía le gustaba el chile, pero no lo hacía muy a menudo y, en esos casos, siempre acababa tirando a la basura una buena parte.

Se preguntaba si Félix y la señora Flores llegarían realmente a comérselo.

Al principio, lo de ponerse a cortar cebollas y pimientos le había asustado un poco, y se temía que esa sensación duraría lo suyo. Esa misma mañana se había despertado muy pronto porque le dolía la mano. Luego, cuando la levantó, se dio cuenta de que no le dolía en absoluto; solo había estado soñando que le dolía. No recordaba gran cosa del resto del sueño. Estaba en una habitación, en algún lugar, con muebles de color crudo colocados contra las paredes y cuadros por encima: flores, montañas, masas de agua… El aspecto que, según él, debería de tener un motel.

Y lagartos. En el sueño había lagartos. Ahora lo recordaba.

Estaban por todas partes: en el techo que le cubría, silueteados en la ventana sobre la luz del exterior, asomándose por un extremo de los marcos de los cuadros. Todos ellos perfectamente inmóviles.

El otro día, tras la lectura a los ancianos del hospital, mientras se disponía a marcharse, la señora Drummond se le acercó para decirle que estaban organizando una reunión vacacional para todo el mundo y que confiaba en que Jimmie se sumara a la celebración junto a sus padres. Sería tan bonito, dijo, recalcando las palabras, tener la oportunidad de conocerlos para poder contarles lo mucho que se agradecía allí el trabajo de su hijo…

Hora de salir pitando.

Se preguntaba si no se estaría volviendo un tío descuidado y complaciente que daba por hechas demasiadas cosas. Y entonces le vino a la cabeza lo que decía su padre: «Así es como te pillan, chaval. Una casa bonita, un trabajo agradable, comodidades». Era la versión alternativa de la diatriba habitual del viejo: «Te mantienen bajo la bota, chaval. Siempre apretando, siempre machacándote, hasta que no te puedes mover ni respirar».

Al salir del hospital, se había cruzado en el pasillo con un cartel amarillo y negro. Arriba ponía PELIGRO, y a la derecha, junto al dibujo de un hombre alcanzado por un rayo, ZONA DE MATERIALES PELIGROSOS y SOLO PERSONAL AUTORIZADO. En ese momento pensó que mucho de lo que los padres les cuentan a sus hijos es material peligroso, por lo que también debería ir acompañado de tales advertencias.

Era uno de esos días en los que nada acababa de funcionar. Sueños. Lagartos. Las sábanas parecían haber sido previamente utilizadas para envolver sobras de comida. Hasta la casa parecía vagamente extraña cuando volvió de pasarle el chile a la señora Flores. Suponía que lo de ponerse a hacer el chile era un intento de que las cosas volvieran a ser como habían sido. Y se preguntaba cuánto de la actividad humana obedecía también a un intento de que las cosas volvieran a ser como antes… O como la gente creía que habían sido.

La cocina, por supuesto, estaba hecha un asco. Pero eso era algo que se podía arreglar.

Media hora después, ya hay un estante lleno de platos limpios, el calentador de agua hace ruido al recargarse y hay charcos de agua en la encimera y en el suelo, pero él no recuerda nada de lo que ha hecho.

Da un poco de miedo. ¿Dónde se había metido?

Luego, lentamente, le fue volviendo todo.

Estaba en un patio, y después en una casa. Mantas plegadas y apiladas en el sofá; encima de todo, una almohada con funda rosa. Estantes llenos de platos de adorno y cachivaches varios, cuadros en las paredes, largas cortinas en las ventanas. Atraviesa un umbral arqueado que conduce a la cocina. Restos de café, sartenes, latas vacías en la basura, carne y huevos rancios en el frigorífico. Una mesa con pilas de papel, un ordenador, bolígrafos, un cuaderno. Lo revisa todo. Lo revisa todo muy lentamente.

Observa cómo sus manos se hacen con una libreta y se ponen a escribir: «Póngase en contacto conmigo, por favor. Esto es únicamente para usted. Vendo muñecas».