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—Vamos a ver si podemos conjurar a los espíritus.

Graves pegó la silla con ruedas a la mesa y plantó las manos sobre el teclado. Ahí se quedó, rodando dos centímetros hacia delante, dos centímetros hacia atrás, con los muelles chirriando. El hombre era incapaz de sentarse en una silla, sin más. Siempre tenía que escabullirse, moverse o controlar el paso del tiempo. Pero no era por nervios o por una energía arrolladora. Era otra cosa.

En rápida sucesión, demasiado veloz como para que Sayles pudiera seguirle (consiguió atisbar Google y Dogpile de pasada), Graves introdujo «muñecas» en un torrente de buscadores, y acto seguido, añadiendo una serie de calificadores por aquí y por allá, desplazó la búsqueda («Dejemos que las cosas se filtren un poquito») hacia la mitad izquierda de una pantalla partida. Siguió tecleando —John Rankin, el Arizona Republic de los días siguientes al tiroteo, el New Times, el Buen Samaritano y otros hospitales de importancia, informes municipales y del cuerpo de bomberos, media docena de direcciones— en lo que parecía una muestra de libre asociación. Las pantallas iban apareciendo de una en una, desplegaban sus encantos y se retiraban discretamente a la barra inferior. Como buenos soldados.

Sayles observaba a González desplazándose por el pasillo entre las mesas con su tazón de café en la mano. Le recordaba a una gabarra de río avanzando a contracorriente. A González le habían disparado el año pasado, durante una parada rutinaria de tráfico; cuando ya estaba en el hospital y a punto de recuperarse, le dio un infarto. También salió de esa, pero le cayó un trabajo de oficina a perpetuidad. No lo llevaba mal, pero se podía captar la concentración que necesitaba, hasta para las cosas más sencillas, con solo mirarle a la cara o ver cómo movía el cuerpo. El tazón era un regalo de su mujer, con el añadido de su número de placa, y nunca estaba lleno hasta arriba. Lo sostenía a cierta distancia, manteniendo el equilibrio con el otro brazo y con la mirada clavada en él, como si se tratara de la plomada de un carpintero.

Sayles oyó el ruido que hacía Sanders al morder una manzana en el escritorio de al lado. ¿Cuándo había dejado de chirriar la silla?

Graves se echó hacia atrás.

—Esto es interesante.

Incapaz de entender gran cosa de lo que veía en la pantalla, Sayles meneó la cabeza.

—He introducido la dirección de Rankin y me he puesto a detectar actividad en la zona.

—¿Y?

—Una llamada reciente a la policía desde la calle de Rankin, un tipo inconsciente en un coche. Los de la ambulancia optaron por tratamiento in situ y durante el transporte. Lo más probable es que solo sea una coincidencia, pero… —Graves agarró el teléfono—. Vamos a preguntar.

Sayles observó con interés que Graves marcaba el número de memoria. Y a una línea directa, nada de centralitas. Al cabo de unos momentos de cháchara —era evidente que conocía a su interlocutor—, Graves planteó su pregunta.

Silencio.

Graves se apartó el auricular de la boca.

—Está en ello.

Regresó el interlocutor. Graves se dedicó a escucharle. Luego le dijo que se lo agradecía mucho.

—Esto no para de mejorar —dijo mientras colgaba—. Varón de raza blanca, entre cincuenta y muchos y sesenta y tantos. Gravemente enfermo, lo atienden de urgencias, lo llevan a una habitación… Y se las pira. Ni rastro de él.

—El hospital tiene que tener…

—Lleva un carné de conducir con su foto. A nombre de Gerald Hopkins. Un trabajador del hospital intentó localizarle vía ordenador cuando desapareció. El carné…

—Era falso.

—Y no tenía ningún otro documento de identidad. Una enfermera de Urgencias recuerda que dijo llamarse Christian.

—Otro callejón sin salida. Que no sabemos nada, vamos.

—Sabemos una cosa.

Sayles se mantuvo a la espera.

—Sabemos que se está muriendo —sentenció Graves.

Noche oscura del alma. Ahí estaba, acechándole.

Sayles estaba de pie ante la ventana. Se había ido al otro extremo de la habitación para alejarse del resplandor de las pantallas de ordenador y las lámparas de mesa. Seguían allí, pero lejos, apartadas, allá detrás, distantes y bien separadas de él.

Eran las 2.48 de la madrugada.

Eran las 2.48 y Sayles estaba pensando en cómo era posible que, pese a las noches en blanco, un caso aparentemente irresoluble y todo lo demás que estaba pasando, ya nunca se sintiera perdido. La normalidad: eso sí que le resultaría extraño.

Tumbado en el suelo de espaldas, junto a las mesas, inmerso en lo que él insistía en denominar una siesta vivificante, Graves roncaba. Desde la sala de descanso llegaba el olor a café quemado y el sonido de una televisión que nadie veía y que parecía emitir el mismo anuncio una y otra vez, algo acerca de la música que todos amamos, antes de dar paso a un programa sobre la conducta social de perros y gatos.

Habían estado en el hospital y, a continuación, en todas las tiendas, colmados, gasolineras, cafeterías, bares y chamizos de la zona. Añadieron al recorrido un poco del tradicional pateo policial, ya que no todo se reduce a resolver las cosas mirando pantallas pixeladas, como sucede en la mayoría de las series de televisión actuales.

Sayles estaba pensando en una en la que los agentes, detectives o lo que fueran casi nunca se alejaban mucho del ordenador portátil, de unas pantallas enormes y de unos tableros inteligentes. Decían algo, el friki oficial le daba al teclado, al cabo de un rato un par de polis salían al exterior para una breve persecución en coche o un intercambio de tiros y enseguida volvían al cuarto de juegos. ¿Necesitas información? Frota la lámpara. Carné de conducir, pasaporte, expedientes escolares y laborales, saldos bancarios… Todo está a una tecla de distancia. ¿Necesitas fotos? Consulta las cámaras de seguridad de la casa de empeños de la acera de enfrente.

¿Cuántos de los que veían esas imágenes se paraban a pensar en el derecho a la vida privada?, se preguntaba. O en la facilidad con la que esos agentes, detectives o lo que fuesen (ficticios, claro está) podían mantenerte bajo vigilancia de la cuna a la tumba, seguirte durante casi cada hora del día y de todos los siguientes días.

Las cosas no funcionaban exactamente así en el mundo real. Con todas sus chorradas cibernéticas, Graves no había descubierto una mierda con respecto a Dollman.

Allí fuera, en plena noche, dos luces gemelas barrían el cielo. Gran inauguración de alguna tienda, o un bar llamando la atención de sus parroquianos, o una venta en alguno de los aparcamientos que hay a lo largo de Camelback. O alguien se había olvidado de apagar la luz.

Cuando los perros juegan, decía en la televisión un presentador de voz sensata, emplean acciones comunes en actividades tales como la lucha o el cortejo: morder, montar y cosas por el estilo. Para ellos es muy importante señalar sus intenciones, transmitir lo que quieren.

El orden social exige que los perros accedan a jugar entre ellos en vez de pelearse, devorarse mutuamente o intentar cruzarse.

A su pesar, Sayles se echó a reír a carcajadas.

Conclusión: de Internet, nasti de plasti, y lo de patearse la zona tampoco había servido de mucho. Una pista infame a cargo del tío de la trastienda de una floristería. El menda lucía unos brazos del diámetro de un bate de béisbol, de color café, y un tanto encogidos, como si estuvieran a medio guisar. Los tatuajes que en tiempos los habían cubierto se habían borrado, y lo que quedaba del color original solo servía para añadirle a la piel un tono aún menos saludable.

Lo recordaba, decía, porque estaba sentado ahí fuera, disfrutando de un descanso largamente demorado, pues había tenido que preparar a toda prisa un encargo de claveles y girasoles para no sabía qué escuela de mariquitas que había yendo hacia Mesa. Estaba a punto de encender un pitillo cuando vio que se acercaba por la calle aquel soldado. Eso es lo que dijo el soldado. «El tío iba hecho una mierda, ¿sabe usted? Y yo que me digo: Joder, esto ya lo he visto antes. A la mierda los flashbacks, son una chorrada —propaganda, ¿no le parece?—, pero por un minuto me creí que había vuelto al frente».

La hora coincidía, y cuando Graves preguntó de qué dirección provenía el soldado, aquel hombre señaló hacia el norte, donde, en ese preciso momento, un helicóptero de evacuaciones médicas estaba posándose sobre la azotea del hospital. Pero eso fue todo. El tipo no tenía nada más que decirles. Como el resto de la gente con la que hablaron.

Afortunadamente, el teniente Byerlein no se mostró nada picajoso, parecía estar encantado de que le dejaran con su papeleo y con esos cursos de Derecho que parecía seguir eternamente. Le dijeron que se dedicarían a otro caso y que igual acababan haciendo horas extras. No pedirían remuneración alguna al respecto, pero les servirían para justificar su ausencia del escuadrón, la utilización de recursos del departamento, el trabajar fuera de su turno y, con un poco de suerte, cualquier otra cosa que se les ocurriera.

En sus respectivos cerebros, «cualquier otra cosa» no incluía trabajar cuarenta horas seguidas sin parar ni para comer. Sayles ya no podía concentrar la vista más de diez minutos seguidos. Podía sentir que el cuerpo se le hacía borroso, que la frontera entre él y el mundo que le rodeaba se desmoronaba, se disolvía.

Cuando le dio la espalda a la ventana, Graves ya volvía a estar sentado ante el ordenador. Le dio al teclado con un dedo, un único y eficaz papirotazo. Los ojos se le fueron de lo que había en la pantalla a Sayles.

—Oye —le dijo—. Si ya me lo has contado, no me acuerdo: ¿cómo fue que te metiste en lo de las muñecas?

—El tema apareció de repente, mientras yo recorría la red. No volví a pensar en el asunto hasta que recibí el mensaje.

—De Dollman.

—Exacto.

—¿Y decía «Vendo muñecas»?

Sayles asintió.

—Interesante. —La silla de Graves estaba inmóvil—. ¿Tú crees que se anuncia?

Sayles echó a andar hacia Graves, hasta situarse a su espalda.

Graves señaló una línea de texto en la pantalla:

—Esto es de Lock & Load, que es básicamente un boletín para mercenarios. Seguridad privada, guardaespaldas, cosas así. Y esto, esto y esto —levantó la vista hacia Sayles— son tablones de mensajes de fuera de la red, de tres sitios diferentes.

Confirme por favor el envío de la muñeca encargada el 10 de febrero.

Soy un ávido coleccionista y estoy interesado en adquirir una de sus excepcionales muñecas.

Quisiera obtener de usted otra muñeca. Por favor, contácteme lo antes posible.

Infórmeme, por favor, de si todavía tiene muñecas a la venta.

—El primero es de hace un par de años. —Graves hizo algo que cambió la pantalla. Los demás mensajes se oscurecieron, dejando que resaltaran los dos últimos—. Estos fueron enviados a través del mismo servidor, más o menos a la misma hora del día, pero separados por una semana. Espera… Aquí hay un tercero, recién colgado.

Estoy buscando una muñeca especial para una amiga especial.

Graves lo arrastró por la pantalla para situarlo junto a los otros dos, los observó todos unos instantes y luego levantó la vista.

—Están hablando de algo que no son muñecas.

—Esa es también la impresión que yo tengo.

—Todos tienen un estilo similar, podrían ser fácilmente de la misma persona.

—El tono y el emplazamiento sugieren que no conocen al vendedor. Hay un montón de muros entre ellos.

—Y si no se trata de muñecas, ¿qué es lo que vende ese y qué es lo que intentan comprar los otros? —Graves señaló las dos líneas resaltadas—. El que colgó estas, caso de que sea la misma persona, parece algo… ¿ansioso?

—Eso no nos es de mucha ayuda. Ni siquiera sabemos quiénes son.

Graves pulsó algunas teclas más.

—Puede ser útil. Están mirando, igual que nosotros. Y no son ellos los que buscamos. —Las pantallas cambiaban una tras otra y enseguida se caían a la parte de abajo—. Eso son anuncios, ¿no? Los sueltas y ya está. Por consiguiente…

Su silla recuperó el movimiento: cuatro centímetros adelante, cuatro centímetros atrás.

—Podemos colocar nuestros propios anuncios.