El chico aún seguía por ahí fuera, moviendo las piezas negras, haciendo un alto para su llamada telefónica, moviendo sus piezas blancas. Aunque ahora el juego parecía haber perdido importancia. Dejaba pasar mucho tiempo entre movimientos, limitándose a hablar por teléfono y a mirar.
Christian sacó una botella de zumo de naranja del frigorífico. La mesa bailó al ponerle encima el portátil, así que les dio unas vueltas a las patas hasta que mejoró la situación. Encendió el ordenador y, una vez se puso en marcha, encontró la conexión sin cable. Ahí estaba tan tranquila, a la espera, controlada, cargada, dispuesta.
¿Para qué?
Lo de ponerse en contacto con el poli, que era lo único tangible a lo que poder agarrarse, había sido un fracaso. ¿Debería intentarlo de nuevo? Lo más probable era que, a esas alturas, el tío ya se lo hubiese quitado de encima. Tras llegar a la conclusión de que era un cantamañanas o un chiflado. Para recuperar su interés —Sayles, así se llamaba el menda—, tendría que darle algo. Un aliciente, como solía decirse. Algo que le convenciera de que Christian tenía cosas que ofrecer, conocimientos o testimonios, sin revelar nada acerca de sí mismo.
Abrió un tablón de mensajes y lo recorrió sin leerlo. Siempre imaginaba que podía oír la maquinaria del ordenador zumbando allí dentro. No sabía si saltaba o algo parecido, ni si se movía lo más mínimo, pero la oía. O creía oírla.
Durante las últimas semanas había tenido esa extraña sensación de… ¿De qué? ¿De que no estaba solo? No exactamente. Era como si alguien estuviera mirándole desde detrás, o puede que a su lado, viendo lo que hacía, casi formando parte de ello. Pero tampoco era exactamente eso. La sensación de una presencia: eso era lo más parecido a lo que experimentaba. Las drogas, supuso. Pero ya no había drogas y seguía con la misma sensación.
Lo que ahora sentía era parecido. Pero diferente.
Se dio la vuelta. El chaval tenía la nariz pegada al ventanal, mirando hacia dentro.
Christian fue hacia la puerta.
—Diles que no estoy aquí —le dijo al chico, y este se limitó a mirarle. Tenía unos ojos castaños que se le ponían dorados cuando les daba el sol—. Es un chiste muy viejo… ¿Necesitas algo?
El chaval negó con la cabeza.
—Me llamo Chris. ¿Y tú?
—Christian.
—Caramba. Nos llamamos casi igual. ¿Eso mola o qué?
—Mola. ¿Quieres pasar?
—Se supone que no debo hacerlo.
—Y yo supongo que también te han dicho que no me molestes.
—Sí, señor.
—Todo un dilema moral.
—¿Qué?
—Una transgresión conduce inexorablemente a otra. —Christian se apartó de la puerta—. No te preocupes, le diré a tu madre que te invité a entrar.
—Eso sería una mentira.
—No exactamente… Pues lo acabo de hacer.
El chico se lo pensó un momento y acabó pasando.
—¿Te gusta el ajedrez? —le preguntó Christian.
—No está mal. Uno de mis profes… ¿El señor Stuart? Él me enseñó a jugar. Eligió a seis de nosotros, los que teníamos el CI más alto, según dijo, y nos enseñó. Creo que soy el único que llegó hasta el final. No tienes muchas cosas, ¿verdad?
—Solo lo que necesito.
—Esa es mi tele vieja. El ordenador mola. ¿Es rápido?
—No. Pero yo tampoco lo soy.
—Mi ordenador es lento. Bueno, pero lento. —Observó los libros apilados en el alféizar de la ventana y en la mesa—. Lee mucho.
—Diría que tú también.
—Sobre todo, en la red. Ahí puedes conseguir todo lo que quieras… Periódicos de todo el mundo, música, libros. Pero eso ya lo sabes.
—Todo lo que quieras, ¿eh?
—Hasta puedes pedir comida, ropa. Ya no hay ni que salir de casa para nada.
—Es posible que sí.
El chico cogió el ejemplar de Earth Abides que estaba encima de la pila de la mesa y se puso a hojearlo.
—La semana pasada leí Nicholas Nickleby.
—¿Entero?
—Entero.
—¿En la red?
—Exactamente.
—Y sin tener que salir de casa.
—Eres gracioso. —El chico sostuvo el libro en alto—. ¿Se lo puedo pedir prestado?
—Por supuesto.
—Se lo devolveré enseguida.
—No hay prisa.
—Leo muy rápido. —Miró la pantalla del monitor, donde seguía colgado el menú de un foro sobre los derechos de los animales—. ¿A qué se dedica, señor Christian?
—¿Para ganarme la vida, quieres decir? Pues ya no hago gran cosa.
—¿Está jubilado?
—Supongo que sí.
—¿Y antes? —El chaval le echó un vistazo a la pantalla—. ¿Era profesor? ¿O biólogo?
—Estudié ciencias. Pero tiré por otro lado. ¿Y tú qué? ¿Qué es lo que te interesa?
El chico iba leyendo la pantalla mientras hablaban.
—No lo sé. Mi padre era profesor. Bueno, eso es lo que hacía para ganarse la vida. Pero en realidad era historiador. Las dos guerras mundiales… Se las sabía de pe a pa. Le escribía gente de todo el mundo en busca de información. Murió hace tres años.
—Lo siento.
—Igual yo también me dedico a algo así. —El chico volvió la cabeza hacia la casa—. Más vale que me vaya. Me está llamando mi madre. Bueno, no me llama a mí, sino al perro. Pero como el perro nunca aparece, no tardará mucho en llamarme a mí para que lo encuentre. Se llama Rommel. Es viejo y con pinta de malo, pero en realidad es…
—¿Como un gatito?
—Como un gatito. Esa sí que es buena. Es exactamente lo que es. —Al llegar a la puerta, se dio la vuelta—. Adiós, señor Christian. Hasta la próxima.
—Que disfrutes del libro.
—Sí, señor.
La madre del chico lo encontró justo ante la puerta de atrás. Mientras hablaba con él, miró en un par de ocasiones hacia el apartamento. Christian confiaba en que el chaval no tuviese problemas por haberle visitado.
Christian se reintegró al foro y revisó disciplinadamente cinco o seis entradas antes de percatarse de que no recordaba nada de lo que había leído. Se bebió el zumo de naranja, que estaba caliente y más bien asqueroso, y por mera costumbre, más que nada, inició un barrido de las webs que solía utilizar para comunicarse. Había dos mensajes repetidos de gente que preguntaba por muñecas. Ningún mensaje nuevo sobre Rankin. Nada del poli, de ese tal Sayles.
Distraído, con la mente llena de imágenes de abarrotados caminos de tierra y de habitaciones en los confines de las ciudades, clicó en una serie de links: un texto sobre perros del ejército abandonados en el Pacífico tras la Segunda Guerra Mundial, la reseña de una novela sobre el regreso al hogar de unos soldados de la Operación Tormenta del Desierto, diapositivas de reconstrucciones de batallas de la Guerra de Secesión, tiendas en Internet que vendían genuinos equipos de guerra, enclaves virtuales para la memoria, chats para veteranos, páginas de historia, la Wikipedia, ensayos académicos cargados de frases cuyas conclusiones parecían contradecir sus inicios, más sitios conmemorativos, blogs sobre seres queridos perdidos, apuntes de viajes. Y de repente, la pantalla consiguió captar toda su atención:
Ordenar las cosas, a eso aspiramos todos. Y aquí pisamos tierra firme. Pero con el siguiente paso, el más próximo, empezamos a separarnos violentamente. Para algunos, trátese de individuos o de sociedades, resulta evidente que el orden debe ser impuesto, legislado y mantenido —grabado a fuego— desde arriba. Otros son conscientes, con idéntica certeza, de que ese orden, a no ser que su crecimiento sea orgánico, a no ser que venga de dentro, está condenado a perpetuidad.
Debo regresar pronto, como todos sabéis. Mi estancia aquí ha sido breve. A fin de cuentas, he visto muy poco de vuestro mundo y he comprendido aún menos.
Nunca olvidéis que el vuestro es un mundo de una gran belleza: las nubes, los árboles, el agua que corre, la caricia del viento. Pero muchos de vosotros no vivís en él, solo estáis de visita y preferís habitar un mundo de palabras y teorías.
Estáis atrapados, sois prisioneros de vuestro lenguaje, rehenes de vuestra insistencia en comprender.
Las teorías dominan vuestro mundo y lo destruirán.
Horas después, ya muy avanzada la noche, cuando quedaba muy poco del mundo a su alrededor, salvo el sonido de un coche al pasar y el reflejo de la luna sobre la mitad de la mesa, Christian salió de la cama, encendió el ordenador y trató de encontrar de nuevo ese texto. Pero por mucho que lo intentase, era incapaz de recuperarlo y de reconstruir los pasos que le habían llevado hasta él. Mientras buscaba, la luz de la luna recorrió la superficie de la mesa cual lenta marea, le rozó las manos y siguió su camino.