Había imágenes por algún lado, fotografías en las que se los veía a ambos juntos, jóvenes y felices —o, por lo menos, alegres y saludables—, pero no podía encontrarlas. Nunca había sido de los que les gustan las fotos, nunca entendió para qué se tomaban, no soportaba a esa gente que te daba la tabarra con su alijo inacabable de instantáneas y diapositivas de sus vacaciones, o de su chaval vomitando por primera vez, o de su perro. Si no conservaba el recuerdo aquí, decía mientras se apuntaba a la cabeza con el dedo, es que no era un recuerdo en absoluto, por lo que carecía de valor. Pero ahora, ahí estaba, a las dos de la mañana, buscando unas fotos.
Algo se estaba desvaneciendo, algo se estaba apartando de él, algo a lo que no podía poner nombre, pero que no quería perder.
Sayles trataba de recordar la última vez que había dormido. Dos noches atrás, por fin había conseguido quedarse frito hacia el amanecer, exhausto, pero apenas se podía llamar sueño a eso, y lo que recordaba del asunto era algo así como una enorme habitación llena de cuerpos, rostros y objetos de todo tipo que se desparramaban por todos lados, con lo que nunca podía fijarse bien en ninguno ni echarle mano. Despertó bañado en sudor, se quitó la ropa y la dejó sobre una silla. Puso en marcha el ventilador de al lado del sofá y se quedó ahí tirado, bien expuesto al aire. Al sentir un tirón y una dureza de lo más familiares, miró hacia abajo y vio que tenía una erección.
Se echó a reír. «Me he convertido en un carcamal patético».
Así pues, se duchó, preparó un termo de café y se sentó fuera, en el porche, a ver cómo empezaban a encenderse las luces en las casas de los vecinos, que ya se iban preparando para el nuevo día.
Y ahora, más de lo mismo.
A través de esas primeras horas y de la mayor parte del día siguiente, le fueron volviendo fragmentos de sus sueños, pedazos, astillas, rincones y ángulos. Salían de no se sabía dónde, se presentaban y se volvían a ir. En uno de ellos, él se encontraba en una habitación con estatuas alineadas que se movían adelante y atrás, volvían la cabeza para observarse mutuamente y movían las manos. Pero seguían siendo estatuas. Cuando él entró en la habitación, todas extendieron los brazos en su dirección. Eso es todo lo que recordaba.
La última vez que las había visto, años atrás, las fotografías estaban en uno de esos archivadores ondulados. Josie siempre andaba metida en proyectos. Los planificaba, reunía todo lo necesario y parecía a punto de ponerse en acción de manera inmediata, pero entonces pasaba algo y el proyecto nunca se llevaba a cabo. En los armarios había muestras de material para unas cortinas que pensaba coser, junto al palo para colgarlas y las anillas pertinentes. Un par de cajas de estanterías compradas hacía ocho años, por lo menos, y jamás montadas. Cojines para sillones todavía con el envoltorio de la tienda, pilas pulcras pero crecientes de facturas pagadas, papeles del seguro y correspondencia por archivar, colchas para camas y plantillas para patas de sillón. Josie había repartido las fotos en distintos sobres, siguiendo algún orden establecido por ella misma: época, lugar, temas, y habían acabado en el archivador junto a las fijaciones de esquinas, la cinta que pegaba por ambos lados, las tijeras y algún que otro álbum.
Y ese archivador había ido a parar a… ¿Dónde?
Al armario del dormitorio no, ni al del pasillo, que servía para todo, ni al garaje, donde las pilas de cajas eran tan altas y llevaban tanto tiempo ahí que las del fondo se habían comprimido hasta perder la mitad de su altura original.
Encontró libros de texto de las clases de ciencia criminal a las que había acudido en el Phoenix College, pilas de notas sobre casos viejos, libros de leyes que se había olvidado de devolver a la biblioteca, pasaportes caducados, radiografías e informes de laboratorio con columnas y más columnas de números, copias de sus archivos de seguridad y calificaciones en el campo de tiro, una Biblia con su nombre y el de ella en la primera página, papeles de Hacienda y documentos de los últimos veinte años, un sobre de papel manila con programas de obras de teatro y musicales que habían ido a ver, un montón de ropa vieja, una cantidad sorprendente de prendas nuevas con la etiqueta puesta y envueltas para regalo…
Y finalmente, bajo la cama, encontró las fotos, dos álbumes repletos de imágenes, ordenadas cronológicamente y expertamente pegadas en las páginas.
Andaba por la mitad del segundo álbum cuando sonó el teléfono: Graves se ofrecía a recogerle en su casa esa mañana. ¿Y por qué no, coño? Hicieron un alto en Denny’s para tomar café. Mientras estaban ahí sentados, contemplando a una pareja joven, trufada de tatuajes y piercings, dos reservados más allá, Sayles le habló a Graves de Dollman.
Como era de prever, Graves no dijo nada, pero siguió la mirada de Sayles hacia la pareja de jóvenes.
—¿Lo recuerdas?
—¿Ser joven?
Graves asintió.
—¿Y estúpido?
—Sin que te importara lo más mínimo, por cierto. Pero yo me refería a estar enamorado.
—¿No es lo mismo?
—Tal vez. Puede que sí.
Graves se mantuvo callado mientras el camarero les rellenaba las tazas y les volvía a preguntar si querían algo más, antes de largarse empuñando la cafetera como si se tratara de una linterna.
—Tú ya sabes que nunca me ha gustado decirles a los demás cómo deben vivir su vida… —entonó Graves.
—Pues más vale que no empieces ahora, ¿no te parece?
Graves apartó la vista y echó un trago de café:
—Sí, supongo que tienes razón. Este café es un asco.
—La primera taza no estaba tan mal.
—Siempre es así. Todo. Tú ya me entiendes.
—Pues sí, Graves, te entiendo. Casi siempre.
—Vale.
Guardaron silencio mientras la pareja se levantaba para irse. Sayles no pudo dejar de observar que pagó la mujer, y que el hombre la siguió hacia la puerta, y se preguntó qué le decía eso de la naturaleza de sus caracteres, de su relación y del mundo en el que creían vivir. Mientras la pareja pasaba por la calle, ante la ventana del establecimiento, el hombre se volvió para mirarlos. Era de suponer que, en algún momento, se había dado cuenta de que era observado. Sayles trató de leer su expresión. ¿Cabreo? ¿Desafío? Más bien estupor, se dijo. ¿Cuál era la palabra adecuada? Atónito.
—Con que Dollman, ¿eh? —dijo Graves.
—No sé cómo se llama en realidad. Aunque tampoco tiene mucha importancia, teniendo en cuenta que se ha esfumado.
—Ese tío tiene información, o tiene toda la pinta de disponer de información, pero no quiere compartirla. Aun así, se puso en contacto contigo.
Sayles asintió.
—¿De qué cojones va la cosa?
—Ya he dejado de planteármelo.
—Pero diga lo que diga, tenemos que deducir que está directamente implicado.
—Hay muchas posibilidades.
—Todas. Y sabemos que tiene que querer algo. Pero ¿qué? No es un sospechoso, no hay sospechosos… Y nadie tiene la menor idea de quién es.
—Y no es un exhibicionista —dijo Sayles—, pues en ese caso habría dado la cara desde un buen principio. Le he dado cien mil vueltas. Montar el número, disfrutar de un minuto de fama, aparecer por el Buen Samaritano… Nada encaja.
—Hay algo que sí.
El camarero había vuelto a hacer acto de presencia. Graves colocó la mano, con la palma hacia abajo, a dos centímetros por encima de la taza. El camarero, que según su identificación se llamaba Donnie, miró hacia Sayles. Este consultó su reloj y negó con la cabeza.
—Llevamos veinte minutos de retraso.
—Empezarán sin nosotros —repuso Graves, y luego añadió—: Vinagre y miel. Si tienes una serpiente en un agujero o a un crío debajo de una mesa, solo hay dos maneras de afrontar la situación. O sacas la serpiente a base de humo o le haces creer al chaval que le vas a dar lo que pide.
—No estamos hablando ni de una serpiente ni de un crío, Graves. Ese tío es un espectro.
—Bueno, vale, pero los espectros también quieren algo… O no seguirían rondando por ahí.