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¿Dónde estaba?

Había estado soñando. Deslizando su extraño cuerpo por espacios estrechos, quedándose de pie ante una puerta a medio abrir, observando la fila de gente que tenía por delante y que avanzaba hacia… algo.

Luego estaba en una selva, junto a lo que parecían centenares de monos que le chillaban de muy mal humor desde los árboles, mientras le azotaba un olor agrio procedente de su propio cuerpo.

Y cuando despertó, lo hizo bajo un techo que no era el suyo, rodeado de sonidos nada familiares, con el cabezal de la cama rozando la pared, mientras él se volvía para mirar por una ventana con vistas a un grisáceo amanecer, para luego volver a contemplar el techo por el que se desplazaba solemnemente un escarabajo con un flanco machacado.

Jimmie cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, volvía a estar en su cuarto, pero en sus pensamientos seguía en otro sitio.

¿Sus pensamientos?

Ni hablar.

Caminaba por calles en las que unas mesas cubiertas de mercancías, libros, CD, relojes, joyas, cristalerías y demás habían sido colocadas a la entrada de todas las tiendas. Era Alemania, a juzgar por lo que captaba de las conversaciones.

A continuación, caminos de piedras y pasajes estrechos y sinuosos entre las casas.

Un viejo deambulando por el patio delantero, con la cabeza baja.

Y rostros. Docenas de rostros, algunos muy precisos, apoyados contra paredes, encuadrados por ventanas, asomando de sitios altos y coches que pasaban; otros, flotando desde la grisura del sueño, sin nada alrededor, fuera de cualquier contexto.

Gris en la ventana, gris en su cabeza.

Sacó los pies de la cama y se sentó. La uña del dedo gordo del pie derecho se le había roto, y las otras estaban pidiendo a gritos un recorte. Lo cual le recordó… ¿El dolor en la mano? La levantó, sin sentir nada al principio, pero empezó a sentir una leve vibración en cuanto la volvió a dejar sobre el lecho.

Alguien estaba llamando a la puerta de la calle.

Se acercó a la ventana para echar un vistazo al exterior. Dos hombres de veintitantos años, bien vestidos, con idénticos pantalones negros, camisa blanca y corbata, con sendos libros pegados al pecho. Biblias, supuso. Era un poco pronto para dar la tabarra, ¿no?

Según el reloj no, pues le informaba de que había dormido hasta el mediodía.

Puso en marcha el ordenador, agarró una Coca-Cola y volvió al tajo justo cuando el trasto acababa de conectarse. Observó la serie de titulares que sus parámetros de búsqueda habían detectado en la red. Envió tres de ellos a la carpeta de cosas de guardar. Ya empezaba a tener una buena colección.

El pelo de perro puede ser clave para curar el cáncer.

Detenido por desnudarse en un museo.

Planeta suicida se encamina en espiral hacia una estrella.

Tras borrar el resto de los titulares, inició un rápido recorrido por los sitios de costumbre, primero los generales y luego los que visitaba en busca de material (marcó cuatro cosas para tenerlas presentes y compró un escoplo de picapedrero con el emblema de la masonería); finalmente acabó en la web de El Viajero. Llevaba cierto tiempo sin revisarla y había un montón de entradas nuevas, la mayoría de ellas, de lo más previsibles y familiares. Interpretaciones del canon, condenas y tocadas de narices, gritos en la espesura. Pero cerca del final —el texto había sido colgado hacía muy poco— encontró:

Las cosas han cambiado por aquí.

Quiero volver.

No me lo permitirán.

Alguien con un sentido del humor algo retorcido, ¿no? Casi seguro. Pero ese texto, con su sencillez, su aparente inocencia y su austeridad, echó raíces en su imaginación y no había quien lo sacara de ahí, dejándole con muchas preguntas. Habría meses de comentarios sobre el texto, claro está; es más, sospechaba que en esa web, durante cierto tiempo, no se hablaría de nada más.

Pero él tenía cosas que hacer.

Sacó el material del armario —papel marrón, cajas de cartón plegadas, cinta adhesiva, hojas de burbujas de plástico— y dedicó la siguiente hora a hacer paquetes. Se había quedado sin etiquetas en el ordenador hacía poco. Amontonó los paquetes en la mesa del salón y envió un e-mail a Fedex para que los recogiesen al día siguiente.

Ahora tenía que darse prisa si no quería llegar tarde al hospital.

Siempre dejaba sobre la mesa de la sala el libro que les estaba leyendo, pero Las velas de la suerte no estaba ahí. Mientras se vestía, intentaba recordar qué podía haber hecho con él. A continuación, Jimmie le echó un vistazo al reloj (todavía podía llegar a tiempo) y, mientras salía, cogió el primer libro de la estantería que le vino a mano.

Mientras pedaleaba con todas sus fuerzas, recordaba el sueño de la cola interminable de gente que avanzaba arrastrándose, y lo extraño que había sido despertar tan desorientado, sin saber muy bien dónde estaba, incapaz al principio de sentir o controlar su propio cuerpo. Daba miedo, sí. Pero también tenía un punto guay.

Hoy había un grupo más nutrido que de costumbre. La línea de andadores aparcados llegaba más allá de la mitad de la pared. Jimmie sacó el libro de la mochila mientras la señora Drummond, con su vestido negro con bolsillos, insistía en lo buen chico que era y en que, como de costumbre, ese día traía algo muy especial para todos. Debía de resultar interesante, se decía Jimmie, eso de leer en voz alta un libro que él aún no había leído y del que no sabía nada. La esposa simia, de John Collier. Respiró hondo y empezó.

Si no has nacido rodeado de extrañas vistas y no te importa recorrer los nada pulcros trópicos de allí, el globo, y de aquí, el corazón, para conseguir verlas, ven conmigo a las muy pintorescas Rebajas del Sótano del Bazar de Juguetes del Alto Congo. Volverás a Inglaterra en breve.