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Un pied-à-terre. Un refugio. Algo que no necesitaría durante mucho tiempo, pero que de momento ya le iba bien. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo una dirección fija?

Sin necesidad de buscar habitaciones de motel ni de pasarse la vida en movimiento, ya había una cosa menos de la que preocuparse. Evidentemente, al hacerse con un apartamento se arriesgaba a una cierta visibilidad. Pero nadie —también evidentemente— le estaba vigilando. Ni tendría motivos para hacerlo.

El chico andaba por ahí fuera, jugando solo al ajedrez en la mesa de picnic que había debajo del limonero. Llevaba encima lo que a Christian le había parecido un móvil falso. Hacía un movimiento, se ponía al teléfono, movía las piezas del jugador ausente y luego hacía su jugada. Y volvía al teléfono.

Christian escogió el apartamento por su cercanía a una cafetería en la que podría gorronear el wi-fi. El anuncio estaba colgado en el tablón: «Apartamento pequeño, amueblado y recoleto». En la parte de abajo había una fila de números de teléfono a medio recortar, pero nadie se había llevado ninguno.

Se trataba de medio garaje situado detrás de una casa, flanqueado a un lado por unos arbustos; al otro, por un muro de construcción asaz chapucera; y al de más allá, por unas palmeras y algo de cholla y ocotillo. La otra mitad del garaje se usaba únicamente para guardar cosas, dijo la mujer. Había una buena cama sencilla, con sus sábanas, una mesa de cocina de formica muy resistente, un par de sillas, una tele en blanco y negro, bastante castigada, un escritorio con cajones, cada uno de ellos con un asa distinta, y estanterías en forma de L en dos de las paredes y por encima del lavabo del baño.

Corrían las últimas horas de la tarde —su momento favorito de la jornada, caso de tenerlo— y Christian yacía en la cama, sobre una colcha a cuadros, y contaba los agujeros del techo de azulejos.

De joven había pasado una sola temporadita en la cárcel, en una cochambrosa prisión de Arkansas que se utilizaba para almacenar delincuentes de todo tipo —de asesinos a borrachos y de majaretas a locos peligrosos—, procedentes de todos los pueblos del estado que no sabían dónde meterlos: dos kilómetros cuadrados de terreno llenos a rebosar de internos, una mezcla explosiva de cuartel, vestuario de instituto y campo de batalla. No hacía mucho que había dejado el ejército, y estaba hecho un lío. Algo aprendió de aquel encierro: muévete por debajo del radar, vuela cerca de la copa de los árboles… Siempre.

Como alojamiento dejaba bastante que desear: poca pintura en las paredes (como si las hubiesen frotado al pasar), una instalación eléctrica lamentable, suelos de cemento que se resquebrajaban como galletas rancias. Sin duda alguna, el que se encargó del asunto se metió toda la pasta en el bolsillo. Los guardianes no parecían estar mejor construidos ni ser más duraderos que el suelo y las paredes. Y eran insuperables a la hora de no dejarse ver.

En su primera noche allí, dos tíos lo agarraron bien fuerte mientras un tercero, un cachas con los brazos más musculados que Popeye, lo violaba.

Pasar desapercibido no fue lo único que aprendió en esa prisión. Fue también allí donde se tomó en serio las virtudes de la planificación. Se tomaba su tiempo, observaba sin mirar, tomaba nota de todo. Dónde estaban los hombres, con quién se trataban y cuándo, detalles del trabajo, compañeros de celda, pasatiempos.

Al primero lo pilló en el taller. Boyd, que así se llamaba el sujeto, no debería estar ahí a solas, pero tenía un acuerdo con uno de los guardias. Christian lo dejó fuera de combate con una barra de hierro y lo ató. Luego le metió un embudo en la boca y le echó una mezcla de ácido para baterías y disolvente industrial. Cuando todo acabó, el embudo se quedó ahí tirado, junto a la cabeza de Boyd, como si fuese el gorro del Hombre de Hojalata.

Jaco, el segundo, fue degollado en su propio catre en mitad de la noche. El cerrojo de la puerta había saltado con la ayuda de una fina placa de metal. El corte fue sañudo y el cuello acabó tan rajado como destrozado. Los escoplos es lo que tienen. Ningún otro ocupante de la celda vio nada.

Christian se tomó algo de tiempo antes de ajusticiar al tercero, al violador en sí, para que este fuese atando cabos y preparándose para lo que se le venía encima. En realidad, ni llegó a matarlo, al tal Jade. Se limitó a atarlo con cinta de embalar mientras dormía, se le sentó en la cara y le cortó los genitales con una cuerda de guitarra con un mango de madera a cada extremo.

Después de eso, no volvió a tener problemas.

Era lo suficientemente tarde para que las sombras acecharan en los rincones, se movieran cuando él apartaba la vista o se hiciesen invisibles si las miraba de frente. Christian arqueó la espalda contra la cama para intentar reducir el dolor de sus caderas. Las vértebras del cuello y de la parte superior de la espalda crujieron por orden, como una serie de petardos al estallar.

Pasar desapercibido. Planificar. Eso era lo que había aprendido. Las cosas siempre salían mal, por supuesto, pero aprendías a aceptarlo. A adaptarte, a improvisar, a esquivar, a desviarte.

Pero ¿y esto?

A través de los canales habituales, te haces con el contacto, la entrevista y el encargo. Recopilas información, reconoces el terreno, mantienes los ojos y el cerebro bien abiertos. Nunca eres capaz de poner a todos los patos en fila, pero alineas todos los que puedes, los que no pierdes de vista, los que sospechas que pueden estar graznando fuera de cuadro. Conoces el sitio, cómo entrar, cómo salir, el horario. Te pones en acción… y resulta que otro ya se ha cobrado tu objetivo.

Pero ¿qué lógica tiene todo eso?

Un insecto —una araña arrastrando a su presa, pensó al principio, aunque luego se dio cuenta de que era una especie de escarabajo, con medio caparazón levantado— recorría el techo y, cuando llegó a la tercera parte de este, se quedó allí quieto, justo encima de la cama.

¿Solo era una extrañísima coincidencia que Rankin hubiese sido tiroteado momentos antes de que él pudiese hacer lo propio? Lo de «extrañísima» le parecía normal, pues así se le antojaba la vida. Pero lo de «coincidencia»…

Eso ya era más difícil de tragar.

Le resultaba inverosímil que otro tuviese también a Rankin en el punto de mira. O que la casualidad hubiese llevado al asaltante hasta Rankin justo cuando estaba a punto de aparecer Christian.

Vale. ¿Y adónde iba a parar con eso?

Había estado pensando que seguía siendo invisible, que nadie vendría a buscarle, que a nadie se le ocurriría ni pensar en él. ¿Y si se equivocaba?

Lo que siempre había que hacer era alejarse un poco y tratar de verlo todo desde otro ángulo. La cosa no iba con uno. Y él se había pasado la vida comportándose de esa manera.

Pero igual estaba equivocado. Igual sí que la cosa iba con él. Formaba parte de la ecuación, así que… puede que fuese un elemento fundamental en ella.

Se levantó y caminó hacia la ventana, miró hacia donde el chico estaba montando otra partida y volvió a la cama.

El escarabajo se había retirado a su rincón. ¿Cuánto tiempo llevaría en ese cuarto, con el caparazón cascado? ¿De qué viviría?

Ninguno de ellos había sufrido, pensó mientras empezaba a dormirse. Podía sentir cómo su mente echaba lastre y se ponía a flotar con libertad. Ninguno de ellos sufrió, todos se marcharon con rapidez. Ya hay bastante sufrimiento en este mundo. El problema llega cuando empiezas a considerar que el sufrimiento, todo ese sufrimiento inacabable e inexplicado, ha de tener algún sentido.

Un flujo de imágenes le inundó la mente mientras se internaba más profundamente en el sueño. Rostros, manos, su clase de quinto curso, una puesta de sol que presenció una vez en Kentucky, el cuerpo de un ciervo hinchado y cubierto de insectos en una cuneta, gente abducida por extraterrestres y desposeída de sus emociones humanas, aldeanos con antorchas subiendo hacia el castillo, pasillos estrechos por los que anduvo perdido hacia citas a las que llegaba tarde, aquellos túneles de Vietnam, el techo sobre la cama de la habitación en que creció.

Aquel sucio techo de yeso cedió su lugar al que ahora le cubría, mientras despertaba y volvía a ver el rostro del hombre que le había mirado desde su coche, frente a la casa de Rankin, el hombre al que había vuelto a ver en el cuarto del hospital.

Ese hombre no andaba buscando a Rankin, ni lo estaba vigilando. Ya sabía dónde estaba. Y todo parecía indicar que Rankin no iba a irse a ningún sitio.

A quien buscaba era a Christian.