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Graves siempre se había considerado un hombre discreto. Siempre intentaba respetar la privacidad ajena.

Pero lo de Sayles… Lo de que Josie estuviera allí, en el… ¿Cómo lo llamaban?… La residencia, y que él no fuese a verla… Que se quedara allí sentado, delante de ese sitio, como si fuese un puto adolescente o un acosador… Era muy difícil no decir nada al respecto.

Llevaba dándole vueltas al asunto desde que Sayles lo dejó en casa.

Estaba sentado en su rincón favorito, el balancín del porche trasero, contemplando las adelfas que separaban el jardín de todo lo demás, sosteniendo una cerveza que se olvidaba de beber. Las adelfas volvían a rozar las líneas telefónicas. Debería encargarse de eso muy pronto. Pero había comprado la casa por las adelfas, además de por otros motivos. La había atravesado hasta llegar al porche trasero, y al llegar allí dijo que se la quedaba. Nunca antes había tenido una casa. Siempre había vivido de alquiler, incluso cuando estaba con Jennie. Hablaban mucho de libertad en aquellos tiempos.

Libertad.

Grandes palabras, grandes ideas. Muy adecuadas para los jóvenes. Y tampoco es que las superaras, sino que, al cabo de un tiempo, empezabas a parecer tonto si las verbalizabas.

En aquellos tiempos hubiera sido muy difícil encontrar a alguien menos proclive a convertirse en poli. Él había pasado por la universidad, donde estudió Historia. Y Jennie hacía perfumes, velas, lo que ella llamaba esencias, y los vendía en ferias de arte y tiendas de objetos de regalo, apuntándose luego rápidamente a las ventas por Internet. Ahora, Jennie era rica y vivía en México, en una especie de colonia para artistas. Sabía de ella gracias al e-mail, una vez al mes, más o menos.

Joder, hasta él tenía problemas para reconstruir lo que había pasado. Se quedaron sin dinero, claro está. Adiós muy buenas a los títulos universitarios. Él se puso a dar clases como profesor sustituto, básicamente en escuelas de educación primaria, que detestaba, y luego vino una sucesión de trabajos modelo en-realidad-esto-no-es-lo-mío: dependiente de librería, director de una revista comercial, responsable de proyectos en una compañía de tarjetas de crédito… Durante un tiempo atendió llamadas de posibles suicidas en un centro de prevención. Acabó ejerciendo de pasante en un bufete de abogados al que solía acudir la policía para recibir información o asesoramiento previo a testificar. Hablaba con los polis en los momentos de descanso y les hacía compañía mientras esperaban su turno.

Abracadabra.

Sin darse prácticamente cuenta, está sentado en un coche patrulla que apesta a pies, a comida basura y a tubo de escape, viendo cómo un crío que no tendrá más de doce años sale pitando de un colmado con una pistola que es casi más grande que su cabeza.

Conoce sus límites, nunca aspiró a ser un gran policía. Se limita a hacer su trabajo. Piensa y actúa de manera recta. Es más listo que la mayoría. Y rápido. Así pues, le fue muy bien como agente de uniforme y fue ascendiendo peldaños a buen ritmo.

Hacía unos años se había sometido a una de esas pruebas sobre la parte izquierda y la parte derecha del cerebro. La silueta de una mujer daba vueltas sin cesar. Si veías los giros como movimientos contrarreloj, eso significaba que la parte izquierda del cerebro, la parte lógica, era la dominante. Y si los veías en la misma dirección que las agujas del reloj, entonces la parte dominante del cerebro era la derecha, la creativa. Para él, esa mujer jamás se había movido en la misma dirección que las agujas del reloj, y nunca lo haría.

A diferencia de Sayles, el hombre es predecible. Siempre actúa igual, siempre se mueve igual, una y otra vez. Nada de conexiones repentinas, nada de esos malditos patrones de los que siempre estaba hablando Sayles: después de la A viene la B, y después, la C; si se despista, se pierde.

Probablemente, Sayles tampoco le dio nunca muchas vueltas a lo de ser un gran policía, pero lo era.

Otro que también valoraba su privacidad. Que se guardaba las cosas para sí mismo. Aunque los demás no supieran qué era lo que pasaba, como eso de Josie. Vale, no conocía los detalles, ella estaba mal, puede que tuviera algún tipo de crisis nerviosa, pero cualquiera que estuviese cerca de Sayles y se fijara un poco acabaría reparando en los cambios que iba experimentando día a día. Ese hombre estaba siendo abofeteado. Graves levantaba la vista y lo pillaba sentado ante el ordenador, inmóvil, y se daba cuenta de que se había ido mentalmente a otra parte. Graves apartaba los ojos y nunca decía nada. Si uno valoraba su propia privacidad, respetaba también la de los demás.

Y luego estaba lo de Rankin. No es que hablara mucho de ello, pero tampoco comentaba gran cosa de los demás casos. Y lo de no decir nada quería decir algo, ¿no?

Lo más probable es que no tuviese ni idea de hasta qué punto se preocupaba Graves de cómo se estaba metiendo en ese tema. Muñecas. ¿De qué iba todo eso? ¿Y a qué venía tanto secretismo, cuando se suponía que ambos trabajaban en lo mismo?

Había pasado por delante de su casa un par de veces y había visto a Sayles con un tío que él sospechaba que algo tendría que ver con el tema.

Si algo hacía bien Graves era prestar atención.

La cerveza se había recalentado, pero se la bebió de todos modos, de un largo trago. Al cabo de unos momentos se sintió mareado. Con una maldita cerveza. Otra de las muchas alegrías de envejecer.

Mientras se posaba en el borde de la fuente falsa que Graves siempre olvidaba llenar de agua, un pajarraco soltó un gañido y meneó el pico a izquierda y derecha. ¿Una llamada? ¿Una muestra de indignación? ¿Un aviso a otros congéneres para que no se le acercaran? ¿Un grito de soledad?

¿Quién coño podía saberlo?

Dejó la botella vacía en el brazo del balancín y se puso a mecerse para ver cuánto tiempo pasaba, y a qué velocidad, hasta que la botella se cayera al suelo.

Igual le estaba dando demasiada importancia. La escena del juzgado y aquella noche en el calabozo lo habían alterado, sin duda. Así pues, era posible que no pensara con claridad. Seguía confuso. O machacado. O las dos cosas a la vez.

Cuando cayó la botella, el pajarraco se lo quedó mirando con sus ojos negros y pegó un berrido capaz de despertar a los vecinos de tres casas más allá. La botella echó a rodar y rodar, rebotando en las junturas de los tablones.