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Lo primero que tenía que hacer era encontrar un cajero automático y comprarse algo de ropa decente que le quedara bien y le permitiera confundirse con la gente. Menos mal que sus zapatos sí que estaban en su cuarto, algo es algo. Su ropa, ni hablar. Había tenido que pillar unos pantalones y una camisa de la habitación contigua, de una sola cama, con un anciano que vio todo lo que hacía sin decir ni pío. Ya había movido las plantillas de los zapatos para controlar que siguiesen allí las tarjetas bancarias de emergencia. Pero esa camisa de poliéster que le iba pequeña y esos pantalones de color anaranjado que le quedaban largos eran un asco.

Se lo habían llevado a una habitación, finalmente, en una camilla pilotada por un joven asiático que atravesaba a toda pastilla umbrales y pasillos, evitando choque tras choque por cuestión de milímetros. En esas, apareció la señorita Feyn, de Ingresos. Necesitaba información con carácter de urgencia. Cada vez que le preguntaba por su nombre, número de la Seguridad Social, dirección o mutua aseguradora, él intentaba responder, pero se quedaba frito. Por los fármacos que le habían administrado, claro está. La señorita Feyn se dedicó a revolver sus papeles, arrastrar los pies, mirar por la ventana y, finalmente, concluir: «Tendré que volver en otro momento».

Llenando el espacio que acababa de dejar libre la señorita Feyn, apareció una enfermera que, sin identificarse, le dio la bienvenida a la unidad y le explicó que, si no necesitaba nada en ese preciso momento, se estaban preparando para el cambio de turno y no tardaría mucho en presentarse alguien para ingresarle y acomodarle.

Así pues, se mantuvo a la espera. Oyó cómo se abrían y cerraban las puertas del ascensor, saludos estentóreos, risas, follón. Esta situación remitió al cabo de unos minutos, por lo que supuso que tocaba reunión, que una o dos personas se habían quedado en la zona de enfermería para vigilar y que el resto estaba de cónclave.

Dejó caer las piernas a un lado de la cama y se quedó sentado unos instantes, mientras el cuarto dejaba de dar vueltas a su alrededor, y se puso de pie de manera experimental. No le salió mal, nada mal, teniendo en cuenta todo lo que le habían metido. Se quitó la cinta, desconectó los intravenosos uno a uno y se apretó los pequeños orificios en la piel con el pulgar para controlar la sangría. Tenía la sangre muy ligera; cualquier corte le haría sangrar a granel.

Luego se puso los zapatos y se fue al cuarto de al lado a pedirle prestada algo de ropa al vecino.

Mientras pasaba ante el mostrador de la zona de enfermería, la mujer que estaba allí sentada se lo quedó mirando. Él le dedicó una sonrisa, le dio las gracias y añadió que volvería para el próximo turno de visitas.

La alarma no había sonado cuando salió por la puerta, pero el calor le sentó como una patada y le dejó aturdido y sin aliento. Echó a andar lentamente, casi arrastrándose pero con decisión, respirando hondo, aguantando el aire, expulsándolo, hasta conseguir una imitación bastante lograda de un paso normal. A cuatro manzanas de distancia, encontró un Circle K.

Tenía a dos personas delante. Un hispano de veintitantos años insertaba repetidamente la tarjeta mientras hojeaba su creciente colección de comprobantes. Una mujer mayor, vestida de esa manera que ahora se conoce como informal pero elegante, esperaba su turno detrás del hispano y ponía cara de desesperación cada vez que este volvía a introducir su tarjeta en la ranura. Cuando por fin se rindió el muchacho y le tocó a ella, procedió a contar su dinero y a volverlo a contar, antes de deslizar pulcramente los billetes en la cartera, a archivar el recibo junto a lo que parecían todos los del año anterior y, con notable esfuerzo, a guardarse la tarjeta en el compartimento plastificado diseñado a tal efecto. Luego se acercó al mostrador para comprar una botella de agua y un billete de lotería.

Al cabo de dos horas, bien duchado y frotado y aún mojado, con el aire acondicionado dándole en todo el cuerpo, el hombre miraba por la ventana del Motel Tropicana: la señal en forma de palmera, la piscina y el recepcionista habían conocido tiempos mejores, aunque, probablemente, no mucho mejores. En la piscina flotaba una capa de hojas e insectos, muertos la mayoría de ellos, de un color que, de hecho, recordaba poderosamente al de la piel del recepcionista. Hierbajos de treinta centímetros brotaban de las grietas del aparcamiento. Muchas de las puertas por las que pasó de camino a su cuarto parecían haber sido abiertas a la fuerza en algún momento del pasado.

En una habitación contigua a la suya tenían la tele puesta. Pero el aparato no acababa de funcionar bien, o igual era cosa de la sintonización, pues solo se oía una especie de zumbido que, por otra parte, no parecía importarle a nadie. Igual habían salido, o ya se habían ido del hotel dejando la tele puesta. Pero no hacía mucho que había oído la cadena del retrete.

Ya no sangraba, pero continuaba mareado. Y no tenía sus pastillas. Todo lo demás era reemplazable. Las pastillas no. Aunque tal vez… Tal vez daba lo mismo. Levantó la mano y le dijo que dejara de temblar. Le obedeció, o él se convenció de que así había sido. ¿Y qué más daba una cosa u otra?

Nada de pastillas. Lo que sí tenía era una dirección de la que llevaba mucho tiempo careciendo, una fuerza, un motivo para sus actos: encontrar al que había atacado a John Rankin. El porqué de tal impulso seguía siendo algo opaco, impenetrable. No era por orgullo. Ni por honor. Desde luego, no era por sentido de la justicia. Pero tenía un camino claro por delante. Y, a fin de cuentas, el porqué ya no tenía ninguna importancia, al igual que la verdad o si los temblores se habían acabado realmente.

Cuando era muy joven había leído muchos libros de ficción. Novelas como La isla del tesoro y las aventuras de Tom Swift, relatos publicados a docenas en las revistas de entonces, Redbook, Argosy, Boy’s life. Con el tiempo llegó a la conclusión de que casi toda la ficción, puede que toda, de las narraciones más rimbombantes a las más vulgares, trataba de cosas desaparecidas. La familia, los amantes, la subsistencia, la paz, los ideales. En el fondo de todas esas historias solo había vacíos, anhelos, huecos imposibles de llenar… Como si la aflicción estuviese marcada a fuego en la humanidad.

Y eso era algo que él nunca había sentido y no podía comprender. Como la música.

Fue entonces cuando supo que era diferente. Que, de alguna manera, era un ser apartado y excluido. No era distinto a la manera en que cada adolescente cree serlo, sino profunda y sustancialmente diferente, de un modo al que era imposible acceder.

Y ahora, de manera cómica, parecía tener la respuesta a una pregunta que no había necesitado plantearse hasta entonces. Tenía que encontrar a quien había usurpado su cargo, a quien había atacado a Rankin. Sentía una pasión, tenía un objetivo.

De regreso a la habitación de Rankin se había quedado ahí de pie, haciendo como que apuntaba algo en la tablilla, algo acerca de los conductos que suministraban gases médicos, mientras captaba unos pasos que se acercaban. Se dio la vuelta y se topó con un caballero de traje gris y camisa azul. Un hombre de manos fuertes que parecía fuera de lugar, que no acababa de encajar allí. Un poli o un funcionario del hospital, se dijo en aquel momento, aunque no parecía ninguna de las dos cosas.

Y de repente, antes de que él mismo despertara en ese hospital, le vino a la cabeza la imagen del conductor de aquel Honda color crudo con tres abolladuras en el parachoques que pasó por segunda vez ante la casa de Rankin. Y el rostro que se volvió hacia él era el mismo del sujeto con el que se había cruzado en el cuarto de Rankin.

No le cabía la menor duda.

Esa noche soñó que formaba parte de una larga cola de gente que avanzaba con lentitud, centímetro a centímetro, cientos de personas, una cola de la que no podía atisbar ni el principio ni el final, gente por delante, gente por detrás. Nadie sabía adónde iban. Nadie se salía de la cola. Seguían avanzando. Lentamente. De centímetro en centímetro. Bajo un cielo que no era ni claro ni oscuro.