19

Desde el otro lado de la calle vio a John Rankin asomándose por la puerta lateral del aparcamiento y quedarse ahí de pie, en bata y descalzo. El hombre había sobrevivido a los disparos y se habría recuperado en breve, pero el paro cardíaco lo había dejado hecho polvo. Se le veía exhausto al andar, con la derrota marcada en el cuerpo torcido. Incluso a esa distancia, la piel aparecía grisácea. Parecía que lo habían salvado, pero el corazón no había salido ileso. Y cuando el corazón dejaba de funcionar, los demás órganos empezaban a seguir su ejemplo, con lo que, probablemente, los daños irían en aumento y el riñón no tardaría mucho en fallarle. No sería de extrañar cierta disfunción cerebral, a juzgar por la manera en que arrastraba ligeramente el pie izquierdo. Un leve ataque, también conocido como hipoxia.

Pasamos el menor tiempo posible pensando en la ruina en que nos vamos a convertir, y por algo será. En las películas, en la tele, el tío siempre salva la vida, y lo último que vemos de él es que lo sacan del hospital en una reluciente silla de ruedas. Da igual que no pueda alimentarse a sí mismo, que se le caiga tanto la baba que esta acabe por pudrirle las camisetas o que se mee encima constantemente con resultados apestosos.

Curioso barrio este, a cinco minutos de la ciudad, con más pinta de pueblo que de suburbio. Casas con tejados hundidos y vehículos aparcados en el jardín junto a otras de césped inmaculado y contraventanas con iniciales. En esa misma calle, aparentemente, una familia podía vivir en un patio delantero repleto de sillas, un sofá viejo, juguetes infantiles, una mesa para dos y varias neveras de hielo. Pero caminabas un poco y te topabas con una mansión con flores en las ventanas.

Dos días y sin noticias de la parienta. Trabajadora social, o algo así, creía recordar. Igual le habían informado mal y ya estaban separados antes de eso. O igual es que ella no había podido soportar la situación y se había dado el piro. Un solo coche, el Hyundai de un año que estaba aparcado delante de la casa. Rankin solía salir, recoger el diario o echar un vistazo alrededor y volver a entrar. En cierta ocasión volvió a salir de inmediato y, medio empujándolo, medio arrastrándolo, se llevó el cubo de reciclaje hasta la acera. El banco situado ante la casa, bajo el ventanal, estaba lleno de telarañas. Rankin encendía el televisor nada más levantarse, y solo lo apagaba cuando se iba a dormir por la noche. La luz parpadeaba contra las cortinas, y mientras oscurecía podía verse la pantalla a través de ellas.

Pues no, no pensaba dejarlo correr.

Aunque tampoco es que supiera muy bien qué estaba haciendo ahí, qué era lo que esperaba. Se limitaba a prestar atención, siempre en busca de algo que no acabase de encajar.

Tenía la impresión de que el poli, Sayles, ya no figuraba en el encuadre. Tampoco había esperado sacarle gran cosa, pero bueno, merecía la pena intentarlo. No había averiguado nada más gracias a él y todo parecía indicar que así se iban a quedar las cosas. No le quedaba más que el propio Rankin.

Christian llevaba observando sus buenos cuatro días. Si antes la vida de ese tío resultaba banal, ahora era prácticamente nula. Nada de visitas. Nada de actividad. Nada de ropa, por lo que había podido ver, a excepción de la camiseta, los calzoncillos y la bata. Tele que se enciende, tele que se apaga. Igual que las luces: salón, dormitorio de atrás, cuarto de baño, cocina. La vida de un hombre podía ser de lo más primaria.

Pero, claro está, no era a Rankin a quien estaba vigilando.

El coche de alquiler olía a fritanga revenida con una capa de ambientador de pino que alguien había añadido en un acto tan voluntarioso como inútil. Miró cinco o seis antes de decidirse por ese. Los otros eran más recientes, estaban más limpios y daba gusto verlos. Lo que no era el caso con ese. Había estado controlando el vecindario y sabía qué tipo de coche encajaría y cuál llamaría la atención. Llevaba un termo con café, dos bocadillos de un colmado familiar, chocolate y una manzana. Y si alguien se fijaba en él, siempre podía hacer como que leía el periódico que se había comprado.

Pensaba en que, en la escuela, los críos de su época, y seguro que también los de ahora, siempre decían que se aburrían, algo que él nunca había logrado comprender. La manera en que el viento agitaba los árboles, el rayo de sol sobre el cristal o el acero, las alas de una mosca… Todo tenía interés. Simplemente, había que prestar atención, había que fijarse en las cosas.

Mientras bajaba la ventanilla, vio que le temblaba la mano, así que se tragó una pastilla y, acto seguido, un poco de café.

Ahí se notaba la presencia de críos por todas partes. Los jardines de las casas reciclados en salón y zona de juegos, los columpios de los patios traseros, las bicicletas en los senderos de entrada, los pósters en las ventanas.

El señor Earll vivía calle abajo, muy cerca de ellos, cuando Christian era pequeño. Era mayor, mucho más viejo que esa esposa con la que tenía dos hijos. Lo suficientemente mayor para ser su padre, decía todo el mundo, haciendo una pausa antes de añadir o algo peor. Según los primeros recuerdos de Christian, el señor Earll no vivía en la casa, sino en el garaje de atrás, entrando en ella únicamente para las comidas. Como si ya hubiera cumplido su función y ya no sirviese para nada. Había sido un solterón toda la vida y no se acostumbraba a otra cosa, decían de él los más amables. Tenía un televisor en el garaje, en el que veía todos los programas cómicos —Andy Griffith, Lucy, Danny Thomas—, pero nunca se reía. Puede que fuese a dormir a la casa, pensaba Christian. Pero siempre estaba ahí fuera, con la tele puesta. El señor Earll había sido profesor, impartiendo clases de ciencia en el instituto de la localidad durante más de cuarenta años. Pues sí, decían los chavales, es tan viejo que ya estaba aquí cuando se inventó la ciencia.

Christian fue al colegio con el hermano menor, Jerry Earll, que se comportaba como si todo fuese de lo más normal en su casa. Coño, para él sí que lo era. A esa edad, creemos que todo lo que vemos a nuestro derredor es de lo más lógico. El viejo murió durante su primer año de instituto. Su mujer lo encontró sentado en su vetusto y castigado sillón, a primera hora de la mañana, con la tele puesta, aunque solo se veía la carta de ajuste.

Los ojos se le fueron hacia el Honda color crudo antes de que torciera la calle. Christian lo había visto antes, ese mismo día, si es que no era otro igual. Sólido y contundente, de entre tres y cinco años de antigüedad, sin calcomanías de aparcamiento, pegatinas u otras marcas, matrícula local, neumáticos en buen estado, pero con bastantes kilómetros a cuestas. Un solo ocupante. El Honda giró suavemente, sin prisas, en la esquina con Cumberland, en dirección a Christian, que se refugió en su periódico.

Un coche del barrio, probablemente, pillando un atajo para volver al hogar. Pero cuando llegó a la altura de la casa de Rankin, Christian estuvo seguro de que el conductor había girado la cabeza hacia ella y solo se había dado la vuelta tras dejarla atrás. Ahora estaba frente al coche alquilado. Tres abolladuras en el parachoques, espaciadas; es decir, que era el mismo coche que había visto antes. Justo cuando Christian bajaba el periódico, el conductor miró en su dirección.

Christian conocía ese rostro…

Súbitamente mareado, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Hubo un momento en el que sintió que el mundo se contraía a su alrededor, oprimiéndole. Y a continuación, nada.

No podía mover el brazo izquierdo.

Sus ojos se abrieron a una luz muy, muy brillante. Techo de azulejos con manchas de humedad. Rostros. Y, de repente, sonidos apresurados.

—Se está despertando.

—Señor, ¿está usted bien, puede oírme?

—Veo rojeces e hinchazones junto al intravenoso, doctor.

—¿Infiltrado?

—¿Alguna reacción?

—Está en el hospital, señor. Se ha desmayado.

—Anti…

—¿Qué?

—… óticos.

Se le acercó mucho una mujer. Le olía el aliento a café.

Eran los antibióticos. No le habían dado ningún problema en años. Pero la última vez, la piel se le puso tan roja que parecía que se la hubiesen hervido, y le salieron ampollas del tamaño de canicas por todas partes. Sobacos, entrepierna, hasta dentro de los párpados (juraría).

—No hay señales de anafilaxia.

—La respuesta se mantiene en catorce; pulso, a noventa y cuatro; BS bilateral, correcta.

Christian levantó la cabeza. Tenía el brazo atado, con dos goteros intravenosos clavados. Lo intentó de nuevo.

—Antibióticos.

—¿Es usted alérgico? —Voz suave, con acento, puede que nigeriano.

Asintió, recordando que el joven residente le había insistido en que no era alérgico, solo sensible a la cefalosporina que le habían administrado. Todavía algo atontado por la sedación, se había quedado frito pensando en que ahora era un macho sensible. Cuando despertó de nuevo, las ampollas habían desaparecido gracias a los esteroides.

—¿Nos puede decir cómo se llama, señor?

Du-du-da-DA-du-DA-du.

Estaba vez también estaba un poco atontado. Intentaba recordar el nombre que figuraba en el carné de identidad que llevaba, pero no le salía.

—Christian —dijo finalmente.

—Perdone, señor, ¿está pidiendo un cura?

—Christian. Es mi nombre —dijo, aunque llevaba años sin usarlo, por mucho que se reconociera en él—. Así me llama todo el mundo.

—Ah, vale. ¿Y qué tal se encuentra, Christian?

—Bien.

—¿Puede explicarnos qué ha pasado?

Negó con la cabeza.

—¿Es usted diabético?

—No.

—¿Sufre de problemas cardíacos? ¿Algún infarto?

—No.

—Los camilleros han traído unos medicamentos. Los tenía usted en el coche. ¿Se los estaba tomando?

—Sí.

—Uno es con receta, un analgésico de lo más común, aunque bastante fuerte. El otro no podemos identificarlo.

Bélgica. Había volado hasta allí desde París. Una planta baja en el muelle que parecía más una biblioteca o el estudio de un profesor universitario que el despacho de un médico. Recordaba brillantes flores rojas y amarillas de largo tallo, en un jarrón situado junto a la ventana. El doctor Van Veeteren tenía un labio leporino muy mal arreglado. Olía a agua de rosas y a humo reseco de tabaco.

—Ha llegado el informe del laboratorio, doctor.

La mujer que estaba por encima de él se apartó y se dio la vuelta, sosteniendo una hoja de impresora. Vio cómo sus ojos la recorrían, para luego centrarse en él. No dijo nada, pero se podía leer la pregunta en su mirada.

—Sí —dijo—. Ya lo sé.