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«Lo que pasa es que te quedas ahí sentado y estás que trinas, pero al cabo de un rato el cabreo se convierte en aburrimiento, así que pasas página y te pones a pensar en otra cosa. ¿Cuán a menudo, en el curso de los días, tienes la oportunidad de sentarte a reflexionar?».

Demasiado a menudo.

«Y no puedes dormir, joder, claro que no. Parece que estés en una estación de tren. Portazos, paredes que tiemblan, voces por todas partes. Pasos que se oyen a un kilómetro. De qué va esto, por qué estamos aquí, quién soy. Toda esa mierda. Entonces miras alrededor y te das cuenta de que todo es como si hubieses vuelto a la universidad, tantos cuerpos juntos, tantas chorradas, tanta prepotencia, tanto bocazas».

Como nunca había ido a la universidad, Sayles no se daría cuenta. En sus tiempos, cuando se apuntó al cuerpo, con el instituto ibas que chutabas; y había un montón de veteranos que ni eso. Pero ahora, los novatos como Graves creían saberlo todo. Te parabas a comprar un Frankfurt en cualquier nido de cucarachas y te caía un sermón sobre la revolución industrial. Para cuando te atacaba la indigestión, a varios kilómetros de distancia, la tabarra había evolucionado hasta la actividad sindical en los años cuarenta, y puede que hasta te regalaran los oídos con un par de estrofas de La Internacional.

La verdad es que Sayles consideraba con frecuencia a su compañero un sujeto pomposo y pagado de sí mismo, hasta el punto de rozar a menudo la pura y simple tontería. Era de esos tíos que han crecido en Cedar Rapids, comiendo judías y albóndigas, pero que saben que están muy por encima de eso. Pero Sayles también tenía que ser consciente de todas esas veces en las que había visto a Graves cambiar de tono ante la presencia de un dolor genuino, adoptando repentinamente una actitud compasiva.

Graves meneó la mano.

—Y entonces me desperté. —Se quedó a la espera—. Te toca decir algo.

—Ya lo sé, Graves, ya lo sé. Pero ¿qué coño estás haciendo aquí? Acabas de salir, ¿no? Pues, ¿por qué no te vas a casa? ¿Por qué no te das una ducha y duermes como Dios manda?

—¿Y perderme todo esto? —Graves contempló, cual orgulloso pastor, ese prado lleno de mesas, sillas, mesitas auxiliares y archivadores—. Por cierto, tampoco le haría ascos a una amable invitación a desayunar.

En el Early Bird, rodeado de abogados impartiendo instrucciones a sus clientes, ejecutivos con ordenador portátil y trabajadores de hospital con cara de sueño y el turno recién cumplido, Sayles se enteró de la experiencia penitenciaria de su compañero; una experiencia que, lamentablemente, lejos de lo que la gente solía manifestar últimamente acerca de casi todo, ya se tratara de la lectura de un best seller o de una visita al dentista, no le había cambiado la vida.

Mientras comían, Sayles puso a Graves al día de sus casos, aunque tampoco es que hubiesen avanzado mucho. El novio de Janice Beck había acabado confesando, diciendo que los metió, a ella y al niño, en el baúl de cedro para mantenerlos «frescos» y protegidos de los insectos. Lo habían facturado al pabellón psiquiátrico. La chica navajo de la acequia de irrigación: la cosa no parecía aleatoria, como habían creído al principio, ni tenía nada que ver con alguna banda, sino con alguna trapisonda de la madrastra, que seguro que tenía algo que ver en el asunto. Cuando Sayles llegó al tiroteo de Rankin, no mencionó la conexión de las muñecas, la nota que le habían dejado en casa o sus comunicaciones vía Internet con un aparente testigo.

—Ya saldrá algo —dijo Graves.

—Pues claro que sí —remachó Sayles, en plan: «Mañana será otro día».

Dos mesas más allá, un hombre le dejaba beber la espuma de su café con leche a su hijo de tres años, a base de medias cucharaditas. Dos camareros, un hombre y una mujer, se mantenían de pie junto a la puerta de entrada a la cocina, comentando un concierto al que habían asistido. Una mujer salió de la tienda de ropa de la acera de enfrente con un solo paquete, elegantemente envuelto.

A su alrededor, la gente seguía adelante con su vida y las cosas eran más o menos iguales que siempre. Las madres se morían, los maridos se daban el piro, estallaban nuevas guerras mientras continuaban las ya existentes, pero todos seguían adelante con lo suyo. Evidentemente, no era la primera vez que pensaba algo así. Lo que le pasaba era que, durante los últimos tiempos, esos pensamientos le asaltaban con mayor frecuencia.

De repente, sin saber muy bien por qué lo hacía, Sayles se acercó un poco más a Graves y le explicó lo de Josie: cómo despertó y descubrió que ella se había ido, los fármacos de los que se había deshecho, la nota, dónde estaba.

Hizo falta cierto tiempo para dejar a Graves en casa. Las cuadrillas de operarios estaban levantando de nuevo la carretera principal, y cada vez que Sayles pillaba una secundaria, resultaba que no iba a ninguna parte. Vieron cambiar varias veces el semáforo de la Escuela India. A Sayles su revelación lo había dejado más bien apagado, pero su compañero estaba que se salía. Nervios, adrenalina, falta de sueño. Rabia residual. Sayles le había contado a Graves que, algunas noches, se quedaba sentado a las puertas de la residencia.

—¿Y nunca entras?

Sayles negó con la cabeza.

—¿Por qué?

Respeto. Honor. Miedo.

Pero la auténtica pregunta era «cómo», no «por qué». ¿Cómo podía hacer eso en vez de entrar a verla? Nos las apañamos una y otra vez para convencernos de que lo que hacemos está bien, incluso cuando nuestros actos violan los deseos ajenos, la voluntad de la propia sociedad y hasta el sentido común. Le resultaría muy sencillo decirse: «La verdad es que Josie no quiere que la visite». O llegar a la conclusión de que, a fin de cuentas, eso era lo mejor para ella. Pero siempre salía a flote una voz muy baja. Bueno, no era tanto salir a flote como hacer sentir su presencia. Era como esa inquietud que se apodera de ti aunque no sepas de dónde procede.

Aún le quedaba una gran parte de la jornada cuando regresó a la comisaría. Hojeó los cinco expedientes que coronaban la pila. A veces, algo destaca de repente. O va echando raíces y crece lentamente, consiguiendo que acabes mirando de otro modo lo que tienes encima de la mesa. Un profesor de su instituto solía decir: «Hay que dedicarle tiempo a lo que parece interesante».

Así pues, se lo dedicó, pero no pasó gran cosa.

Avanzada la tarde recibió la llamada de un sitio llamado Circle K, en el que «un tío mayor andaba por ahí fuera, molestando a los clientes», y parecía que igual había un cadáver en el callejón. El coche patrulla llamó para pedir un supervisor o un inspector. Resultó que el tío tendría unos cuarenta años y que podía ser sordomudo, aunque tampoco había que descartar la posibilidad de que estuviera demasiado colocado para hablar de forma inteligible. Y el cadáver no era más que su saco de dormir hecho polvo. Sayles le dio cinco dólares.