El chico sabe cocinar.
No sabía por qué, pero esa frase, un comentario que su padre había hecho años atrás, siempre le venía a la cabeza cuando estaba en la cocina, le daba vueltas por ahí dentro como una pelota rebotando en las esquinas. Había aprendido por pura autodefensa, incapaz como era de digerir, y casi de comer, lo que su madre ponía sobre la mesa en las escasas ocasiones en que se dignaba guisar, pero había acabado por gustarle. Se le antojaba algo muy lógico. Una vez controlas las técnicas básicas —a la parrilla, a fuego lento, frito, asado—, prácticamente ya lo tienes. Tampoco son tan complicadas las mezclas de sabores, especias y salsas, pues todas oscilan entre lo dulce, lo amargo, lo fuerte y lo salado. Empezabas con una cosa, añadías otras y lo convertías todo en algo distinto. La cocina era tan lógica como la geometría o los números.
Había empezado a hacer un estofado, con el fuego lo más bajo posible y el agua imprescindible, y ahora estaba cortando apio, cebollas, zanahorias y patatas para añadir al guiso.
La cocina tenía lógica. No se podía decir lo mismo de los sueños.
Esta vez recorría un largo pasillo. La gente lo observaba a través de las puertas de cristal que había a cada lado. No podía reconocer a nadie, ni ver las cabezas, en realidad, pues solo eran para él unos óvalos indefinidos que cambiaban de forma tras el cristal cada vez que el perfil se convertía en una vista frontal, y esta, de nuevo en perfil, registrando su avance. Había unos numeritos en la parte superior izquierda de los paneles de vidrio de las puertas, como si fuesen páginas de un libro: 231, 230, 229. Y una ventana al final del pasillo, muy lejos, con vistas a nada. Mientras recorría las puertas, las cabezas, aunque en realidad seguía sin verlas, parecían cambiar de forma más sustancial, agrandándose de manera desproporcionada, como si pertenecieran a animales.
No sintió el dolor, se limitó a mirar hacia abajo y ver la sangre derramada sobre la tabla de cortar, donde la cebolla había adquirido un tinte rosáceo. Ni siquiera entonces fue consciente de lo que había pasado. Se quedó ahí de pie, con el cuchillo en la mano derecha, el pulgar y el dedo medio todavía en torno a la cebolla y el extremo del índice yaciendo al lado. Resultaba curioso ver cómo el dedo, en vez de proporcionarle un intenso dolor, se había quedado dormido, como si ya no estuviese ahí, como si perteneciera a otra persona. Consiguió doblarlo, pero no sentir el movimiento.
En el cuarto de baño, echó agua fría sobre la carne sanguinolenta, le añadió agua oxigenada y la envolvió en una compresa. Las sensaciones volvían lentamente; primero, como si fuesen agujas clavadas; a continuación, en forma de un dolor que parecía quemarle. Ya se las había tenido antes con ciertas heridas, llegando incluso, en una ocasión, a cubrirse con cinta adhesiva un tajo de siete centímetros en el brazo, pero ahora no se le ocurría qué hacer para solucionar esa situación. Volver a pegar el trozo de dedo con Superglue no parecía muy buena idea.
La señora Flores, cubierta por un delantal, abrió la puerta y puso cara de sorpresa. Los ojos se le fueron directamente del rostro de él a su mano. El trapo que se había atado en torno al dedo estaba negro de sangre.
Diez minutos después, ya estaba en la furgoneta de su amiga, una confortable Ford F-150, con unos añitos a cuestas, pintada de tres colores distintos —capó, parachoques y zona de carga—, de camino a una clínica gratuita en la que, según la señora Flores, no harían preguntas. Seguía con el delantal puesto.
Al cabo de unas tres horas, Jimmie ya estaba sentado a la mesa de la señora Flores, compartiendo la cena con ella, su amigo Félix y dos chavales del barrio, de once o doce años de edad, que parecían haberse dejado caer por la casa justo a la hora de comer. Bandejas de machaca con pimientos y cebollas transitaban tranquilamente de un lado a otro de la mesa. La señora Flores calentaba tortitas en la parrilla, dejándolas caer, dándoles la vuelta y sirviéndolas.
Ahora el dedo le palpitaba. Un doctor con la nariz muy grande se lo había limpiado y vendado bien fuerte. «Muy limpio —dijo—. Puede que pierdas algo de sensibilidad en ese dedo, pero te vas a recuperar. Te pondremos una inyección de antibióticos, para asegurarnos. —Miró a la señora Flores—. Tráigame otra vez al chico si le da la fiebre, si suda, si bebe mucho, cosas así».
El chico.
Félix se acercó la machaca:
—¿Cómo te has cortado?
—Por no prestar atención.
—Así suceden casi todos los accidentes.
Jimmie no estaba muy dotado para el intercambio social, pero lo intentó.
—¿A qué se dedica, señor…?
—Félix, a secas. Todo el mundo me llama Félix. —Intercambió unas miraditas con la señora Flores—. Básicamente, me dedico a conducir camiones.
—Ayuda a la gente —intervino la señora Flores.
—Como ha hecho hoy conmigo.
—No ha sido nada —dijo Félix, y luego le sonrió a la señora Flores—. Nada de nada.
—Yo voy a ser jugador de fútbol —dijo uno de los críos.
—Y yo voy a tener un negocio propio —dijo el otro.
Jimmie le preguntó que qué clase de negocio.
—No lo sé. Uno bien grande.
Estaba oscureciendo en el exterior, los árboles se ponían grisáceos, se confundían con la grisura que los envolvía. Todo el mundo decía que esa zona había sido un puro desierto, y que luego la gente, venida de un montón de sitios diferentes, se trajo los árboles, los arbustos y los patios traseros. Pero otra cosa que también decía todo el mundo era que ahí había habido ríos, y barcos que circulaban por ellos, así que vete tú a saber.
—Debería irme a casa —dijo Jimmie—. ¿Puedo ayudar a limpiar?
—Podemos hacerlo nosotros, mamá Flores —dijo uno de los niños.
—Pues parece que eso ya está controlado. —La señora Flores se inclinó sobre él mientras recogía los platos—. ¿Vas a estar bien?
Jimmie se puso de pie y asintió con la cabeza.
—Gracias a los dos, de verdad. Extendió la mano y Félix, con cierta expresión de sorpresa, se la estrechó. Caminaron juntos hacia el salón. Cuando Félix encendió la luz del porche y abrió la puerta, se coló en la casa una polilla. Sin pararse a pensarlo, sin el menor esfuerzo, Félix levantó la mano, interceptó la polilla y se la llevó afuera con ellos.
—Roshelle quiere que te diga —comentó— que si necesitas algo, te vuelvas corriendo para aquí.
—Así lo haré. Y gracias de nuevo.
Félix liberó a la polilla.
—Ha sido un placer —dijo.
De regreso a casa, Jimmie limpió la cocina lo mejor que pudo, teniendo en cuenta que tenía una mano prácticamente inutilizada. El dedo lucía un espeso vendaje. El doctor de la nariz grande le había prevenido contra posibles mojaduras. Sentía cada latido en la punta del dedo, como en esos dibujos animados en los que pulgares o cabezas explotan como globos, se desinflan y vuelven a hincharse. Metió en el frigorífico la olla del estofado y tiró las verduras a la basura. Al día siguiente empezaría de nuevo.
Mientras ponía en marcha el ordenador, pensó en la señora Flores, Félix y los críos, en toda esa extraña familia sobrevenida de su vecina, en cómo habría surgido. Pensó en la polilla que Félix devolvió al exterior, y recordó a su madre, mostrándole orgullosa el frasco lleno de mosquitos.
Una vez, cuando era pequeño, estaban dando un paseo y se toparon con una paloma con un ala rota. Debía de acabar de suceder, observaba ahora al pensar en ello. El pájaro daba unos pasitos, luego un salto, intentando levantar el vuelo, y el ala se le quedaba colgando a un lado, como muerta. El bicho no lo entendía: eso siempre le había funcionado. Daba tres pasos y otro saltito, moviendo el ala buena. Jimmie miró a su madre y vio que estaba llorando.
Ahora, al recordarlo, lo que le vino a la cabeza fue la idea del pánico que debía de estar experimentando aquel pájaro, lo perdido que debía de sentirse, como si no le quedara otro remedio que seguir intentándolo.
Introdujo la contraseña, viajeR2, para revisar los pedidos. Cuatro de ellos, incluyendo el juego de herramientas de lutier que siempre pensaba que le costaría vender. Se lo había comprado a la familia de un filipino que fabricaba ukeleles; llegó envuelto en piel de cabra, que es como, según la familia, siempre lo conservaba el difunto. Jimmie dio por buenos los pedidos, prometió enviarlos a primera hora de la mañana y luego envió un e-mail para la recogida del paquete. Lo de costumbre. No era un gran negocio, pero era suyo.
Entró en la web para comprobar los pagos de talones y luego empezó a surcar esas otras webs en las que solía encontrar cosas para revender. Con el tiempo había llegado a frecuentar algunos sitios un tanto turbios. No se detenía en ellos mucho rato, pues eran muy lentos, y además solía bastarle con echar un vistazo para irse a otra parte. Incluso con los sitios más comunes, como eBay y tal, uno aprendía a recorrerlos con eficacia: utilizando palabras clave, seleccionando entradas por orden cronológico, yendo al grano para establecer unos parámetros de búsqueda muy concretos.
Se le fueron los ojos página abajo:
Imprenta de hacia 1919, en perfecto estado
Telar, traído de Escocia
Maniquí de artista, con movilidad, 40 centímetros
Genuino sombrero de coolie chino
Colección de botones, ¡más de 1.000!
Leyó las entradas y las asimiló mientras sus ojos recorrían la lista. Señaló cuatro para estudiarlas mejor. Pero no estaba allí, no del todo. Volvía a deambular por aquel pasillo, viendo cómo los rostros sin rasgos se volvían hacia él. Estaba en la calle, junto a su madre, viendo cómo la paloma trataba de volar.