¿Por qué tenía que ser a una hora concreta? Ni puta idea.
Como tampoco la tenía acerca de la posible utilidad de toda esa martingala. Pero bueno, vale, quedemos a mediodía para hablar de muñecas. ¿Por qué no? Igual nos lo pasamos bien.
Pero ¿qué pasaba con lo de la hora? ¿Una vida social muy agitada? ¿Sitios a los que ir, cosas que hacer? ¿Puro control?
—Puede que tenga algo que ver con los rebotes —había sugerido Volheim, añadiendo rápidamente, ante la mirada de Sayles—: ¿El recorrido? ¿Los saltos de servidor a servidor?
Sayles acababa de clicar cuando se produjo la llamada.
—Voy a necesitar tu ayuda —le dijo Graves, al otro extremo del hilo.
—¿Sigues en el juzgado?
—Bueno…
Sayles vio que se estaba acercando la hora. No sabía si Don Muñeco le esperaría. O si, ya puestos, eso le quitaba el sueño.
—Estoy en la cárcel —dijo Graves.
—Sí, hombre.
—Por desacato.
—Eres un poli, por el amor de Dios. Estabas testificando.
—Me temo que conseguimos cabrear un poco al juez Lang… Joder, ya lo conoces. El hombre estaba a punto de encerrar a Sidney para el resto de su vida cuando yo pedí educadamente que se me dejara decir algo. Coño, Sayles, el tío fue un puto héroe. El caso es que no llevo ni dos frases y Lang me dice: «Ya es suficiente». «No, no lo es —le respondo—, aún no he terminado», y mientras intento seguir con lo mío, me envía a los alguaciles y me sacan de allí.
—¿No se conformó con una multa?
—Ni se le ocurrió. Se saltó ese paso y me envió directamente al trullo.
—Has debido de sacarle de quicio…
—O ya había llegado con ganas de cepillarse a alguien, vete tú a saber. Ya sabes cómo se las gastan algunos. Se ponen la puta toga y se creen que pueden hacer lo que les salga de los huevos.
Y lo triste, pensaba Sayles, es que la cosa iba exactamente así.
—Bueno, ¿dónde estás? ¿En Durango o en Madison?
—Madison.
—Supongo que vas a pasar ahí la noche, con el cabreo que llevaba Lang.
—Pues sí. Pero he llamado a unas amiguitas para que se queden a dormir conmigo.
—Vale. Y sobre todo, no te muevas de ahí.
—Muy gracioso.
—Hablaré con el capitán. Aunque a estas alturas no se puede hacer gran cosa, ya lo sabes. En cualquier caso, mañana estás fuera.
Colgó. Probablemente ya era demasiado tarde, pero se conectó de todos modos al sitio designado. Asistió a una discusión de aficionados a las serpientes que se desarrollaba en una franja al pie de la pantalla, buscando la palabra «Dollman», que es la que había dicho el tipo que usaría. Le vinieron a la mente una serie de frases trilladas: esta vaca no da leche; Elvis ha abandonado el edificio; las luces están encendidas pero no hay nadie en casa.
Pasando del asunto, buscó en Google «Asilo y Phoenix». Unos cien mil resultados. Añadiendo «mujeres», consiguió rebajar la cifra a treinta mil. Clicando al azar, encontró artículos e informes sobre el envejecimiento de la población, los baby boomers que entraban en sus años de decadencia, el crecimiento exponencial de las residencias de ancianos, la responsabilidad de la familia o el apoyo de la comunidad. La mayoría de los eufemismos le resultaban tan familiar y tan extrañamente lenitivos como la ropa vieja. Años de decadencia. Lazos familiares. Merma de facultades. Cuidados terminales. Conceptos de dos palabras que le recordaban a las parejas de humoristas y sus diferentes aproximaciones a las figuras eternas del tonto y el listo.
¿Y cuántas veces había pasado ya por eso? ¿Esperando qué? ¿Encontrar algo nuevo? ¿Entenderlo todo de repente?
Pero ¿qué era lo que había que entender?
Ella se había ido. Había abandonado la vida de él y muy pronto abandonaría la suya.
Cogió las gafas nuevas, que descansaban sobre el escritorio, y se las puso, consciente mientras lo hacía de que el mundo se le acercaba, se acomodaba a su alrededor y lo acogía. Es mejor cuando los contornos del mundo no están tan claros, se dijo, cuando se les permite sangrar, correr… Entonces es cuando suceden las cosas interesantes.
Pero ¿quién era Dollman? ¿Y qué tenía que ver en esto? Las posibilidades de que tuviese algo útil que ofrecerle eran entre escasas y nulas, claro está. Habían mantenido un breve contacto en la red antes de organizar esto. Provocado, Dollman había aportado detalles del tiroteo —los allí presentes, lo que llevaba puesto la víctima—, pero no iría más allá, limitándose a demostrar que estaba en el lugar de los hechos. Ninguna prueba de que no fuese uno más de esos tarados que siempre se apuntan a cualquier desgracia.
Sayles se había agarrado a lo de las muñecas hasta que vio que no le llevaba a ningún lado. Recurrió a todos sus contactos, a cada persona con recursos que conocía, dentro y fuera del departamento. Hasta llamó a una tienda de coleccionismo en Mesa y se tiró casi una hora recibiendo información sobre porcelana, composición, tejidos, vinilo, plástico duro, cerámica, hojalata y muñecas articuladas. Muebles y ropas especiales. Pestañas, raíces capilares, cejas depiladas, orejas agujereadas. El Hospital de Muñecas de Chicago, especializado en la restauración de antigüedades. La tienda Dolly Lama, de Carlsbad, repleta de muñecas étnicas y religiosas. Molly Bing, alias la Pelirroja, allá en Utah, con sus 4.673 muñecas, tantas que se había tenido que comprar una segunda casa para almacenarlas. Menos mal que ambas estaban unidas por un sendero…
Sayles se había rendido al llegar a ese momento. Le dio las gracias a su interlocutor y colgó, con esa sensación familiar de haber atisbado, justo bajo la superficie del suyo, otro mundo del que nada sabía hasta entonces.
Cuatro mil muñecas. Olvidémonos del porqué: ¿de dónde sacaba uno cuatro mil muñecas?
No había muchas tiendas especializadas como la suya, le había dicho su interlocutor de Mesa, que parecía joven, solo unas cuantas. De hecho, podría cerrar la tienda mañana mismo y forrarse con la venta por correo. Había una red razonable de coleccionistas que no paraban de comprar y vender. Intercambio: también había bastante de eso. Boletines. Convenciones locales y nacionales y cosas por el estilo, montones de reuniones informales. Y webs, muchas de ellas con foros.
Pegado al escritorio, Sayles le dio al ratón y vio desaparecer la puesta de sol en Camelback. Clicó en el acceso a Internet, buscó «muñeca» en Google y, tras pasar por una docena de sitios, recaló en eBay. Tres o cuatro de las descripciones se parecían mucho entre ellas, pensó, la estructura y la manera de construir las frases eran similares. Tampoco era ninguna sorpresa, naturalmente, pues en esos mercados tan específicos suelen crearse fórmulas y emerger patrones concretos de lenguaje. En «Procedencia del objeto» figuraba un juego de muñecas (toda una familia, nada menos) de Arizona, mientras que de un muñequito de la serie de televisión «La isla de Gilligan» solo se indicaba que estaba «en el Gran Suroeste». Todos los nombres usados eran seudónimos. Tendría que preguntarle a Volheim si había alguna manera de identificarlos, de averiguar los nombres y lugares de origen de los compradores.
—¿Te han dejado solo?
Levantó la vista. Will Stanford estaba de pie junto a la mesa, con la corbata manchada de restos de más de una comida, pero con un nudo Windsor perfecto. Will señaló la silla vacía al otro lado del escritorio.
—¿Te has independizado? ¿O es que Graves ha acabado por agotarte la paciencia?
Eso le recordó que tenía que ir a hablar con el capitán.
Graves estaba pensando en aquella situación en la que se vio metido cuando aún era un novato en las calles de la ciudad. «Ha llamado un señor mayor para quejarse de un altercado —le dijo su compañero—, seguro que nos plantamos allí y se trata del típico desocupado que se pasa la vida fisgoneando lo que hacen los vecinos». Llegaron y se encontraron con un chaval de unos once años que iba caminando por la acera, sosteniendo a un adulto, hacia una de esas casas modelo rancho tan típicas de la zona. El hombre rondaba la mediana edad, tendría entre cuarenta y cincuenta años, y no parecía necesitar la ayuda del muchacho, pero si lo veías de cerca, observabas que algo no funcionaba, lo notabas en sus ojos y en el modo en que se movía. «Se pierde», les dijo el chico, añadiendo que tenía que meterlo en casa, si no les importaba. Una vez en casa, los agentes se toparon con una mujer algo mayor, puede que de más de sesenta, con otro crío —una niña, en su caso— cuidándola. La casa estaba inmaculadamente limpia, con todo en su lugar. Tapetes en las mesas, respaldos de ganchillo en los sillones, frases bordadas y enmarcadas en la pared: EL AMOR NOS MANTIENE UNIDOS. DIOS BENDIGA ESTE HOGAR.
Los niños eran gemelos. Su padre había estado cuidando de su madre hasta hacía un par de años, cuando también él empezó a enfermar, momento en que los críos tuvieron que ocuparse de ambos progenitores. Claro que era duro, dijeron cuando se les preguntó, pero parecían sorprendidos… No por la pregunta, sino por el hecho de que a los dos policías se les antojara algo extraña la situación.
Graves recordaba el nombre de los chavales, Alexander e Isobel. Muchas otras situaciones siguieron a esa: era nuevo, cada turno era un reto y había peligro, nuevas experiencias y lógica aprensión. Así pues, se olvidó del asunto y nunca volvió a saber nada de aquella familia, nunca supo qué les había ocurrido a los Glaister mayores. Ni siquiera le dio muchas vueltas hasta algunos años después, y, cuando lo hizo, acabó preguntándose si no sería algo hereditario, algo con lo que los críos también se acabarían encontrando.
Más valía no pensar en eso, probablemente, mejor dejarlo estar.
Teniendo en cuenta dónde estaba ahora, más le valía no pensar mucho en nada.