Vale, se había pasado casi toda la noche vomitando, y los restos del pescado hervido y las verduras al vapor flotaban en la pila. Tendría que recurrir a los dedos para deslizar toda esa mierda por el desagüe, manteniendo el grifo abierto y a toda presión. Pero eso no quería decir que estuviese empeorando, acercándose al final. Podía tratarse de esas malditas pastillas.
Claro que sí. O podía ser cosa de la capa de ozono. O de todos los desperdicios, detergentes, fármacos y disolventes expulsados al agua desde las alcantarillas, y de ahí a tierra firme para que reventaran especies enteras de pájaros y de anfibios.
Sí, claro.
Ojos hundidos, huecos, sombras. Piel cerúlea. La luz de encima del espejo del baño de este Motel 8, o Motel Paraíso, o como coño se llamara, era capaz de conseguir que hasta un joven saludable pareciese un fantasma. Había cuatro bombillas, con una separación entre ellas de quince centímetros. Levantó la mano y se dio la vuelta: cuatro sombras sobre la pared. Cuando abrió la mano, dieciséis dedos se movieron a la vez. Pero no era cosa de su visión borrosa, esta vez no.
Salió del baño como de una cueva, parpadeando; al otro lado de la ventana, la luz del día empezaba a dar señales de vida. Vio un autobús deshaciéndose del último cargamento humano de la noche, que emprendió el regreso al hogar, sustituido por los que ahora empezaban su jornada: se preguntó cuántos de ellos estarían pensando en su existencia, en dónde terminarían, en dónde habían empezado, en las curvas de sus respectivos caminos, en el banal misterio de sus desgraciadas vidas.
Le quedaba una hora antes de su supuesto contacto con ese poli, Sayles. Tiempo de sobra para desayunar. Y aunque se le cerraba la garganta con solo pensar en comida, necesitaba tomar algo para no perder las fuerzas.
Comió unos copos de avena en el cibercafé, muy lentamente, y consiguió no arrojar. Se quedó ahí sentado porque, a medio desayuno, había aparecido un ciego con un perro que ahora, ovillado bajo la mesa de su dueño, le recordaba a Witch.
Recordó tiempo atrás. Vivía en una casita alquilada en las afueras de la población, a la que se trasladaba tres días a la semana para sus clases en un Dodge que, siempre que llovía o que la humedad sufría un fuerte incremento, echaba más humo que un dragón. Ellie se había instalado con él ese mes de agosto. Unos meses después apareció —él estaba enfrentado a muerte con un trabajo sobre microeconomía— con «una sorpresa para ti», sorpresa que le esperaba en la furgoneta de ella y que consistía en una perrita que Ellie había visto publicada en el tablón de anuncios de la lavandería. Witch enseguida le cogió aprecio, y solía pasarse horas junto a su escritorio mientras él estudiaba, hasta que se levantaba y arañaba educadamente la puerta para que la dejase salir. Siempre la veía desaparecer en los altos maizales.
Pero una tarde la vio volver con el morro manchado de sangre, seguida a corta distancia por el casero, el señor Brenneman, quien le informó de que Witch se había cargado a una de sus ovejas.
Christian se disculpó y se ofreció a pagar los daños, mientras se preguntaba cuánto costaría una oveja y, sobre todo, de dónde coño iba a sacar el dinero.
El señor Brenneman no respondió de inmediato.
—En general —dijo—, hay que sacrificarlos, hijo. Una vez le han cogido el gusto a la sangre, ya no hay quien los pare.
Durante más de una semana, Christian mantuvo a Witch en el interior, pero un día, absorto en el trabajo de la escuela y sin pararse a pensar en lo que hacía, cuando la perra se puso a arañar la puerta, se levantó y la dejó salir. Ahí sentado, tratando de descifrar el misterio de las ecuaciones de segundo grado, confiando en acabar viendo las cosas claras, escuchó de repente dos disparos de escopeta y supo al instante a quién se los acababan de descerrajar. Con las manos apoyadas en su máquina de escribir eléctrica, dejó que el zumbido de ese aparato llenara el nuevo silencio.
En menos de un mes, Ellie también se había ido. Y en menos de un año, el resto de su existencia. Y ahí se había quedado, como perdido en la selva, en camiseta, aquejado de un grave caso de pie de atleta, desayunando cerveza y sin el menor conato de silencio a su alrededor.
Mientras se acababa la avena, Christian volvió a mirar el reloj.
Tiempo.
Acababa de firmar la cuenta cuando, al cabo de unos momentos, oyó un golpe y a alguien que decía —primero en voz baja, luego más alto—: «¿Joe? ¿Joe?». En el acto, incluso después de tantos años, estuvo preparado para salir pitando: respiración de campo de batalla, ojos que todo lo captan, atando cabos inconscientemente. El hombre se levantó por más café, regresó taza en mano y se llevó la mesa por delante. La mujer, que seguía sentada, miró hacia abajo, la mesa redonda se tambaleaba, una mancha oscura (¿café?, ¿sangre?) se le extendía por la falda.
—¿Alguien…? —entonó.
Y ahí estaba Christian, al lado del hombre. Pulso leve en la carótida, piel blanca y pegajosa, diaforético. Respiración débil, pero regular.
—Señor, ¿me puede oír?
Un cabeceo afirmativo.
—Abra los ojos.
Lo hizo, y se mostraron sorprendidos, como si hubiesen estado apagados. Lo mismo podía decirse de las pupilas. Y el hombre siguió con la mirada el dedo de Christian cuando este se lo pidió.
—Señora, ¿sabe usted si tiene problemas de corazón?
—No creo. Me estaba diciendo que no había comido nada en todo el día.
Lo cual significaba, probablemente, que tampoco había bebido gran cosa. Christian ya le estaba acercando una silla para colocarle las piernas en alto.
Leve infarto. Ataque al corazón. O puede que tan solo una bajada de azúcar, hipertensión.
Mientras revisaba sus constantes vitales, Christian empezó a perder fuelle. Pero ya se habían congregado algunos mirones, dejándole indiscutiblemente claro que, al saltarse la estricta disciplina de los últimos años, se había hecho visible. Vulnerable.
—¿Sabe si es diabético?
—No creo. No lo sé. Solo somos compañeros de trabajo.
Un hombre joven, con los brazos tatuados con animales imaginarios, había salido de detrás de la barra para preguntar si podía hacer algo.
—Lo más probable es que solo se trate de una bajada del nivel de azúcar en sangre, pero podría ser cualquier cosa. ¿Alguien ha llamado a una ambulancia?
—Está de camino. Habría que… En alguna parte… —Señaló a su alrededor, como si no le quedaran palabras.
—Vale. —Aquejado de un vértigo repentino que le llevaba a no saber dónde estaban arriba, abajo, derecha e izquierda, pues no tenía nada a lo que agarrarse, Christian no estaba muy seguro de poder ponerse de pie, ni tan siquiera de poder moverse. Afortunadamente, fue recuperándose.
Miró el reloj. O ese hombre tenía una paciencia infinita, virtud rara entre los policías, o Sayles se había saltado la cita.
Pero, por encima de todo, él tenía que largarse de ahí antes de que llegaran los camilleros y se pusieran a hacer preguntas.