Muñecas.
¿Qué coño pintaban ahí las muñecas?
El tema había surgido hablando con Héctor en el tono habitual: que puede-que-él-hubiese-oído-que-alguien-había-oído, algo que no servía para nada o era incomprensible, aunque muy de vez en cuando se colara por en medio de aquel fárrago algún detallito relevante. Y luego, cuando volvió a casa, acabado su turno, cuando ya no tenía que tirarse una hora dentro del coche, a la salida de la residencia, vigilando sombras y siluetas que pasaban ante las ventanas, ahí estaba la cosa, en el cuaderno: «Póngase en contacto conmigo, por favor. Esto es solo para usted. Vendo muñecas». Se preparó un trago y se sentó a revisar sus notas.
Muñecas.
Y ahora se hallaba contemplando de nuevo esa puesta de sol en Camelback. Últimamente, la cosa había salido mucho por televisión. Graves estaba testificando en una vista preliminar sobre un tío al que por fin había pillado, acusado de asalto con agravantes, tras zurrarle la badana a conciencia al muy hijo de puta. Esta vez no habían sido capaces de hacer las cosas con suavidad, y la verdad es que tampoco lo habían intentado.
Por el pasillo formado entre las mesas apareció Robert con su carrito y sus auriculares enchufados no a un iPod, sino a uno de esos transistores de bolsillo que ya no se veían por ninguna parte, un trasto que le acompañaba desde la infancia, como él mismo se encargaba de explicarle a todo el mundo. Era el cartero, aunque ya nadie recibía cartas. Básicamente, Robert se dedicaba a repartir memorandos, peticiones de donaciones y cosas por el estilo, y con los envíos que iban dirigidos a alguien en particular solía hacerse un taco. Su padre había trabajado en eso diecinueve años. Le faltaban cinco meses para jubilarse y empezar a cobrar su pensión cuando lo atropellaron y le pasaron por encima cuatro o cinco coches. Llegó muerto al hospital. Justo después de eso, el jefe le dio a su hijo el trabajo, y que tiene desde entonces, hace diez o doce años ya. Robert tendrá unos treinta.
Sayles le dio las gracias y le echó un vistazo al sobre que le acababa de entregar. Luego se lo llevaría a Barry Vandiver.
Robert, que era de los que nunca paran quietos aunque no tengan nada que hacer, que era casi siempre, se quedó plantado junto al escritorio de Sayles. Este le vio quitarse los auriculares e introducírselos cuidadosamente en el bolsillo de la camisa, junto a la radio.
—¿Tiene un momento, inspector? ¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto. —Empujó una silla con el pie hasta dejarla al alcance de Robert, pero este permaneció erguido.
—No sé qué hacer —dijo.
—Vale.
—He encontrado algo y no sé qué hacer. —Su mirada se cruzó con la de Sayles y la apartó de nuevo—. Estaba buscando una cosa de la que me acababa de acordar, una camisa que llevaba mi padre, azul con rosas rojas, muy bonita. Pensé que igual me quedaba bien. Todo lo suyo está en el armario del otro dormitorio.
¿Al cabo de diez o doce años?, se preguntó Sayles.
—Pero al principio no podía encontrar la camisa. Estaba todo plegado en una bolsa de plástico de la lavandería, junto a algunas camisas de vestir, dentro de una caja en el estante de arriba. Y esto también estaba en la bolsa.
Robert le mostró un cuaderno delgado, de los que usan los polis para tomar notas en el lugar de los hechos. Lo sacó del mismo bolsillo en el que llevaba la radio. Sayles lo cogió y miró la primera página, echándole a continuación un rápido vistazo. Nombres en una columna —principalmente iniciales— con fechas y sumas de dinero. La cosa no dejaba mucho lugar a dudas. Miles y miles de dólares a lo largo de los años.
Sayles miró a Robert. ¿Lo sabría? Nunca era fácil saber qué era lo que entendía Robert y lo que no. No podía deducirlo de sus ojos, de su rostro. Un resplandor, tal vez. Una sospecha.
La mayoría de las personas, cuando te preguntan qué deberían hacer, solo esperan que bendigas lo que ya han hecho o decidido hacer: dime que tengo razón. Esta vez era diferente. Robert sí que estaba pidiendo consejo realmente.
—¿Qué ha dicho tu madre?
—No me habla mucho últimamente. Y además, aún no se lo he contado.
—No lo hagas —dijo Sayles, devolviéndole el cuaderno—. No es nada. Vuélvelo a meter en la caja, Robert.
—¿Está usted seguro?
—Totalmente. Mételo en la caja y déjalo allí.
—De acuerdo. Gracias, inspector.
Robert se volvió a guardar el cuaderno, sacó los auriculares y se los introdujo en las orejas y siguió empujando el carrito por el pasillo.
Puede que no hubieran cruzado más de diez palabras en todos esos años. Así pues, ¿por qué le había escogido Robert para abordar ese asunto? Para compartir lo que debía de ser el único dilema moral que él…
Bueno, eso era una estupidez. ¿Qué sabía él de Robert, a fin de cuentas? Igual, bajo esa aparente abulia, Robert bullía constantemente con dilemas morales y de todo tipo. Damos por sentadas muchas cosas que igual no están tan claras.
Pero esa línea de pensamiento se le antojaba tan idiota como la otra.
Cuanto más de cerca miras la cosa más sencilla, cuanto más la investigas, más complicada se va haciendo. ¿Cómo podía nadie ser tan tonto como para creer que entendía algo?
Robert había aparcado el carrito contra la pared y se dedicaba a limpiar las dos cafeteras para poder preparar más café.
Muñecas.
¿Y quién era ese tío? Había recurrido a Lee Volheim, el técnico del departamento al que conocía mejor, para que hiciera un seguimiento del e-mail. Había rebotado entre media docena de servidores, le dijo Volheim, origen comercial, una biblioteca, una tienda de fotocopias, un cibercafé. Algo por el estilo. Hasta ahí llegaba.
«Vendedor de muñecas: deberíamos vernos», le había escrito Sayles, sugiriendo para la ocasión un lugar público, al aire libre.
«No», decía la respuesta. Tendría que esperarse un ratito, mientras el mensaje rebotaba (ahora ya lo sabía) cual bola de una máquina del millón.
«Entonces, ¿dónde?».
«Aquí».
«¿?».
«En la red».
Claro, se dijo Sayles. Aquí. Donde puedas seguir siendo un espectro.
Justo después de eso, Graves y él recibieron una llamada: intento de asesinato. Resultó que había tenido lugar en uno de esos lujosos edificios de oficinas que hay en Scottsdale Road, cerca del Biltmore Fashion Park, todo cristal cobrizo y reflejos de luz solar. Se encontraron a un hombre sentado frente a su escritorio, muerto y más pálido que cualquier otro cadáver que Sayles hubiera visto hasta entonces. Tenía la mano derecha clavada a la mesa —de madera de teca, aparentemente— con un abrecartas en forma de espada de samurái. Su secretario, el espadachín, estaba sentado en una silla cercana, con las rodillas muy juntas, las manos en los brazos del asiento y sonriendo.