13

—Pero estás bien, ¿no?

—Sí. ¿La policía ha estado aquí?

—Los vi en el patio delantero y me acerqué para cerciorarme de que estabas bien. Alguien avisó de que había un merodeador por el barrio.

La señora Flores había saludado a Jimmie desde el porche y fue hacia él cuando este dobló la esquina.

—¿No han intentado entrar en la casa?

—Decían que solo estaban revisando los patios. Controlando la situación.

Haciendo un alto ante la puerta, Jimmie dijo:

—Si se espera un momento, le voy a buscar su recipiente.

Pero ella le siguió y se quedó ante la puerta de su casa. Jimmie fue a la cocina y volvió con el utensilio.

—Lamento haber tardado tanto en devolvérselo. Las enchiladas estaban muy buenas. Deliciosas.

—¿Tú madre no cocina mucho?

—Sí que cocina. Pero no comida mexicana.

—Podría enseñarte a hacerlas, igual que yo, si te apetece.

—Gracias.

La mujer no dejaba de recorrer la sala con la vista. Ahora, sus ojos se cruzaron con los de Jimmie.

—¿Cuánto hace que no están? —preguntó.

—¿Cómo?

—Tus padres. ¿Cuánto tiempo llevan fuera?

—Bueno…

—Hay mucha gente que no repara en lo que no les afecta. Pero hay gente que sí. Yo hace un tiempo que lo sospechaba. Eres un chico espabilado, lo has hecho muy bien. —Meneó la cabeza—. La gente de por aquí mima demasiado a sus hijos. Pero tú tranquilo, que nadie se va a enterar por mí. De donde yo vengo… —Se quedó callada unos instantes—. La manera en que te educan, tu forma de pensar… Hay mucho de eso que no cambia. Pero escucha una cosa.

—¿Sí, señora?

—Si necesitas algo, si tienes algún problema, sea lo que sea, me lo dices, ¿vale? ¿Podrás hacerlo?

—Sí, señora, claro que puedo.

—Eso está bien.

—Gracias, señora Flores.

La vio marcharse acera abajo, pensando en que se movía como una mujer más joven y delgada de lo que era. De regreso a su porche, en la mecedora, le saludó y se inclinó para recoger del suelo su vaso de té helado. Jimmie entró en casa, recogiendo el correo que estaba tirado junto a la puerta. Un sobre grueso de 10 × 20 se había quedado atrapado en la ranura del buzón, y él le echó un vistazo al remitente, cuyo nombre estaba escrito a máquina, con cavidades en la o y manchas de tinta vieja en la e. Slowdown Time, una web de coleccionistas a la que recurría en ocasiones, así como una de las pocas firmas de su estilo que aún publicaba un catálogo en papel.

Hambriento como estaba, se fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche. Estaba ahí de pie, mirando el frigorífico, cuando oyó un crujido de tablas.

Había alguien en el porche, tratando de atisbar el interior de la casa. No se podía ver gran cosa, claro está, entre la espesa pantalla metálica y las cortinas. Pero ahí no debería haber nadie. Ella no debería estar ahí.

Una mujer.

Que ahora se había apartado del porche y, con las manos en torno a la cara, intentaba ver algo a través de las ventanas de encima del fregadero. Llevaba el pelo recogido y hacia arriba, a saber cómo habría conseguido algo así.

Llamó a la ventana.

—¿Hola? Te estoy viendo, James… ¿Eres tú?

Así que se trataba de alguien que le conocía. O que había oído hablar de él. Alguien que había ido en su busca. La mente se le llenó de pensamientos, y ninguno de ellos era bueno.

Primero la policía, y ahora esto.

Cuando abrió la puerta y la vio, la reconoció de inmediato. Había cambiado, pero tampoco tanto. Parecía más joven de como él la recordaba. Llevaba unos tejanos sueltos, una camiseta cuyo estampado imitaba una chaqueta de esmoquin y unos zapatos planos de color negro. Ahora se acordaba de lo del cabello, una especie de moño, siempre se lo hacía cuando se ponía elegante. Se la veía ligeramente ida.

—¿Jimmie? ¿Eres tú? ¡Dios mío, cómo has crecido!

Se apartó de la puerta para dejarla entrar. ¿Cojeaba? En cualquier caso, se apoyaba siempre en la pierna izquierda. Se le acercó y le pasó la mano por la cabeza, como para arreglarle el pelo. Llevaba las uñas cortas, no tan largas como él las recordaba.

—¿Dónde está tu padre? ¿Dónde está Jim?

—No está por aquí.

La mujer sacó un vaso del armarito, lo llenó de agua del grifo y se dio la vuelta, apoyada en el fregadero. El vaso era uno de cuando él era pequeño. Tenía ositos en el cristal.

—Supongo que no puedo esperar que te alegres de verme. Pero a mí me encanta verte a ti. Tienes muy buen aspecto, Jimmie.

Se bebió el agua de un solo trago.

—¿En qué curso estás ya? ¿Octavo? ¿O vas al instituto?

—Algo así.

—Y seguro que sacas buenas notas.

—¿A qué has venido? ¿Qué quieres? —dijo Jimmie al cabo de un instante.

—Quería verte. —Enjuagó el vaso y lo dejó en la pila—. Pero tengo que hablar con Jim, con tu padre.

—Después de todo este tiempo.

—No ha pasado tanto, Jimmie.

—¿Y no habéis estado en contacto?

Apartó la mirada.

—Jimmie… —La mujer dio un paso hacia él—. Lo que pasaba entre tu padre y yo no puede salir de aquí, ¿vale? Es cosa nuestra.

—Si tú lo dices…

—¿Sigue trabajando en Ralph’s? Puedo dejarme caer por ahí. Voy a tener que volver muy pronto.

—No está allí.

—Vale. Entonces, ¿dónde?

—¿Te crees que eres la única que puede largarse?

La mujer miró a su alrededor mientras empezaba a atar cabos.

—Estás tú solo, ¿verdad? —preguntó.

Y Jimmie asintió.

—Se fue poco después de que tú… te largaras. Desapareció. No sé qué le hiciste. Ya hace cosa de un año.

—¿Y tú estás bien? ¿Cómo te lo has montado? ¿De qué vives?

—Vendí tus dólares de plata.

—¿Mis qué?

—Tus dólares de plata, los que te dejó el abuelo. Estaban en el fondo de un cajón. Y el coche de papá. Y algunas cosas más.

—No tuviste más remedio. ¡Ay, Jimmie! ¿Qué te hemos hecho? ¿Cómo pudo pasar todo eso?

—No me quejo. Estoy bien.

—Eso parece. Evidentemente, lo de necesitar a los padres está sobrevalorado. Aunque nunca te cuidamos mucho.

Dio otro paso hacia él, vio cómo el chaval resistía la tentación de retroceder y fue ella quien lo hizo.

—Así pues, ¿no sabes dónde se ha metido James? ¿No te ha llamado ni te ha escrito?

—No tengo ni idea de nada.

—Pues vaya… Intuyo que eso complica las cosas o las simplifica.

Había dado unas vueltas por la cocina y ahora se mantenía de pie junto al frigorífico, pasando suavemente el dedo por una hoja de papel con un dibujo desvaído. Edificios oscuros sobre calles vacías. El tercio superior de la hoja estaba rabiosamente garabateado de negro. Jimmie lo había apuñalado a conciencia con uno de sus lápices de colores.

—Me acuerdo de esto. Habías visto una película en la tele, una de unos extraterrestres que parecían unos nabos enormes y que venían a destruir el mundo. Se apoderaban de la mente de las personas, una a una. Tú dibujaste esto al día siguiente y nos dijiste: «Así es como va a pasar realmente». Tenías cinco años. A medida que crecías, lo íbamos subiendo por la puerta. Y mira dónde está ya.

Volvió a la ventana.

—Y mira dónde estamos nosotros. —A continuación, se dio la vuelta y dijo—: No puedo quedarme, Jimmie. Pero ¿te parece bien que venga de vez en cuando? ¿Cuando pueda?

—Si insistes…

—Estupendo. Pues pronto nos volveremos a ver. Cuídate mucho. Aunque eso es exactamente lo que has estado haciendo, ¿verdad?

Jimmie se quedó en el umbral cuando ella se fue, mirando hacia el árido patio trasero. ¿De verdad había llegado a jugar ahí? Parecía tan improbable, o tan lejano… Vio que la pantalla de la puerta estaba hundida por la parte de abajo. Tendría que arreglarla.