Había tocado fondo cuatro años atrás.
Se llamaba Les Baylor y desempeñaba el turno de medianoche en un asilo, había pasado allí casi toda su vida adulta, veintitantos años. Sus rutinas habían sido muy fáciles de detectar porque eran simplemente eso, rutinas y nada más. Vivía en un bloque de apartamentos, anodino, descuidado y poco poblado, situado a ocho manzanas del asilo. De camino a casa hacía un alto en la Sala de Recuperación para tomarse una cerveza, ya que ese local abría a las seis de la mañana; casi cada tarde, a última hora, solía visitar también ese establecimiento. Su límite estaba en dos o tres cervezas. Desayunaba en la cafetería del asilo. Alguna que otra noche se acercaba al Blackhawk Diner para tomarse el plato del día; las demás, cenaba en casa, un bocadillo o una pizza a domicilio.
Cumplido el encargo, Christian se quedó plantado en el apartamento, mirando alrededor. Qué existencia tan espartana había tenido lugar ahí. No había televisión, solo una docena de libros de la biblioteca que nunca habían sido devueltos. Tres radios, una para cada cuarto, incluido el baño. Tejanos, camisas y monos de trabajo plegados y puestos uno encima de otro en los estantes de acero de un único armario; calcetines y calzoncillos tirados, hechos un gurruño, en una cesta para la ropa sucia. Nada de medicinas en el cuarto de baño, solo útiles de aseo: peine, cepillo de dientes, cuchilla de afeitar trufada de restos minerales. En la cocina, bolsas de cereales saludables, una garrafa de zumo de naranja, queso y embutidos, mostaza, leche, pan negro.
Simplificar, simplificar.
Evidentemente, no debería ni preocuparse ni seguir ahí, haciéndose preguntas. Y curiosamente, lo que le rondaba por la cabeza no era el «porqué», sino el «quién». Ese hombre que yacía en la cama como si estuviese dormido había ocupado muy poco espacio en este mundo. Trabajaba, comía, dormía. Y escuchaba la radio, según parecía. Carecía de familia y de amigos evidentes, aparte de un par de compañeros de trabajo con los que a veces se tomaba algo en la Sala de Recuperación al acabar el turno.
El motivo, el porqué, pertenecía a la persona o personas que lo habían organizado todo. Pero ¿qué se podía decir del hombre en sí mismo, de ese tal Les Baylor? ¿Había dejado alguna huella a su paso por el mundo? ¿Y en qué consistiría esa huella, para que alguien quisiera verlo muerto?
Christian manoseó un poco la ropa, recogió zapatos para observar suelas y cordones, revisó facturas y cartas recientes que había sobre el escritorio, carcomido por las polillas y que se estaba desintegrando ya por las esquinas. Encendió las radios una a una. Dos de ellas estaban sintonizadas en sendas emisoras de música clásica; la otra emitía banalidades de ascensor.
Encontró el sobre marrón de 20 × 30, en el que ponía «Cuentas archivadas», detrás de los libros de la biblioteca, puesto de pie. Faltaba un aspa de la presilla de cierre. Abrió el sobre, le echó un breve vistazo y se lo llevó.
De vuelta en el Motel Hacienda, lo abrió de nuevo y dejó caer su contenido sobre una mesa no muy distinta de la que había en el apartamento de Baylor. Encima de todo había un cuaderno de tapas duras que contenía nombres y breves biografías, casi un centenar, supuso, una por página; había tantas anotaciones que el cuaderno parecía haber doblado su grosor.
Dav Goodman, nacido en 1919, fusilero en la Segunda Guerra Mundial. Trabajó como vendedor, al principio de comida para ganado, luego de herramientas de ferretería y, finalmente, de muebles. Se jubiló al contraer Parkinson. Una hija, que vive en algún rincón de Iowa y que tampoco goza de muy buena salud. El hijo murió «hace unos años».
La cosa seguía en ese plan un buen rato, hasta terminar con «Falleció el 9 de abril de 1998», una fórmula que se iría repitiendo.
Shelba Adari, nacida en 1988. Corría en el equipo de la universidad hasta que se desplomó en la pista durante el entrenamiento y descubrieron que se le había roto la tibia. Cáncer, que no tardó en extenderse por todas partes. Patrick, el estudiante de Derecho con el que estaba prometida, iba a verla cada viernes.
«Falleció el 21 de diciembre de 2005», concluía esta entrada. Las fechas de la muerte estaban escritas con una tinta diferente a la de los demás textos, y era de un color verde muy poco corriente, prácticamente esmeralda.
En el sobre, además del cuaderno, había un fajo de cartas, agrupadas con un clip muy dado de sí y escritas en diferentes tipos de papel. Ninguna tenía dirección, fecha o encabezamiento, pero algunas mostraban una única letra en la parte superior izquierda.
K,
Hay mucho dolor en este mundo. No sé cómo lo soportamos. Extendemos la mano en busca de la bolsa de comida para llevar que nos pasan por una ventanilla y, mientras tanto, una ciudad entera está siendo destruida, se transportan bombas hacia los centros comerciales en viejos Toyotas, los niños se mueren de hambre.
Por la ventana de su habitación del motel, al otro lado de la calle, podía ver un pequeño centro comercial. Eso podía ser bombardeado, pensó, a juzgar por su aspecto. De los seis negocios presentes, solo el del final, una tienda de conveniencia, mantenía su actividad; los demás se estaban desmoronando y tenían el escaparate cubierto de porquería, mierda de pájaro y grafitis hechos con aerosol. Había una mujer joven sentada en lo que quedaba de la acera de delante de la tienda de conveniencia, apoyada contra la pared, hablando por el teléfono de la cabina de al lado.
D,
Cuando yo tenía ocho o nueve años, durante el camino hacia la casa de mi abuela en Pine Grove, nos topamos con un accidente que acababa de ocurrir. Un camión viejo y sin parachoques se había salido de la carretera y había volcado. El conductor, que a mí me pareció muy mayor, como esos viejos barbudos y gruñones de las películas del Oeste, estaba atrapado bajo el marco de la puerta y, cuando por fin pudo liberarse, que era más o menos cuando llegamos nosotros, la mayor parte de la pierna se le había quedado dentro. Mientras mi padre improvisaba el torniquete que le salvaría la vida, yo me senté junto a la niña y le puse la mano en la frente. Tenía un año o dos menos que yo y no era posible que fuese su hija, pensé, con lo viejo que era aquel hombre. Murió con mi mano en su cabeza, justo cuando mi padre acababa con lo suyo y levantaba la vista.
Hacemos lo que podemos para aliviar el dolor ajeno, creyendo que así aliviaremos también el propio. Pero no es así. En vez de eso, el dolor de los demás se añade al nuestro. No borramos el suyo, sino que nos lo apropiamos. ¿Es posible que, mucho más allá de nuestra comprensión, haya algún tipo de equilibrio? ¿Que el sufrimiento sea como una materia del universo, que solo haya una cantidad limitada, siempre la misma, y que todo lo que podamos hacer sea reordenarla, sacarla de un sitio para ponerla en otro?
K,
Todo tiene un precio, hasta el bien que hacemos. Dav, el señor Dahlhart, Belinda Chorley, Jerry («No el presidente») Ford, Joe Satcher… Ahora todos descansan en algún lugar en el que el dolor, el ansia, la furia y hasta sus propias enfermedades ya no pueden alcanzarlos. No fueron los ángeles quienes se los llevaron suavemente, como en aquella vieja canción, ni el ángel de la muerte ni ningún otro, porque no existen los ángeles. Todo depende de nosotros.
Debemos ser nuestros propios ángeles.
El primero fue un señor llamado Sheldon. Su corazón, largamente atormentado por el enfisema, se estaba rindiendo por fin; para entonces, ya tenía la piel apergaminada y prácticamente azul, hasta el punto de parecer un trozo de barro reseco, lleno de grietas, fisuras y descoloración. Había sido un trabajador concienzudo y construido «la mitad de las estupendas carreteras de este estado». Tenía una hija que era retrasada mental. («¿Crees que fue culpa de mi tendencia a la bebida? En aquellos tiempos, yo bebía como una esponja».) Ella le visitaba una vez al mes, el primer viernes, junto a su hijo, que parecía ser también su cuidador. Al final, cuando yo estaba allí, a su lado, y el señor Sheldon empezó a darse cuenta de lo que pasaba, me pidió que le llamase Billy.
Incluso el héroe, el ser suprahumano, tiene que pagar un precio por el poder que ejerce. Una debilidad espantosa, un dolor insoportable, una vejez desordenada. Exilio. Locura. El don que ha recibido, y que él otorga a su vez, le mantiene eternamente al margen.
Hay que pagar un precio.
Y la factura siempre acaba llegando.
Eran, en total, dieciséis cartas (si es que eso es lo que eran), algunas escritas de un tirón; otras, con interrupciones, cambios, insertos garabateados entre las líneas o en los márgenes de la hoja. Christian empezó por el principio y se las leyó y releyó todas, preguntándose a quién podrían estar dirigidas, intuyendo un posible patrón o confiando en que hubiese uno: cierta coherencia, una línea concreta.
No olvidaría fácilmente esa época. Aquel mes, tras semanas de creciente dolor, de sangre en el retrete y vómitos frecuentes, sentado en una habitación bien iluminada que parecía no haber sido muy utilizada, rodeado de muebles de madera clara, había aprendido el nombre de aquello que lo estaba destrozando lentamente.
Cuatro años. Había vencido a la estadística.
Todo consistía en imponerse a las estadísticas. Eso es lo máximo a lo que podemos aspirar todos.
Esta vez, su mensaje «Ya le ha sido enviada la muñeca» no había obtenido acuse de recibo.
Y esa noche, a su alrededor, la ciudad empezaba a arder —un incendio que se había iniciado en la zona industrial situada justo al sur del centro urbano, en una planta empaquetadora de carne, y que se había expandido rápidamente—, aunque él no lo sabría hasta al cabo de varios días, cuando ya estuviese lejos de allí, en otra ciudad y en otra habitación de motel, gracias a los telediarios. Estaba viendo un programa sobre buitres.
No son aves de presa, decía un zoólogo, sino unos pájaros que arreglan los desaguisados que nos rodean. Pueden desplazarse en las corrientes de aire sin aletear ni una sola vez, detectando el olor de un animal muerto desde una altura de setenta metros. Sus intestinos digieren y destruyen los agentes de enfermedades como el cólera, y devoran el ántrax de las carcasas. No se trata de una caza ni de una matanza frenética. El buitre vigila y espera pacientemente un par de días, hasta que los gases empiezan a salir del cuerpo en descomposición. Hay, incluso, uno de ellos, el buitre barbudo, que se especializa en los huesos.
El zoólogo lucía unas patillas tan pobladas y espesas que llamaban poderosamente la atención, hasta el punto de que uno perdía interés por sus ojos y su rostro en general. Christian recordaba cómo le brillaban los ojos a ese hombre mientras explicaba que los trabajadores del zoo, para hacerles la comida más interesante a los pájaros, envolvían carcasas de ratas recién descongeladas en un papel fuertemente atado con un cordel.