Le ardían los pies.
No tenía ni idea de dónde estaba. Podía ver el sol entre los árboles, muy bajo. Lo último que recordaba era un ruido de artillería pesada y el dubudubudubu de las aspas del helicóptero. Ahora todo estaba en calma. Algunos pájaros cantaban, desperdigados entre los árboles. Se oía un rumor a lo lejos que tanto podía deberse al fuego militar como al inicio de una tormenta. En su sueño, si es que se trataba de un sueño, o puede que antes, se había meado encima. Se plantó sobre manos y rodillas, y los insectos se apartaron de él y se alejaron entre las hojas secas.
Dejándose caer de nuevo, se dio la vuelta y, lentamente, se apoyó en las manos hasta conseguir quedarse sentado. Se le estaba pasando el mareo, pero aún no veía con claridad; todo aquello en lo que se fijaba, los árboles, el tocón quemado que tenía al lado, sus botas, tenía dos o tres límites. Necesitó cierto tiempo para deshacer los cordones, mientras la expresión «Murió con las botas puestas» no dejaba de rondarle estúpidamente por la cabeza.
Al principio creyó que era culpa del color verde de sus botas de lona, que le habían manchado los pies. Pero era demasiado verde… Y crecía. Estaba vivo. Recordó una fotografía que le había enseñado un tío suyo de su casa de Nueva Orleans: la acera, la madera y hasta los bloques de cemento, cubiertos de una pátina verde. Lo que le crecía en los pies pasaba del verde al negro. No sabía qué parte de aquello eran hongos, moho o piel podrida. Ni quería saberlo. Pero los pies le picaban de mala manera y le quemaban como el fuego.
Tenía los calcetines empapados. Los estrujó todo lo que pudo para secarlos al máximo, se frotó entre los dedos de los pies con un puñado de hojas, se volvió a poner los calcetines y las botas y, agarrándose al tronco quemado, intentó ponerse de pie.
Entonces despertó. «Pero ¿qué coño…?». Saltó instintivamente de la cama y puso en el suelo sus pies ardientes: los dedos se le curvaron en torno a la alfombrilla.
El reloj parpadeaba a las 2.35. Jimmie fue hasta la ventana y miró hacia fuera. No se veía ni una luz. La tormenta, supuso. Pero se la había pasado toda durmiendo. El corazón todavía le latía con fuerza. Resultaba muy extraño lo tranquilo que estaba todo. Los sonidos habituales, que solían pasarle inadvertidos, ahora se hacían notar por su ausencia: el ventilador junto a la puerta, girando para repartir el aire; el suave zumbido de los cables en las paredes; el rumor del refrigerador, a dos cuartos de distancia.
Aún no le había devuelto el recipiente a la señora Flores. ¿Por qué pensaba ahora en eso? Lo ignoraba. ¿Por qué no lo había hecho ya? Ni idea. Había limpiado y secado el recipiente, que llevaba en la encimera desde entonces.
También se suponía que debía hacer algo más…
Hacía tiempo que había pasado la tormenta. Observó un helicóptero de la policía trazando círculos en el cielo, hacia la autopista de Black Canyon, con las luces azotando el terreno. Volvió la luz. Escuchó el clic de los relés en el sistema de refrigeración, sintió una breve brisa procedente del ventilador, que volvió a pararse. Se había quedado dormido sin apagar las luces, que habían vuelto el tiempo suficiente para que sus ojos tuvieran que adaptarse de nuevo a la oscuridad. Mientras eso sucedía y las estrellas volvían a brillar en el firmamento, lo recordó.
El telescopio.
Se suponía que debería haberlo enviado hace días. Se lo había comprado a una señora de Texas cuyo abuelo acababa de morir. Lo había fabricado una empresa, dedicada en principio a procesar películas en 3D, que había introducido en el mercado, durante un breve lapso de la década de los cincuenta, un montón de productos ópticos de gran calidad y bajo coste: microscopios, binoculares, gafas de lectura, prismáticos… El telescopio compartió su año de nacimiento, 1957, con el Sputnik. Y el tío de Seattle que coleccionaba todo tipo de cosas relacionadas con esta nave debía de estar preguntándose adónde había ido a parar su oneroso telescopio.
No solía olvidarse de esas cosas, casi nunca le pasaba. Puede que esos sueños le estuviesen haciendo más efecto de lo que creía. Que le estuvieran pasando factura. Debería enviarle de inmediato un e-mail al comprador.
Automáticamente, se fue hacia el ordenador y lo puso en marcha. Nada. Evidentemente. No había electricidad. Y allí de pie, por un momento, sintió algo que al principio fue incapaz de identificar, pero que luego dedujo que era pánico… Ocasionado, se dijo al principio, por su lapsus. Pero se le cayó la venda de los ojos y acabó por entender que lo que sentía era algo mucho más elemental: pavor a estar fuera de contacto, a no disponer de su conexión con el mundo.
Ese momento, esa sensación, pasó con rapidez, pero quedó un residuo tenebroso, una imagen que no se iba.
Cuando las luces volvieron a la vida, se quedó allí de pie, parpadeando.