La luz se había ido en plena noche.
Igual que Josie, aparentemente.
Sayles, que había llegado tarde a casa y se había quedado frito en el acto, ya estaba de pie a las seis, arreglando la cocina, preparando té y café y atisbando el patio cubierto de hojas. Cuidar el césped no era lo suyo, pero pronto tendría que salir allí fuera y barrer; o, eso sí, recoger las ramas caídas y la basura que había llegado volando.
Seguía llevando la misma ropa del día anterior. Colocó en la bandeja el té y un trozo de tarta de café, llamó a la puerta de Josie y se quedó a la espera, como siempre hacía antes de entrar.
La cama estaba deshecha; las sábanas, cuidadosamente plegadas en una esquina de la parte inferior del lecho; la manta y la colcha, en la otra. La mesilla de noche estaba vacía, a excepción de una caja de pañuelos en la que ya no quedaban muchos. En el armarito del baño encontró media docena de pastillas. ¿Y el resto? ¿Habían desaparecido retrete abajo?
Sobre la almohada sin funda y bañada en sudor había un sobre con el boceto de un corazón de tinta púrpura.
Yo sabía que tú nunca estarías de acuerdo y harías todo lo posible para quitármelo de la cabeza, así que este era el único modo de hacer las cosas. Te ruego que me perdones. Nunca tuve la intención de romperte el corazón. Aunque eso sea exactamente lo que estoy haciendo.
Hace mucho tiempo que tengo el número de una línea de ayuda telefónica para mujeres, y esta noche he llamado. Vinieron tres, todas ellas voluntarias que han perdido a sus maridos o a sus hijos, o que son, directamente, supervivientes. Me ayudaron a recoger lo poco que necesito y me condujeron a su furgoneta. Tú estabas roncando mientras nos íbamos. Otra dura jornada de trabajo, supongo. Pero todas lo son, ¿no?
Yo no soy una superviviente, Dale. Siempre lo he sabido.
No quiero luchar contra eso… Contra algo que tú no puedes comprender, pues no forma parte de ti, no está en tu naturaleza.
Por favor, dame un poco de tiempo y ya me comunicaré contigo. Estoy en buenas manos, muy bien cuidada. Sé que puedes encontrarme, pero confío en que, al igual que los del asilo, respetes mi decisión.
Te quiero muchísimo, Dale. Conmigo has sido más bueno que los ángeles.
Eso era todo. Nada de firma: solo un corazoncito más.
Meses atrás, ella había empezado a dejar la televisión puesta a todas horas, de día y de noche, con el volumen bajado hasta el susurro. Le hacía compañía, supuso él. Como si así no estuviera sola. Como si hubiese gente en la habitación de al lado, siguiendo con su vida. Al marcharse, puede que porque estaba ya tan acostumbrada que ni reparaba en su existencia, se había olvidado de apagar el televisor.
Emitían un programa sobre la reconstrucción de una casa.
Se trataba de un equivalente moderno de la oración, suponía. Si las cosas se ponían realmente mal, enviabas un suplicatorio y alguien pagaba tu fianza. Una enfermera había sido tiroteada por un tipo al que había cuidado previamente y que se había ido obsesionando con ella. Ahora se había quedado parapléjica, y eso era lo único que se les había ocurrido a ella y a su marido para no derrumbarse, pues hasta la casa en que vivían se estaba desmoronando a su alrededor. Así pues, aparecieron esos tíos modelo grupo de apoyo, enviaron a la familia de vacaciones y, entre un guirigay de berridos, música rock y chirridos de herramientas, se pusieron a construir una casa nueva.
—¿Dónde estás?
Sayles salió a la superficie. Había aparecido el salvapantallas en el ordenador, un crepúsculo sobre Camelback Mountain; o sea, que llevaba ahí sentado, sin enterarse de nada, quince minutos, por lo menos. Mientras tanto, Graves se le había acercado con su silla con ruedecitas y ahí estaba, oscilando de delante hacia atrás, talón, dedos, talón, dedos.
Hay días, se dijo Sayles, en los que la posibilidad de ser abducido por extraterrestres no suena tan mal. Expulsó lentamente el aire:
—¿Qué?
—¿Algo que no acaba de encajar, cómo sueles decir?
—Exacto.
—Esto ha requerido cierta planificación, darle algunas vueltas. El tío tenía que entrar allí, pasando desapercibido.
—Cierto. Así pues, lo más probable es que llevara un traje, o camisa y corbata, como si trabajara allí, y nada que le hiciese destacar… Eso ya lo habíamos deducido.
—Sabe dónde está Rankin, o lo encuentra sin dificultad. Parece saber lo que está haciendo. Están allí los dos solos, y él tiene un arma. Así pues, ¿por qué no está muerto Rankin?
—Nosotros…
—Pero no es eso a lo que voy. Mira. La pistola se dispara, Rankin arrastra la cafetera de la repisa al caer, la gente que está en el pasillo aparece en cuestión de segundos. ¿Dónde se ha metido el asesino?
—¿Quién sabe? Igual está escaleras abajo. O en el baño.
—Acaba de dispararle a alguien, pero sigue pasando desapercibido y se larga de allí. Nadie le ve. No se trata de un ladrón ni de un marido cabreado, sino de alguien que actúa con frialdad, alguien que ya ha hecho antes algo así.
—Un profesional.
Graves asintió.
—Pero deja el trabajo a medias. Nadie le interrumpe, solo están ellos dos, pero se larga.
Sayles confiaba en la pronta llegada de los extraterrestres. No quería estar ahí con Graves. No quería pensar en Rankin, ni en lo que le había ocurrido, ni en por qué le habían disparado, ni en quién lo había hecho. Y, sobre todo, no quería volver a casa. No le había contado a Graves lo de Josie, limitándose a trabajar como de costumbre. La fuerza no consistía en superar las desgracias, sino en aceptarlas.
Graves empezó a alejarse, pero enseguida volvió sobre sus ruedas.
—¿Algo más? —le preguntó Sayles.
—Pues sí.
—Tú dirás.
—Es la hora del almuerzo.
Ya casi se estaban yendo, levantando papeles del escritorio con el movimiento de sus ropas, cuando el sargento Nichols asomó la cabeza para decirles que tenían un caso nuevo que les iba a encantar, joder.
—¿Dónde habrán metido el cerdo?
Sayles se lo quedó mirando.
—Por la sangre, quiero decir —se explicó Graves—. Es un chiste muy viejo. Va de un tío que…
—Ya me sé el chiste, Graves. Todos nos lo sabemos.
Había muchísima sangre, ciertamente. En la cama. Por el lado de la cama. En la pared de detrás. En la alfombrilla de al lado. Desperdigada por todo el suelo.
—Janice Beck —dijo el agente que había llegado el primero—. Treinta y un años, vive sola, según el que llamó, un vecino, pero hay pruebas de la existencia de un varón y de un niño pequeño.
—¿Algún lugar común?
—Marido ausente.
Un clásico. Como el hijo que aún vive en casa, el amante expulsado del ejército y el jefe que hace horas extras en cama ajena. Sayles miró hacia donde estaba Graves, junto a las manchas de sangre de la pared, con la mano por encima, como hace la gente a veces en los museos, y moviéndola por los lados. Patrones.
—¿Inquilina reciente?
—Algo más de un año, dice el vecino.
—¿El niño?
El agente se encogió de hombros.
—Y no hay cuerpo. Solo eso. —Señaló la cama con la cabeza—. El coche llevaba aparcado en la entrada tres o cuatro días, puede que más, ninguna señal de actividad. Apareció el vecino, nadie le respondió y nos llamó.
Sayles observó los extremos del charco junto a la cama.
—La sangre no es muy antigua. Tres, cuatro días.
—Se empieza a coagular entre tres y cinco minutos después de que le toque el aire —dijo Graves, uniéndose a ellos—. Depende de la temperatura y…
—¿Es una mujer alta? ¿Bajita?
—Metro sesenta y pico, según el vecino.
—En ese caso, tanta sangre debe de representar más del cuarenta por ciento de su volumen. Tiene que haber un cuerpo. Lo registrasteis todo, ¿no?
—Por supuesto. Después de hablar con el vecino, vinimos aquí y nos encontramos con esto.
—¿Cómo entrasteis?
—Con una palanca, por la puerta delantera, que estaba cerrada. La de atrás, también.
—El aire está puesto a veintiuno —dijo Graves desde el pasillo—. Los platos, lavados y puestos a secar. Toallas y trapos, bien colgaditos en el baño, parecen nuevos. Somníferos legales, frasco de Claritin casi lleno.
—¿Armarios?
El agente asintió.
—Ropa, cajas, zapatos. Dos maletas sin usar, con las etiquetas puestas. Y no, no he tocado nada. Solo he mirado.
Sayles le echó un vistazo más atento, pensando en que últimamente casi todos parecían unos críos. Pero este no. Este daba la impresión de saber lo que se hacía. Cincuenta y tantos, pero con la actitud de alguien mucho más joven. Interesante.
—Yo no te he preguntado nada —le dijo.
—Y no sabe cómo se lo agradezco.
Sayles podía oír a Graves deambulando por el salón. Por la ventana vio al compañero del agente recorriendo un patio trasero y un callejón a cual más pequeño. ¿Edad? Veintitantos, pelo al rape, seguro que creía estar «controlando el perímetro».
Apareció Graves.
—Los técnicos están en camino.
El agente se acercó a la ventana y le dio unos golpecitos, mientras hacía unos gestos explicativos.
—Si ya estamos con lo de aquí, Jack y yo nos ponemos con el casa por casa.
—Por supuesto. Y por cierto, buen trabajo.
—No es mi primera vez.
Sayles fue hacia el otro lado de la cama, abrió el cajón de una mesilla de noche que no hacía juego con la otra, lo cerró y echó un vistazo al hueco entre el cabezal y la pared. Había telarañas a punta pala. La cama no estaba alineada con la pared. Las mesitas no lo estaban ni con la pared ni con la cama. Hasta el techo parecía torcido. ¿El paso del tiempo o un trabajo chapucero?
El suelo era de azulejos de los años cincuenta. Sayles recordaba a su padre colocando esa clase de baldosas en la casa de Fisher Road, cubriendo lo que ahora ya sabía que era un antiguo y precioso suelo de madera. Utilizaba una especie de líquido sellador que nunca se secaba del todo, y luego una pasta negra y fofa que parecía alquitrán. Las baldosas eran duras como platos. Había que cortarlas, cuidadosamente, con un cuchillo que era como la mano del Capitán Garfio, y prensarlas en su sitio con un rodillo que pesaba como un muerto. En esa época, Sayles tenía cuatro o cinco años.
Y ahora había algo que le bailaba por la cabeza y que trabajaba duramente para revelarse.
Recorrió la habitación hasta llegar al antiguo vestidor de roble, el espejo lucía manchas plateadas, no había fotografías ni recuerdos deslizados entre la madera y el vidrio; volvió a la cama, a las estanterías en forma de L que había junto a la puerta (un jarrón para flores en forma de capullo, medio lleno de monedas; siete novelas históricas, en edición de bolsillo, muy manoseadas; sobres bien alineados y atados con gomas anchas; un tazón de café con plumas, lápices y limpiadores de pipas), atisbó dentro del armario y del medio baño.
Algo.
Se trataba del olor, observó finalmente, un olor que se imponía a la sangre porque llevaba años allí.
Alcanfor.
Bolas de naftalina.
Se quedó de pie junto al baúl de cedro que había en una esquina del cuarto, recordando el que tenía su madre cuando él era pequeño. No sabía qué habría sido de él, ya no estaba cuando recorría la casa en su triciclo, pero recordaba su olor. El baúl estaba lleno de jerséis y prendas de abrigo que nunca se ponían, así como de sábanas y toallas para unos invitados que jamás aparecían. Y se lo tenían prohibido.
Bajo los cojines de arriba —al parecer había servido como sofá improvisado—, el baúl de cedro no estaba cerrado del todo, y le salía de dentro el olor a alcanfor.
Sayles apartó los almohadones y abrió el baúl sabiendo lo que se iba a encontrar. Era un baúl pequeño, muy pequeño. Había marcas en el torso de la mujer, donde el asesino se había arrodillado a la hora de meter el cuerpo allí dentro. El cuello y los brazos se habían roto durante el proceso. Luego encontrarían el cadáver del niño debajo del de la mujer. Todavía estaba vivo cuando lo metieron en el arcón. Había muerto asfixiado. Ambos lucían en la frente una de esas pegatinas amarillas con una cara sonriente.