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La verdad es que nunca olvidas el primer crimen. Los cuerpos son cosas complicadas. Y él, después de ese crimen, nunca volvió a mirarlos de la misma manera; ni los de las mujeres, ni aquellos de los que se alejaba tras darles la vuelta, ni el suyo propio.

Los cuerpos le habían fascinado desde la infancia. Todo ese relleno húmedo y contundente, riñones, estómagos, vejigas de distintos tipos y tamaños, kilómetros de intestinos, litros de sangre, todo ello contenido en una bolsa de piel apenas más dura que la de un grano de uva. Cuántas expectativas para tan pobre resultado. La más mínima afección en un lugar muy determinado, algún virus vagabundo y todo —en meses de agonía, o en un instante— se iba al garete.

De pequeño, alguien le regaló un Libro del cuerpo. Las páginas estaban divididas en tiras horizontales, y mientras pasabas las tiras una a una, iba apareciendo el interior de la persona: espina dorsal, órganos, músculos, vasos sanguíneos, carne. Era incapaz de dejar ese libro, y no tardó mucho en buscar otros parecidos. Hacia los doce años se sabía mejor los sistemas y las enfermedades que los nombres de sus compañeros de clase; solía deambular por el patio de la escuela o sentarse en las duras gradas del gimnasio con huesos y zonas corporales (tibia, húmero, peroné, peritoneo) dándole vueltas por la cabeza. Tanto los profesores como los padres le consideraban uno de esos raros especímenes que enseguida encuentran una dirección en la vida. A los diecisiete entró en la universidad, completamente becado, con la intención de estudiar medicina. Dos años después, desayunaba cerveza mientras miraba caer la lluvia sobre los manglares y trataba de no pensar en las ampollas que le habían salido en los pies. Ahí tenía otra selva: no paraban de salirle hongos.

Habían recorrido la aldea dos veces. Sin encontrar escondrijos o túneles de ningún tipo, ni la menor prueba de que alguien hubiese vivido allí recientemente. Estaba abandonada. La única prueba de que varias generaciones habían crecido en ese lugar era una jaula con un cerdo y algunos pájaros muertos. Christian había llegado a la última choza cuando un chaval, que no tendría más de diez o doce años, salió de entre los árboles blandiendo una navaja y fue por él. Sin pensarlo, con un solo movimiento, giró el M-14 en dirección al crío y disparó. El chaval explotó, como una sandía contra el suelo. «Lleno de gas —le dijo uno de los veteranos—. Se ponen así a base de comer mal, de zampar hierba porque no hay nada más. Antes de que te lo cruzaras, ese chico ya estaba medio muerto». Mientras regresaban a la jungla, levantó la mirada y vio pájaros volando en círculo sobre los árboles. Primero llegarían los cuervos carroñeros; luego, los demás bichos, tordos, verderones, para alimentarse de los insectos atraídos por la carne muerta y de lo que se hubieran dejado tirado por ahí los cuervos.

Aún despierto, volvió la cabeza hacia la ventana, dejando al descubierto la oreja derecha para poder captar mejor el goteo de la bañera. El grifo, hecho de un plástico color plata, se había rajado, y la gota no venía del extremo, sino de donde el grifo se juntaba con la bañera; una mancha de óxido y depósitos minerales en forma de campana mostraba que esa situación se arrastraba desde hacía tiempo.

No estaba acostumbrado a no saber qué hacer.

Él era un planificador, un ingeniero vocacional, suponía, carecía de la más mínima tendencia creativa. Le encantaba el orden, tener controlado el siguiente paso y acompañarlo hasta su conclusión.

Un profesional, sí… Pero había visto a demasiados profesionales que disfrutaban con esa denominación, a demasiadas personas que habían perdido el contacto con la manera en sí de hacer las cosas, con la habilidad, con la puesta en práctica, y a las que se les había ido la olla buscando El Gran Proyecto, algo de mucho empaque. Aquí no había grandes proyectos. Ni aquí ni en ningún campo.

La otra cara de la moneda era que lo que hacías, tu profesión, podía convertirse fácilmente en una rutina, en una simple jornada laboral, en algo totalmente desprovisto de orgullo, placer y sentimiento.

Había que encontrar el sendero adecuado, el término medio.

Las ventanas temblaron a causa de los bajos de la música de un coche que pasaba por allí. Los bafles debían de ser de tamaño natural. Nunca le había visto la gracia a la música; simplemente, no la pillaba, aunque de adolescente escuchó todo tipo de estilos —clásica, jazz, rock—, tratando de establecer una conexión, si no con la música en sí, con toda esa gente a la que le parecía tan importante. El coche se alejó y el sonido fue remitiendo hasta convertirse en poco más que un ritmo, como si sonaran tambores lejanos.

No sabía qué hacer.

No quedó nada escrito. Durante un tiempo, lo había mantenido todo metido en uno de esos ordenadores personales de bolsillo, pero después de dejarse el chisme en la habitación de un motel de Dallas y volver para encontrarse con que ya no estaba allí, dejó de hacerlo. Ahora se limitaba a apuntar los detalles, solo para memorizarlos mejor, y luego destruía el papel. El carné de conducir, el pasaporte, la tarjeta de la Seguridad Social… Todo había sido obtenido con nombres falsos. No tenía una dirección fija, no recibía correo, carecía de familiares y conocidos, pagaba en efectivo. Su vida no dejaba la menor huella. Cuando muriese, no quedaría prácticamente nada, no habría prueba alguna de que había existido.

El contacto se había producido a través de Internet, por derivación, que es como le llegaba todo el trabajo. Había entrado en la red en un cibercafé de San Diego, un sitio del tamaño de un granero pequeño, con las mesas tan separadas que parecía que cada cliente ocupaba su propia isla.

Me ha hablado de su trabajo un amigo común y me gustaría comentarle la posibilidad de adquirir una muñeca hecha de encargo.

Muñecas, pues eso fue lo primero que se le ocurrió cuando estaba montando el sistema, años atrás. No tenía ni idea de por qué. Las muñecas siempre le habían dado grima. Una anciana a la que conoció de niño tenía la casa llena de muñecas. Levantabas la vista al cruzar un umbral y te encontrabas a una de ellas, con sus mejillas sonrosadas, mirándote fijamente. Estaban en alféizares y estanterías, y en cajas de vidrio, y alineadas en barnizadas sillitas de madera pegadas a la pared.

A lo largo de los siguientes días se había dedicado a marear al cliente por diferentes vericuetos de la red antes de dirigirle a un apartado de correos alquilado una hora antes. Al cabo de tres días, ahí estaba él, en el exterior de la estafeta, y enseguida se plantó ante el apartado de correos y volvió a salir, con el paquete en la mano, entre mujeres con elegantes trajes de chaqueta y viejos con pantalones que les sentaban mal, camisas de poliéster y sudaderas. Esa noche, desde una biblioteca de Carlsbad, justo antes del cierre, envió un mensaje: «Su pedido ha sido recibido y está siendo procesado. Gracias por confiar en nosotros».

Sentado ante el castigado escritorio de su motel, esa misma noche, recién duchado y aún sin vestir, empezó. El escritorio estaba apoyado contra la ventana, a escasos centímetros por encima del alféizar y del aire acondicionado; una corriente de aire, escasa y no demasiado fría, chocaba con el escritorio y subía hacia él. Había chavales patinando sobre el pavimento, desvaído por el sol, del aparcamiento situado al otro lado de la calle, con sus tablas surcando olas imaginarias. Sus gritos le recordaban a los pájaros selváticos.

John Rankin. Cincuenta y un años. Trabajó en una empresa de contabilidad de nivel medio en el área central de Phoenix. Tenía una lista de clientes compuesta de agentes inmobiliarios y pequeños negocios. Poseía una casa antigua, pero espaciosa y muy bien cuidada, en la zona en que se solapan Tempe y Mesa. Su mujer desempeñaba servicios sociales (fuera eso lo que fuese) en una residencia de ancianos. No tenían hijos. Procedían del Medio Oeste, de una zona de las afueras de Chicago, y se habían sentido atraídos por Phoenix (suponía él) a causa de uno de esos cíclicos momentos de esplendor inmobiliario que tienen lugar en la ciudad. En las fotos se veía a Rankin de cintura para arriba, con una chaqueta que casi le quedaba bien, una camisa blanca sin corbata y un cinturón recientemente aflojado en un par de agujeros, pues destacaban sendos semicírculos; Rankin de perfil, en primer plano, preocupado o somnoliento, no quedaba claro; y Rankin de frente, con toda la cara a la vista, una cara fofa y carente de carácter, como si acabara de levantarse de una silla y se hubiese dejado en ella la personalidad.

Christian observó a los chicos del otro lado de la calle y se preguntó, incluso entonces, mientras se armaba una bronca y el más bajito del grupo agarraba el monopatín con las dos manos para atacar a otro, por qué querría nadie ver muerto a ese hombre. La tabla dio en el blanco, el chico grandote se desplomó y todos los demás se dispersaron. Al cabo de treinta segundos, allí no quedaba nadie, salvo ese chaval tirado en el suelo.

Ahora, despierto en otra habitación de motel, en otra ciudad, en lo que casi siempre parece otro país, volvió de nuevo la cara hacia la ventana y se dio cuenta, lentamente, de que no había luces en el exterior, de que se había producido un apagón.

¿Desde cuándo?

Se había tomado una pastilla entera, y en esos casos solía dormir sin saber que dormía, suspendido entre aquí y allá, ni del todo despierto ni del todo dormido, con imágenes oníricas entrando y saliendo de su mente.

La ciudad había crecido de manera impredecible, incontrolable, pasando en unos pocos años de modesta población del oeste a la quinta o sexta ciudad más extensa del país. Las carreteras y las calles no daban abasto para tanto coche; los accidentes eran comunes.

Las luces parpadearon, remitieron, brillaron durante cosa de un segundo y se apagaron. Al norte y al sur-sudeste, sonaban sirenas.

En fin: le excitaba el encargo, tener preparado el siguiente paso, acompañarlo hasta su conclusión. Pero ¿cuál era el siguiente paso?

Su cliente estaba en alguna parte, en una bonita casa o en un espacioso apartamento, en un restaurante, en el despacho de una empresa, esperando la notificación de que la muñeca había sido enviada. Aunque también cabía la posibilidad de que el cliente en cuestión tuviera sus propias líneas de comunicación y creyese que él ya había hecho lo suyo, y fallado.

Ya había fallado dos veces anteriormente, pero nunca de esta manera. Otro depredador le había quitado a su presa. Y si ahora había algún modo de acercarse a Rankin, a él, maldita sea, no se le ocurría. Y con la poli concentrada en el tal Rankin, más le valía mantenerse a distancia.

Así pues, ¿qué hacer?

¿Y qué coño había ocurrido allí?

La sensatez y todos sus instintos le decían que se olvidara del asunto. Que se largara. Que había llegado el momento de mirar constantemente por el retrovisor. Que había que pasar de todo.

De repente alguien llamó a la puerta y una voz dijo: «Es hora de dejar la habitación, señor». La luz del sol se colaba a través de las cortinas. El reloj de la mesilla de noche parpadeaba a las 2.36, que debía de ser la hora en que se fue la luz. Y si había que dejar la habitación, es que eran… ¿Qué?… ¿Las once? ¿Las doce? Había dormido, profundamente, durante horas. Ahora solo le quedaba vestirse y agarrar la bolsa que ya había preparado la víspera. En diez minutos habría desaparecido, solo sería una sombra.