7

Oyó aparcar el camión de Fedex y llegó a la puerta antes de que sonara el timbre.

—¿Cómo va eso, Jimmie? —dijo Raphael, cuya cabeza afeitada estaba reluciente. Llevaba una camiseta amarilla con el dibujo de un pez y el juego de palabras CARPE DIEM bajo la camisa sin abotonar del uniforme.

—Bien. —Jimmie señaló los paquetes acumulados frente a la puerta—. ¿Los has traído todos tú?

—No me puedo quejar. Sigo vivo, tengo trabajo y me espera una cerveza fría en cuanto acabe el turno. Oye, tu padre está que se sale.

—Pues, sí. Gracias, Raph.

—De nada, hombre.

Estaba realmente sorprendido de que la cosa durase tanto. De que, por muy precavido y concienzudo que se mostrara, la engañifa le funcionara.

Al principio se había mantenido a la espera, viviendo de lo que quedaba, comida enlatada, cereales, esperando que alguien se plantara en su puerta, un vecino, inspectores escolares, la policía. Pero no apareció nadie. Por consiguiente, aunque seguía temiendo que algún día lo pillaran, se puso a trabajar con lo que tenía a mano. Y ahora le resultaba muy difícil imaginarse otra vida, otra manera de vivir. Evidentemente, sabía que esa vida se acabaría, aunque no fuese del modo previsto. El cambio era la ley, la única ley que siempre estaba vigente.

Sabía también que esa sensación, esa ilusión de permanencia, era peligrosa.

Por mucho que tuerzas el cuello para mirar por encima del hombro, nunca ves lo que se te viene encima. Como esa historia que tanto le gustaba al Viajero, la del pensador profundo que, como siempre iba mirando a las estrellas, no dejaba de caerse en los socavones.

Aunque, total, tampoco podía ver lo que se le venía encima. Nadie podía.

La señora Flores vivía en una casa de estuco —la cuarta hacia abajo, contando a partir de la de Jimmie— de un color que no era del todo rosa chicle, pero lo intentaba, y con unas puntas de tronco clavadas en las paredes exteriores para hacer como que la construcción era de adobe. La señora Flores siempre parecía estar sentada en el porche, más hundido que el lomo de un viejo jamelgo, o trabajando en su jardín, en el que nunca parecía crecer nada. Cada vez que pasaba por delante, Jimmy hablaba con ella. Al principio se limitaba a un «hola» o un «¿qué tal está?», pero al cabo de una semanas tuvo la sensación de que esa mujer ocultaba algo bajo su voz y el modo en que lo miraba. No es que ella dijera nada en concreto, pero él la había visto mirando más allá, hacia su casa, mientras charlaban.

Esa mañana, a eso de las diez, ahí estaba ella, en la puerta de la casa de Jimmie, sosteniendo un recipiente de metal cubierto con papel de aluminio. Él nunca le abría la puerta a nadie. En general, la gente se largaba. Pero ella no: siguió dándole al timbre, pasando luego al aporreo.

—Enchiladas. Recién hechas. He traído de las verdes y de las rojas. —Echó un vistazo alrededor—. ¿No vas a la escuela hoy?

—No me encontraba bien. Ahora voy.

—Eso es que te encuentras mejor. Bien. —Levantó de nuevo el recipiente—. Igual se las puedo dar a tu madre.

—Está… En el trabajo.

La mujer le dejó hacerse con el recipiente cuando él fue a cogerlo, aprovechando la ocasión para traspasar el umbral. Jimmie se daba cuenta de que si se daba la vuelta para dirigirse a la cocina, ella le seguiría.

—Es usted muy amable. Gracias.

—Bueno, ya sabes lo que pasa, con todo el material que se necesita, no sale a cuenta hacer pocas.

—Pues vienen de perlas. Nos las comeremos para cenar. Mamá trabaja hasta tarde esta noche.

—¿Lo hace a menudo?

—A veces. Me encargaré personalmente de devolverle el recipiente.

—No hay prisa. Tengo un montón. —Se dio la vuelta, cruzó el umbral, se volvió de nuevo—. Te llamas Jimmie, ¿verdad?

—Sí, señora.

Ella le contempló unos instantes y sonrió. Jimmie no estaba muy seguro de haberla visto sonreír con anterioridad.

—Si alguna vez necesitas algo, porque tus padres no están o lo que sea, estoy justo ahí al lado, ¿vale?

—Sí, señora. Y gracias de nuevo.

La vio marcharse, recordando la vez que se detuvo a hablar con ella en su jardín, la llamó «señorita» y ella le corrigió. «Señora», le dijo. El señor Flores había regresado a México. A Jimmie no se le antojaba una buena idea, pero ¿qué sabía él del asunto? «Ese hombre siempre hacía lo contrario de lo que debía —siguió ella—. O sea, que aquí estoy, sola». Y según Jimmy, debía de llevar sola cerca de cuarenta años.

Cerró la puerta.

Algo que sí tenía muy claro era que el día necesitaba una estructura. También era consciente de que la estructura en cuestión daba bastante lo mismo: programas de televisión que había que ver, tareas repetitivas, listas de cosas por hacer, pequeñas ceremonias, lo que fuese. Pero sin eso, se te escapaban las horas, los días y las semanas, nada parecía tener ya la menor importancia y cada minuto era igual que el siguiente.

Las noches no eran un problema. Como siempre decía su madre, dormía el sueño de los jóvenes e inocentes. A excepción, eso sí, de los sueños. Había tenido otro la última noche, algo acerca de una caja, o de un paquete enorme. E incendios. Disparos. Una especie de selva.

Pero su madre tenía problemas con los días y con las noches. Los días, con todas esas horas vacías por delante, como agujeros en los que te podías caer. Las noches, cuando sudaba y hablaba en susurros y recorría la casa durante horas, encendiendo las luces a su paso. Una noche, hacia el final, en la que Jimmie había ido a ver cómo estaba, su madre le mostró un pote de cristal, muy viejo; Dios sabe de dónde habría salido, pero si te acercabas mucho a él, podías ver mosquitos en su interior, puede que media docena de ellos. «Ha sido una buena noche —dijo su madre—. He estado muy ocupada».

Le encantaba arreglar cosas, cazar insectos, encender las luces y pagar facturas. Durante el último año, más o menos, eso fue todo lo que hizo.

Jimmie nunca supo lo que ocurrió, si se fue o si su padre la internó en algún sitio, en algún hospital o residencia. Nunca preguntó nada; hacía mucho tiempo que su padre y él habían dejado de hablar de su madre. Antes de un año, también desapareció su progenitor. Jimmie tampoco sabía de qué manera. ¿Le había dado por salir pitando, sin más? Hacía tiempo que todo le pesaba demasiado. Se notaba nada más verle: el modo en que le agobiaban los días y la lucha cotidiana… Parecía verse obligado a hacer un enorme esfuerzo hasta para seguir respirando. Y si se había producido un accidente, si estaba muerto, seguro que entonces aparecería alguien por la casa.

Aunque tampoco es que eso tuviese mucha importancia. El cambio era la ley. Uno seguía adelante con la vida que le había tocado. Cuando le daba por pensar en ello, Jimmie reconocía el legado que sus padres, inconscientemente, le habían dejado. Mientras buscaba su camino entre las grietas de las rarezas maternas y de la resignación paterna, no tardó mucho en deducir que era él a quien le correspondía trazar las fronteras de su existencia y amueblar las habitaciones de esta para que le resultara cómoda.

Cuando se quedó solo por primera vez, solía aventurarse en el exterior los viernes por la noche para caminar hacia la residencia de jubilados de Madison. Lo consideraba una forma de chismorreo, aunque no tuviese ningún motivo para cotillear. Cada viernes comían pescado frito: era una noche de encuentros familiares, así que siempre había chavales por allí, y todo el mundo suponía que él estaba con alguna de las familias presentes, incluido algún residente que pensaba que había ido a verle a él, pues igual se trataba de uno de sus nietos. La tercera o cuarta noche que dedicó a esa actividad conoció al señor Burkett, que estaba sentado a una mesa junto a una mujer que a Jimmie le pareció su madre, pero que resultó ser su esposa. El señor Burkett había trabajado en lo que él llamaba «clasificación de materiales».

—El vendedor quería estar seguro de que había material suficiente para llenar las hojas de encargo, necesitaba seguridad absoluta al respecto, y nada de líos ni de problemas… Por eso me llamaba a mí. Si necesitaba algo rápido, yo lo tenía todo controlado… ¿Estás seguro de que te interesa todo esto, chaval?

Claro que no, pero le servía para no llamar la atención y le ayudaba a ser un miembro más de la reunión.

Cuando el señor Burkett cerró el negocio, al enfermar su esposa, él mismo se había encargado de hacer negocios por correo, comprando de más para revenderlo. Juguetes, zapatos, productos de ocio y salud. Ese tipo de cosas, decía. Y estaba encantado de contárselo a Jimmie, como cuando largaba sobre la «clasificación de materiales». Explicaba de dónde sacaba las existencias, de la manera más eficaz y barata de empaquetarlas, de cómo organizar los envíos y afrontar los aranceles. Todo eso mientras se mantenía sentado y dando de comer a su mujer, cuya mano sostenía al mismo tiempo.

En esa época, nadie sabía que Harbor Rest se había convertido para Jimmie en su escuela.

Y hoy era viernes. Día de hospital, cuando se llevaban a una docena de pacientes en silla de ruedas, o sostenidos con las manos por los codos, algunos con los labios rojos y húmedos, otros con la piel tan reseca que parecía a punto de desintegrarse con solo tocarla; pegados contra la pared, en desordenada hilera, esperaban los tacatás.

Al principio se había esforzado mucho para descubrir lo que les gustaba. Llevaba una bolsa llena de libros, leía un poquito de cada uno, los miraba a los ojos. Les gustaban las historias en las que pasaban cosas; cosas que parecían de suma importancia. Libros de viajes, misterios tontos con maestros o abuelitas resolviendo crímenes, novelas históricas, daba igual, mientras los acontecimientos se sucedieran. Lo que más les gustaba eran las historias que les aseguraban que el mundo seguía siendo como ellos creían que era, o como les hubiera gustado que fuese. Los libros infantiles y las novelas para adolescentes siempre les parecían bien.

—Espero que sepas lo mucho que te agradecemos lo que haces —le dijo la señora Drummond, como cada semana—. Les da algo en que pensar.

Cada semana, las mismas palabras. A continuación, le felicitaría por no faltar ni un viernes, por llegar a la hora, por ser un joven tan estupendo. Y luego se iría hacia donde estuviese su despacho de Directora de Actividades, con su traje negro de trasero brillante que le hacía bolsas por todas partes.

Esa semana, Jimmie había llevado algo diferente.

Había pillado rápidamente que la mayor parte de las fantasías, así como de la ciencia ficción de consumo popular, giraba en torno a un muchacho —un genio, si se trataba de ciencia ficción; un príncipe o una princesa con poderes mágicos, si de fantasía— que salvaba el mundo. Esta novela, dirigida a los jóvenes adultos (eufemismo con el que el mundo editorial definía a los adolescentes), era una parodia de todo eso. La protagonista era una chica de trece años, cuyos padres habían desaparecido misteriosamente, que vive con una familia a la que siempre se refiere como Los Extraños, y que siente que nunca ha encajado en ningún sitio ni formado parte de nada. (Eso le recordaba a cualquier chaval que él hubiese conocido, se decía Jimmie, pero daba igual.) El caso es que la chica acaba metida en un enfrentamiento entre el Bien y el Mal, el duelo definitivo, que tiene lugar justo en medio de la zona de restaurantes del centro comercial, y ambas entidades se cabrean de tal manera por la aparición de la cría que salen pitando y deciden aplazar su lucha mortal hasta mejor ocasión. Con la ayuda de otro friki del colegio, la chica deduce lo que está ocurriendo, decide que ni hablar y dedica el resto del libro a la misión que se ha impuesto; pero, pese a sus buenas intenciones y actos rayanos en el heroísmo, no para de meter la pata y solo consigue empeorar las cosas a lo grande.

Las velas de la suerte —anunció Jimmie, informando a continuación del nombre del autor.

La lectura se desarrollaba en lo que se conocía como la sala común, que era también donde comían los residentes, y que a Jimmie le recordaba bastante al viejo gimnasio de su escuela elemental, que se convertía en cafetería con solo juntar unas cuantas mesas plegables. A esos olores familiares a cerrado, ansiedad, comida revenida y cuerpos agrios se añadían algunos nuevos: productos de limpieza, medicamentos, los perfumes pungentes que llevaban la mayoría de las mujeres, el acre pestazo de sus permanentes.

Tras probar diferentes sillas, Jimmie se había sentado en una de ruedas que siempre parecía estar allí, en un rincón del cuarto, sin que nadie la usara. Carecía de soporte para las piernas y de estribos. Con los pies plantados en el suelo, se dedicó a mover la silla adelante y atrás mientras leía.

Alguien había metido un pollo muerto en el buzón de Carrie. El pollo no era de verdad, sino de goma, pero aun así… Y estaba evidentemente muerto, con esos ojos velados y ese cuello fofo. Ella había salido de casa confiando en encontrar el ábaco que había pedido la semana anterior. Desde luego, si algo no se esperaba era un pollo muerto. El viejo señor Cody, que vivía en su misma calle, le había hablado de los ábacos y se había ofrecido a enseñarle a usarlos, si es que se hacía con uno. Parecían muy interesantes, así que entró en Internet y solo necesitó ocho minutos para localizar una fuente adecuada, un tío de Maine que cortaba su propia madera. Su web estaba cargada de frases y citas acerca del regreso a una vida más sencilla, de intrusiones gubernamentales y de guerras de las que ella nunca había oído hablar.

El pollo era un mensaje, suponía… Pero ¿de qué? ¿Y de dónde procedía?

Carrie miró a su alrededor. Vio la furgoneta de correos plantada en la esquina y oyó gemir al perrito de la casa de al lado (el que parecía una bola de algodón de azúcar, según su padre).

Eso era un martes. Sus padres llevaban desaparecidos una semana.

Al cabo de una hora, Jimmie levantó la mirada y detectó el rostro de la señora Drummond flotando al final de la sala, detrás de los oyentes. Parecía que no se atrevía a interrumpirle, pensó, y cuando le dijo: «Gracias, James, se nos ha acabado el tiempo», el público protestó y le suplicó que dejara seguir leyendo al muchacho.

—James tiene que volver a la escuela —dijo ella—. Tiene un permiso especial para salir y venir aquí a leer. Y ahora tocan actividades. Pero ya seguiremos con el libro la semana que viene, ¿verdad? Démosle las gracias a este estupendo joven.

Nadie se sumó a la propuesta, todo el mundo se limitó a seguir mirando al frente. Jimmie entendió que eso no tenía nada que ver con él, que era el único canal de expresión que les quedaba a los internos. Muchos de ellos sonrieron cuando se guardó el libro en la mochila y se despidió.

Se estaba levantando viento y el cielo se oscurecía en la distancia, más allá de Camelback. Lo más probable era que otra tormenta de polvo se estuviese acercando a la ciudad. Jimmie le quitó la cadena a la bici, dejó la mochila en la cesta delantera y se ató las cintas que le unían al manillar. La bicicleta era muy buena, una Schwinn de aluminio de cuarenta años de antigüedad, en perfectas condiciones, que había requerido una serie de complicados trueques que empezaron en una web de bicis antiguas y continuaron por muchos otros sitios de la red.

Junto a un árbol, tres pájaros de largo pico torcido se dedicaban estridentemente a sus asuntos. Uno no paraba de alejarse del árbol, para luego lanzarse hacia él con las alas extendidas y la cabeza baja, como si volara. Otro se dedicaba, básicamente, a graznar y farfullar, mirando a su alrededor como suele hacer la gente cuando está montando el número y quiere saber si alguien la mira. El tercero, simplemente, parecía de lo más confuso.

Cerca de allí había dos hombres en un coche, el conductor repantingado, el otro muy tieso, ambos mirando hacia delante, uno de ellos hablando. Cuando el coche se puso en marcha, los tres pájaros se quedaron congelados un instante. Cuando se alejó, abandonando el aparcamiento y dejando atrás los pájaros, los dos más agresivos emprendieron el vuelo, dejando al tercero bajo el árbol.