—Mucha mierda, ¿vale?
Miró a Graves, que rebañaba con el índice un pote de yogur. Aparentemente, la cuchara no le bastaba.
—¿Qué?
—Que mucha mierda… Es lo que dicen los del teatro. —Graves se chupó el dedo—. Para tener buena suerte. —El yogur vacío fue a parar al cubo de la basura.
—La única mierda que veo por aquí es ese montón de expedientes que amenazan con cargarse una pata de la mesa.
—Hermano, comprendo tu dolor.
—Seguro que sí. ¿Comprenderías también que te pidiese que hicieras algo?
—Alguien debería hacerlo, sí.
Sayles se quitó las gafas nuevas y se puso a contemplarlas. Prefería las viejas.
Todo marchaba como de costumbre en la comisaría. Teléfonos sonando, gente de regreso a su mesa que iba derramando café al andar, alguien que se ciscaba en su ordenador. Cajones abriéndose y cerrándose, el ruido de un archivador al ser cerrado de golpe. Por ahí los archivadores parecían haber sobrevivido a un terremoto: estaban hechos un asco y daba pena verlos. En el tablero, que nadie se molestaba en consultar, aún había notas de cuando Jimmy Carter era presidente.
—Bueno, ¿qué pensamos?
—Pensamos que parece un asesinato por encargo…
—Pero no lo es, porque este tío es un don nadie.
—Que nosotros sepamos.
—Y porque no se ajusta a nada. Un profesional no haría las cosas así.
—O sea, que igual no es un encargo.
—Simplemente, le ha tocado.
—Vale. No ha habido robo…
—Ni ningún otro motivo claro.
Al cabo de un instante, Graves dijo:
—Pocos algodones.
—¿Qué?
—Cuando vives bien, se dice que vives entre algodones. Y el fiambre no me parece un potentado.
Ya había dejado de preguntarse de dónde sacaba Graves todas esas chorradas, o por qué insistía en soltarlas. Igual tenía un libro de expresiones ingeniosas, y escogía una de ellas cada día, antes de ir a trabajar. Sayles ni sabía ni quería saber. Eso no era una peli de colegas, de esas en las que los protagonistas se cargan a uno o dos delincuentes de manera espectacular y luego se van a casa a cenar juntos y el anfitrión tiene una esposa que no sabe cocinar y unos críos groseros, pero enrollados. Si algo odiaba era esa gente que se llevaba su vida privada al trabajo. La verdad es que odiaba muchas otras cosas. La lista era muy larga.
Esa mañana, Josie seguía en la cama cuando él se marchó. La noche anterior, ya estaba en la cama cuando él llegó. Se plantó en su cuarto con unas tostadas sin mantequilla y un tazón de sopa caliente, deteniéndose un instante ante la puerta para respetar su privacidad. A saber cuándo habría comido ella por última vez.
Se sentó en el borde de la cama y le puso una mano en el hombro. Estaba bastante arrebujada. Él observó que la almohada estaba húmeda de sudor. En el otro extremo del cuarto, en esa televisión que siempre estaba encendida y a bajo volumen, tres mujeres de dientes muy blancos intercambiaban anécdotas sobre las cosas raras que hacían sus maridos.
—¿Cómo está mi chica?
Ella gruñó.
—Huele bien.
—Te lo dejaré aquí, en la mesa. —Sabía que ella mentía, que solo intentaba ser amable—. ¿Quieres que te traiga algo más?
Emergió de entre las sábanas. No dijo nada, pero le sonrió, y él sintió que el corazón le pegaba un vuelco en el pecho, como la primera vez que la vio, como cada día de los últimos treinta y seis años.
—Me voy a trabajar. ¿Me llamas luego?
No lo haría, y tampoco él quería llamarla, por miedo a interrumpir los escasos minutos de sueño que conseguía conciliar, pero decirle eso le hacía sentirse mejor.
—Vas a llegar tarde —dijo ella, aunque hacía meses que no había un reloj en ese dormitorio.
Se inclinó sobre ella y la besó en la frente, oliéndola al mismo tiempo, captando una mezcla de productos de limpieza, pasta de dientes, alcohol, sudor. Con un trasfondo acre y pungente. Entre todo eso, aún quedaba algo de Josie. Sacó la bolsa del cubo de la basura, puso otra, se despidió. En la cocina, le hizo un nudo a la bolsa y la metió en el cubo que había debajo del fregadero.
Ahí de pie, mirando hacia fuera, se bebió lo que quedaba del café de la víspera, recalentado en el microondas, pero ya frío de nuevo. Pensó en su madre, en cómo no se había dado cuenta de que algo iba mal hasta llegar a la adolescencia, cuando vio que las demás madres no pasaban semanas sin bañarse, no se negaban a deshacerse de los alimentos que criaban moho en el frigorífico y no reutilizaban las servilletas de papel. Cuando era pequeño, su madre siempre lo enviaba a la escuela vestido de blanco. Eso le ayudó a endurecerse, pensaba ahora. En tercer curso, agarró un cubo de basura y se lo estampó en la cabeza al matón de la clase por haberle llamado Marinero. Pero luego le acabó cogiendo cariño al seudónimo. Los marineros siempre estaban en movimiento y nunca se quedaban mucho tiempo en el mismo sitio. A veces, todavía pensaba en sí mismo como el Marinero.
Le echó un vistazo al reloj. Casi una hora de retraso. Podía sentir el tiempo, cada minuto que pasaba, todos esos años que ahora se le venían encima mientras miraba por la ventana; sentía su presión en el pecho, su peso en los huesos.
Cuando entraron, habían incorporado un tanto a Rankin, hasta situarlo casi en posición sentada. Parecía mirar con expresión infantil al neurólogo que disertaba sobre las sinapsis y el desvío neuronal. A juzgar por sus ojos, las explicaciones que Rankin necesitaba en esos momentos eran mucho más sencillas.
El neurólogo concluyó su monólogo y, sin añadir ni una palabra más y con la cara tan inexpresiva como la de Rankin, se dio la vuelta para salir de allí. La señorita Brunner, la enfermera, se excusó y salió detrás de él.
Graves y Sayles cruzaron una mirada para ver quién llevaba la voz cantante. Sayles se acercó al lecho, dijo quiénes eran y exhibió su placa. El rostro de Rankin procedió a efectuar todos los movimientos adecuados —contacto visual, vistazo a la placa, mirada de nuevo hacia arriba—, pero Sayles no tuvo muy claro hasta qué punto se enteraba de algo. El aspecto de Rankin era más o menos el mismo que cuando hablaba el neurólogo. Parecía un soldado de los de antes, de los que lo registraban todo, pero no entendían nada.
—Tenemos algunas preguntas, señor Rankin.
—Yo también.
—Le contaremos lo que sabemos.
—No son para ustedes. Las preguntas, me refiero.
—Muy bien. En ese caso, ¿por qué no empezamos por ahí? ¿Cuánto recuerda usted?
Rankin negó con la cabeza sin apartar la mirada.
—¿Sabe que le han disparado?
—Eso me han dicho. Yo estaba trabajando. ¿Ayer?
—Hace tres días. Hoy es viernes. ¿No lo recuerda?
Desvió la mirada unos instantes, hacia la ventana. Sayles se preguntaba por qué siempre hacían eso.
—Recuerdo que había un montón de caras por encima de mí. Había mucha luz. Yo no podía ver muy bien. Y no paraba de oír golpes. Y gente hablando. Me notaba el estómago y las piernas calientes… Como cuando te meas encima, ¿sabe?
—Antes de eso —intervino Graves—. ¿Recuerda algo anterior a eso?
—No, eso es todo. Yo… Espere. Estaba tomando café. Creo. Descansando un momento.
—¿Y dónde pasaba eso?
—En la sala de reposo.
—Segunda planta, ¿no? ¿Igual que sus despachos?
—Exacto. Al final del pasillo.
—Es decir, junto a la escalera.
Rankin asintió.
—¿Había alguien más? —preguntó Graves.
—Puede que… Billy. Billy apareció para vaciar la basura.
—¿Nadie más?
Se quedaron a la espera mientras él negaba con la cabeza, pensaba y volvía a negar. La enfermera Brunner se asomó a la puerta. Sayles le sonrió.
—¿Y no vio o no recuerda nada que se saliese de lo normal? —le preguntó a Rankin.
—¿Como qué?
—Cualquier cosa. Puertas abiertas que solían estar cerradas, algún cambio en la rutina de alguien.
Todo se basa en los patrones, pensaba Sayles. Detectas los patrones y buscas en ellos algo raro, lo único que no acaba de ser normal.
—Lo siento.
—Gracias, señor Rankin —dijo Graves—. Tendremos que volver más adelante, para hablar un poco más.
Sayles extendió el brazo y esperó a que Rankin hiciese lo propio. Se estrecharon la mano.
—Le dejaré ahí una tarjeta, en el espejo de encima del lavabo —le dijo a Rankin—. Si recuerda algo más, llámeme, de día o de noche.
Compartieron el ascensor con un enfermero que llevaba a un hombre en silla de ruedas. Bolsas intravenosas con un fluido amarillo de tono fosforescente colgaban de unos hierros; una bolsa prácticamente llena de orina color óxido colgaba bajo el asiento. Mientras salían al exterior, Graves le preguntó a Sayles:
—¿Dónde estás?
Estaba pensando, claro está.
—Evidentemente —dijo Graves, mirando hacia otro lado. Bajo un cercano olmo chino, dos pajarracos con las negras plumas al sol hacían tanto ruido que parecía que hubiese una docena de ellos—. A ti te gusta este trabajo, ¿verdad, Sayles?
Sayles se encogió de hombros.
—A la mayoría no. ¿Te sorprende?
—La verdad es que no. —Había muy poco que le sorprendiera, francamente.
Subieron al coche, un Chrysler que no tenía más de un año pero que ya estaba hecho un asco, gracias a un centenar de conductores torpes. Los coches patrulla se revisaban turno a turno y estaban bien cuidados; de los vehículos comunes, nadie se preocupaba gran cosa.
—Un verano, cuando tenía dieciséis años, andaba yo desesperado en busca de dinero —dijo Sayles—. Conseguí un trabajo en los campos que había junto al río. Mentí sobre mi edad, pero tanto les daba. No había mucho trabajo disponible; o pillaba eso o me tenía que dedicar a vender cosas que nadie quería en tiendas venidas a menos. Y estaba bien pagado. Así pues, ahí estaba yo, a cuarenta grados a la sombra, siempre agachado, recogiendo mierda que pesaba tanto como yo. El sol pegaba como una pared que se te cayera encima una y otra vez, el río apestaba a algo contundente y viejo que llevaba muerto mucho tiempo.
Sayles puso el coche en marcha.
—Esa clase de trabajo sí que la odio.
Bajo el árbol, a los pájaros que hacían tanto ruido se les había sumado uno más. Con las alas bien abiertas y las plumas revoloteando, dos de ellos estaban atacando al tercero.
—Tomo nota —dijo Graves.