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Odiaba los hospitales.

Probablemente, todo el mundo los detestaba. Y con motivo: las historias de terror pasaban de generación en generación, recuerdos de impotencia y de dolor, cual referencias constantes a la muerte que sentaban como codazos en las costillas. Pero él no odiaba los hospitales por su simbología, por lo que representaban, sino que los odiaba por sí mismos, por lo que eran. Las entradas que siempre parecían decorados cutres de película, las recepciones que siempre olían a flores recién cortadas y comida rancia, el estrépito inacabable de las televisiones y los mensajes por megafonía, las infames sillas de plástico, los trabajadores congregados en cada una de las salidas, fumando.

Esa mañana había despertado con los zapatos tiesos cual lápidas al final de la cama, sorprendido por haber dormido, tratando durante esos primeros instantes, con una extraña mezcla de pánico instintivo y calma ensayada, de recordar dónde estaba.

A continuación, siguió ahí mismo, inmóvil, tratando de unir los acontecimientos del día anterior.

Una llamada al hospital no le había proporcionado a Christian ninguna información. Otra de las grandes paradojas de la vida contemporánea. Media hora en Internet le bastaba a cualquier cotilla mínimamente competente para disponer de todo tipo de informaciones personales acerca de la persona que le interesaba, incluyendo su número de la Seguridad Social. Pero, en nombre de la privacidad, la persona que se puso al teléfono se había negado hasta a decirle si ese hombre estaba vivo o muerto.

—¿Puedo ayudarle, señor?

La mujer que se había materializado a su izquierda debía de andar cerca de los setenta. Esa piel bruñida de la gente de por aquí, la manera de andar, las manchas en brazos y manos… Vestía de una manera que parecía una adolescente repentinamente envejecida. Pero había algo detrás de esa sonrisa servicial que la traicionaba: ahí había mucha tristeza acumulada. Se le iban los ojos hacia el alféizar de la ventana, donde una familia de seis hispanos comía algo envuelto en papel grasiento.

Christian farfulló algo acerca de una nuera y un bebé.

—Tercera planta. Coja el segundo ascensor, salga y tuerza a la derecha. La línea amarilla del suelo lleva a Obstetricia; la azul, a donde están los bebés. —La mujer sonrió, consiguiendo que le colgaran unos pliegues de carne bajo la boca; parecía estar encantada de que algunas cosas se pudieran resolver con tanta facilidad, todo ello sin perder de vista el alféizar de la ventana.

Había tres UCI en el directorio de abajo, la más grande en la quinta planta, que era la misma de los quirófanos y, por consiguiente, la más transitada. Lo más probable era que ese hombre estuviese allí, si es que aún vivía. Le sería muy fácil pasar inadvertido.

Hay muchas cosas en la vida que consisten en esperar. Tomó asiento, ni muy cerca de la entrada ni muy lejos, en la sala de espera, en una de las seis filas de sillas clavadas a una barra de acero fijada en el suelo. Se accedía a la UCI a través de puertas dobles automáticas, parecidas a las del pasillo del hospital, pero algo más pequeñas. Había televisores en las demás paredes. En uno echaban un culebrón en español; en el otro, un debate en el que un grupo de hombres mayores muy elegantes y mujeres jóvenes con poca ropa abordaban el tema del dolor con semblantes severos. Mientras Christian miraba las imágenes de los monitores, un mago vestido con un esmoquin de color naranja sustituyó al culebrón. En el segundo televisor, un hombre de pelo pajizo, con la cabeza apareciendo por encima del título de su nuevo libro, clamaba: «El big bang, como ahora ya sabemos, no fue el principio de todo, sino tan solo una de esas cosas que pasan de vez en cuando».

A través de la cristalera, Christian vio un chorro de camillas con ruedas recorriendo el pasillo, como aviones esperando su turno para el despegue, en dirección a la UCI o al quirófano.

Dolor.

Supuso que para muchos el dolor era como el hambre, algo de lo que se habla a veces, pero que jamás se experimenta.

Cuando tenía nueve o diez años, durante una larga tarde de verano que transcurría muy lentamente hacia la noche, Christian se había quejado a su padre de que tenía hambre. El viejo le había mirado mientras el reloj de la repisa sonaba con contundencia. «Con que esas tenemos, ¿eh, chaval?», le dijo su progenitor. Y el crío se quedó sin comer durante tres días. El cuarto día, su padre apareció por su cuarto. «Eso sí que es hambre», le dijo mientras le pasaba un bocadillo de atún y ponía punto final al experimento. Y tan lentamente como esa tarde se había convertido en noche, a lo largo de los años, Christian había llegado a la conclusión de que a su padre no le movía la crueldad, sino la compasión no declarada; que el viejo quería que él experimentase la carencia de alimento para que entendiera cómo se siente uno sin los elementos más básicos de la existencia.

Christian había leído sobre las mujeres victorianas y sus desmayos en el sofá, recordaba cómo, en momentos de tensión emocional, las negras con las que había crecido se desmoronaban (como ellas decían). Pero ¿el dolor? La pena era como el hambre que había conocido brevemente aquel verano, algo de lo que no te podías deshacer, una cosa que se apoderaba de ti, te maltrataba y te arruinaba.

En la pantalla, una de las tertulianas estaba llorando. La cámara le sacó un primer plano. La lágrima adquirió el tamaño de un grano de uva.

Víctimas, se dijo Christian. Se nos enseña a ser una nación de víctimas. La culpa siempre la tiene otro. Todo lo malo de mí se debe al modo en que me educaron, a mis padres, al ADN, a los productos químicos de la comida, a algún trauma de hace sesenta años. La pobreza. La separación racial. Los techos de cristal. El lobo feroz: la sociedad. Doscientos años dando la brasa con eso, así que no es de extrañar que te acabes tragando por la tele cada tarde dos buenas horas de desgracias judiciales, o programas sobre compañeros de piso que se hacen la vida imposible, o espacios a los que la gente se apunta para mostrar sus miserias a un público compuesto por gente de su misma cuerda.

En sus horas finales, el padre de Christian había emergido de un estado prácticamente de coma con una sonrisa que le iluminaba el rostro. «No tengo hambre —dijo—, y no me duele». El tono era casi triunfal. Se lo había contado su madre. Él no había estado allí, ni había puesto los pies en el hospital. Se había quedado en casa, con todas las luces apagadas a excepción de la de su sillón, con música banal en la radio, leyendo uno de esos textos médicos que compraba en librerías de segunda mano.

Ahora miraba alrededor, hacia todos esos ojos que buscaban algo de sentido a su situación. Por qué se está muriendo ella, por qué a su hijo lo han atropellado o le han pegado un tiro, por qué pasaron juntos tan poco tiempo, por qué él nunca encontró el momento de decirle tantas cosas. O puede que solo estuviesen esperando el final.

Los vio en cuanto llegaron, claro está. Supo de inmediato quiénes eran.

No eran unos críos, que es lo que ahora le parecía todo el mundo. Ambos tenían una cierta edad. Llevaban pantalones oscuros de vestir; el mayor lucía camisa blanca arremangada y corbata floja; el menor, una camisa deportiva. Iban sin chaqueta. Un par de pantalones estaba bien planchado; el otro hacía bolsas por el exceso de uso, y la zona del trasero brillaba de un modo que parecía satén. Salió de la UCI una doctora o enfermera para hablar con ellos, quienes la siguieron a través de las puertas.

Así pues, su hombre, John Rankin, estaba vivo. Y parece que podía hablar, de ahí la presencia de los inspectores.

A seguir esperando, pues. Un poco más de vida.

Estaba rodeado de gente. Niños arrastrando por los asientos de plástico unos cochecitos a los que les faltaban ruedas, mujeres viendo la televisión con la boca abierta, hombres con camisas de tela vaquera con las mangas cortadas, cabezas apoyadas contra paredes manchadas por los centenares de ellas que las precedieron. El olor del sudor y la suciedad resecos, de la mala comida, del mal aliento.

Al pensar en eso, le vinieron náuseas y sintió que se le agitaban los intestinos.

Siguió esperando.

Pasaron veintiséis minutos, según el reloj que colgaba torcido de la pared que había encima de las puertas que llevaban al pasillo. Concentrándose entre el ruido que lo envolvía, pudo distinguir el suave latido del reloj y ver cómo la manecilla pasaba de segundo a segundo, clic, clac, clic, clac.

Seguía esperando cuando los detectives pasaron bajo el reloj y salieron al corredor. Consiguió pillar a su acompañante justo cuando se abrían las puertas automáticas de la UCI.

—Señorita… —gimió, como si acabara de llegar—. ¿Podría usted decirme…? Esos policías…

Hizo una vaga señal y echó a andar hacia la silla más próxima, desplomándose sobre ella. Cal Brunner. Era una enfermera. Le siguió.

—¿Se encuentra bien, señor?

Asintió con la cabeza baja. En este caso, despertar compasión era mejor que pasar inadvertido. Y con un poco de suerte, esa mujer no le pediría que se identificase ni se preguntaría cómo sabía él que se trataba de policías.

—Deme un minuto… Por favor. Esos hombres… ¿Han venido a ver a mi hermano?

—Al señor Rankin, sí.

—¿Está… bien?

—Lo estará.

—¿Saben qué le pasó? La llamada telefónica…

Cayó de nuevo en el silencio, mirándola a la cara. Ella se hundió en la silla de al lado y le puso una mano en el brazo.

—Usted sabe que le dispararon, ¿no?

—Pero él… Me dijeron…

—Sí. Se recuperará. Pero ha perdido mucha sangre. Necesitará cuidados durante algún tiempo. ¿Le gustaría verle?

Respiró hondo, de manera algo teatral.

—¿Puedo?

—Por supuesto.

Christian siguió a la mujer a través de las puertas, esperando otro pasillo, pero encontrando en su lugar una habitación enorme y diáfana llena de camillas con ruedas, ordenadores de mesa y aparatos varios. En el centro, en una instalación octogonal, estaban las enfermeras, y más allá se encontraban las habitaciones de los pacientes. Los cuartos eran triangulares y a Christian le recordaron a aquellas estadísticas en forma de pastel que le hacían recortar en la escuela, cuando estaba aprendiendo las fracciones. Rankin estaba en el número cinco. El cuarto era de un color verde pálido. Había una palangana de acero en la pila del lavabo, con vendas amarillentas manchadas de color marrón.

—El señor Rankin se ha vuelto a quedar dormido. Es mejor que le dejemos descansar. ¿Quiere sentarse un ratito con él? Puedo traerle una silla. —Eso es lo que hizo. Y él le dio las gracias.

»Estaré ahí fuera, por si necesita algo.

Rankin yacía inmóvil, respirando con mayor rapidez de la que parecería normal en alguien que duerme. La piel de la cara —todo lo que se podía ver— estaba blancuzca y lucía un aspecto aceitoso. Cuatro bolsas intravenosas colgaban encima de la cama; dos de ellas con suero, una con sangre y la otra con algo inidentificable. Una cánula de oxígeno serpenteaba por la almohada hasta la nariz del paciente. El monitor mostraba un pulso de 82, BP 100/65, saturación de oxígeno al 94%.

El sol brillaba a través de las nubes que se habían formado en el exterior, proporcionando al cielo un tono brillante y climático. Christian podía detectar, repartidas por la parte interior del cristal, docenas de huellas digitales de los que habían pasado por allí.

¿Junto a cuántos muertos y moribundos había estado él? Y la muerte, francamente, tampoco era tan interesante. Lo que sí lo era, lo que nunca dejaba de sorprenderle y pasmarle, era el modo en que la vida se resiste, sean cuales sean las circunstancias, cómo no se rinde jamás. Escarabajos boca arriba y con una sola patita, pero que intentan utilizarla para poder darse la vuelta y seguir adelante. Hombres vaciados por el cáncer, hombres destruidos por completo, pero sus cuerpos no se dan por vencidos y siguen tirando de ellos.

Luego se imaginaría que había olido la muerte nada más entrar en la habitación. No había sido así, claro está, no podía ser. Y él tampoco era un hombre dado a las quimeras. Lo que la gente solía tomar por inteligencia en Christian era, básicamente, un conocimiento de los patrones y de sus correspondencias; él lo tenía claro desde hacía mucho tiempo. Y algo, un detallito ajeno a su comprensión pero no a su conciencia, había cambiado.

Levantó la mirada hacia los monitores una vez más, justo cuando las alarmas empezaban a sonar.

Paro cardíaco.

Un último quiebro del cuerpo y el paciente dejó de respirar, justo cuando la señorita Brunner y otra enfermera entraban en el cuarto.

Caminando hacia el lavabo, Christian recogió la tarjeta profesional con la placa grabada que estaba alojada en el espejo y se marchó.