Cuando le rajaron el cuello a Wayne Porter, estaba pensando en aquella vez en que él y su amigo Joe Weidinger se saltaron la escuela dominical para colarse en el campanario de la iglesia. Habían colocado una mesa bajo la trampilla del techo de un cuarto que no se utilizaba, yendo a parar a una colmena de pasadizos. El campanario, cuando por fin llegaron, resultó ser, como tantas otras cosas en la vida, una decepción. Un simple conglomerado de madera en las paredes interiores y mucha mierda de paloma. Y ni siquiera había una campana, sino un chisme electrónico del tamaño de la radio que su madre tenía en la cocina.
Curiosamente, no hubo dolor, solo una repentina explosión de calidez, seguida de la sensación de que su cuerpo flotaba hacia arriba y se alejaba, justo antes de que el mundo se oscureciese a su alrededor.
¿De dónde coño salía eso?, se preguntó Jimmie al despertar con el corazón latiendo a toda velocidad, reparando en que no respiraba. ¿Y quién era Wayne Porter? La mano se le había desplazado instintivamente a la garganta. Respiró hondo y miró alrededor. Por lo general no soñaba nada, y cuando lo hacía se trataba de imágenes grises, borrosas y difusas, desteñidas como películas antiguas, no tan vívidas como esas. Podía recordar cada color, cada ángulo, cada superficie, cada sonido. Esa sensación de calor repentino por todo el pecho, los ojos abriéndose, el rostro que tenía por encima dándose ya la vuelta.
Las sombras escalaban la ventana y la pared mientras un coche pasaba lentamente.
Nunca había sido como los demás niños, que tienen miedo a la oscuridad y siempre temen que, de alguna manera, el mundo actúe subversivamente en su contra. Entendía a la perfección que él no era más que otro objeto de ese mundo, como una roca o un árbol. Al mundo le traía sin cuidado su presencia, igual que a la mayoría de la gente, y eso era exactamente lo que él deseaba. Lo que él necesitaba.
Tampoco es que eso le hubiese dejado aterrorizado. Pero el sueño era… interesante.
El libro que había estado leyendo la víspera yacía boca abajo y abierto en el suelo, junto a su cama. Ciudades: Guía para la supervivencia. La portada mostraba a un hombre vestido de safari atisbando tras una cortina de ducha y unas representaciones verdes, azules y naranjas de enormes flores tropicales y altos edificios. Intrigado por el título y la propaganda, había pedido el libro por Internet, como hacía con casi todo, a excepción de la comida. No era en absoluto lo que había esperado, pero seguía leyéndolo, pues su interés se había modificado pero no había desaparecido del todo. En el transcurso de los años había leído un montón de textos sobre la supervivencia publicados por editores libertarios y especializados en estilos de vida alternativos. El libro en cuestión no pertenecía a ese modelo, pues no se trataba en absoluto de una guía para supervivientes, sino de un texto para moverse bien por la ciudad, que explicaba cómo encontrar los mejores restaurantes asequibles, dónde comprar ropa de calidad a mejor precio, cómo acceder a cuidados médicos, qué propinas esperar de diferentes empleos… En resumen, se trataba de un manual de conducta para una vida que él apenas podía imaginar y de la que nunca formaría parte.
Dejó correr el agua en el baño hasta que se calentó, y luego se lavó la cara. Una polilla golpeaba la parte interior de la ventana, y, mientras esperaba, Jimmie la abrió para dejarla salir.
Una vez en la cocina, llenó de agua un cazo pequeño y lo puso a hervir, limpió un tazón y le echó azúcar, para luego pillar una bolsita de té de la caja ya abierta.
Pasó a la habitación delantera y se quedó mirando por la ventana los coches que pasaban; con el agua ya hervida y el té macerado, se sentó a la mesa. Se había desvelado, se tiraría un buen rato sin poder volver a dormirse, no tenía muchas ganas de leer. Más valía sacarle algo de partido al tiempo que tenía por delante.
Las facturas salieron todas juntas del sobre en el que las guardaba por orden de llegada. Le dio la vuelta al fajo, poniéndolas rectas una por una, y empezó a extender cheques, duplicando sin pensárselo dos veces la firma que tanto tiempo y esfuerzo le había costado dominar. Hipoteca, electricidad, gas, agua, tarjetas de crédito. En cada recibo anotaba el número del talón, la fecha y la cantidad pagada. La tercera o cuarta vez que puso la fecha, algo hizo clic en su interior y se dijo: Ya ha pasado un año.
Al principio se había limitado a esperar, viviendo de lo que quedaba en el frigorífico y en la despensa, dando por hecho que aparecería alguien para interesarse por la desaparición del coche, la falta de actividad en las inmediaciones de la casa y su ausencia de la escuela. Para cuando se quedó sin comida, le resultó evidente que se había deslizado por alguna grieta de la sociedad. Un día pasó junto a la cesta de la colada en la que arrojaba el correo y reparó en que debería prestar atención a ciertos asuntos. Sacó del montón las facturas, impagadas desde hacía tiempo. En un armario del pasillo encontró una caja con un talonario. En la caja fuerte de debajo de la cama descubrió unos papeles —entre ellos, el contrato de compra de la casa y los documentos del seguro— con la firma de su padre. Con mucha voluntad y perseverancia aprendió a imitar la firma paterna… Momento en el que recordó que era su madre quien pagaba las facturas, por lo que tuvo que volver a empezar.
Durante un tiempo, todo había ido bien. Hasta que un cheque, el pago mensual de la hipoteca, le fue devuelto por falta de fondos. Tras el pánico inicial, entró en Internet para acceder a la sección comercial de los diarios de la localidad y consiguió vender esa casa de la que tan orgulloso se había sentido su progenitor, así como el Chevy verde del 55, en perfecto estado, que nunca había salido del garaje y del que este nunca había querido desprenderse. Hubo toda una hora de tensión cuando apareció un señor mayor a comprarlo. Tuvo que decirle que su padre, un enfermero del hospital, había sido convocado por sus superiores de manera inesperada; acto seguido le entregó un recibo, firmado por su padre, por la cifra acordada en la red. Una vez se hubo ido ese hombre, sin perder ni un minuto, metió el cheque, junto a la hoja de ingreso, en el cajero automático del banco situado junto al colmado de seis manzanas más allá.
Vendió algunas cosas más de esa manera —muebles, los dólares de plata de su madre—, pero sabía que se encontraba en un callejón sin salida y que muy pronto, de un modo u otro, lo acabarían trincando. Así pues, se concentró en las operaciones en la red a través de eBay, Craigslist y una docena más de webs locales, manteniendo los ojos bien abiertos, avanzando y retrocediendo, comprando a ver qué pasaba y vendiendo rápidamente y con escaso margen de beneficio. Con gran dolor de su corazón, tuvo que recurrir a algo en concreto.
Los juguetes.
De vez en cuando, también algún que otro objeto de colección, sobre todo tarteras, pero lo básico eran los juguetes. El mercado era amplísimo, inmenso y absurdo. Un día vendió un garaje de dos niveles con centro de servicios, hecho de hojalata, por 1.200 dólares. Muñequitos y todo tipo de cosas relacionadas con series de televisión emitidas mucho antes de su nacimiento se vendían por cientos de dólares la unidad. Desde el Reino Unido, alguien pagó 326 dólares por un ukelele de plástico que, aunque estaba en perfectas condiciones, parecía que se había quedado al sol tanto tiempo que había empezado a derretirse.
Pero los precios subían rápidamente, al igual (suponía) que el número de personas como él que se lanzaban a la piscina. Ya estaba pensando en hacerse a un lado. Y aunque aún no dominaba el mercado, pues todavía lo estaba testando, pensaba en pasarse a los utensilios manuales. Azuelas, leznas, cepillos, niveles, escariadores, cajas de ingletes. Herramientas de carpintero.
Extendió el último cheque, introdujo el número del talón, la fecha, el destinatario y la cantidad en el libro de contabilidad, deslizó ese último cheque, con la hoja de pago, en el sobre y lo cerró. Luego puso boca arriba el fajo de sobres y procedió a ponerle el sello a cada uno. El sello y una pegatina extraída de un grueso rollo:
James & Paula Kostof
1534, Dalmont
Phoenix, AZ 85014
Las facturas volvieron al sobre de papel manila, que marcó con la fecha. Observó de nuevo, como siempre hacía, que el signo & era el más grande de la pegatina.
Pero seguía sin tener sueño.
Se preparó una segunda taza de café y se quedó de pie junto a la ventana. Nunca había mucho tráfico ahí fuera después de las ocho. Un camión hecho polvo, de un color blanco que se había vuelto gris, pasó dando tumbos, con la frase COMIDA PARA EL ALMA escrita a un lado en letras multicolores, sobre el dibujo de un plato de comida humeante y una Biblia.
Sentado a la mesa junto a la ventana, puso en marcha el ordenador para controlar sus Grandes Éxitos.
Ahí estaba Downer Loads, con sus titulares siempre cambiantes: «Nidito de amor secreto encontrado en un almacén abandonado», «Marinero sádico ahoga a un loro», «Víctima de la talidomida se convierte en concertista de violín», «El agua te matará». O su favorito de todos los tiempos: «Los coyotes protegen a un bebé extraterrestre».
También podía recurrir a La gran ilusión americana, con sus libracos, panfletos y DVD sobre el nuevo orden mundial, conspiraciones que se remontaban a miles de años atrás, marines que despertaban de un coma con recuerdos de misiones secretas en Marte, fuentes sencillas de energía gratuita, cómo obtener la ciudadanía neozelandesa o cómo liberar el poder secreto que almacenas en tu interior.
O a El triángulo real, que explicaba cómo estamos siendo envenenados por la oleada de microondas que se abate sobre nosotros: torres de transmisión («¡Solo en Los Ángeles ya hay 500!»), wi-fi, teléfonos móviles. Ponga un huevo entre dos móviles, sugería la web. Utilice uno de ellos para llamar al otro. En cosa de una hora, el huevo estará totalmente cocido.
Había descubierto todos esos sitios prácticamente por casualidad, pero ahora los visitaba a diario.
A veces, mientras estaba sentado, mirando por la ventana o concentrado en la pantalla, se le ocurría que coleccionaba esas webs —pueriles, en el mejor de los casos, y posiblemente perniciosas— como otros se hacían con tarteras de Hopalong Cassidy, garajes de juguete y ukeleles de plástico. La verdad es que no entendía su atractivo, no sabía por qué acababa siempre en esos sitios, pero se habían convertido para él en un refugio.
Siempre dejaba el mejor para el final.
Los comentarios de El Viajero habían empezado a aparecer cinco años atrás. Al principio parecía tratarse de un blog más: asuntos de actualidad, abastecimiento de petróleo, inmigración, política exterior. Nada de chismorreo del mundo del espectáculo, ni de opiniones personales ni de todo ese parloteo político que inundan la mayoría de los blogs. De hecho, no se hablaba gran cosa de personas, solo de hechos. Jimmie había consultado los archivos, siguiendo la pista hacia atrás.
Y de repente, cosas de las que El Viajero había hablado hipotéticamente —escasez de gas, una debacle electoral, una inundación en el Medio Oeste— sucedieron realmente. A medida que el sitio se iba haciendo poco a poco más predictivo que discursivo, el anonimato de El Viajero empezó a remitir. Nosotros y, más adelante, Yo empezaron a usarse de forma habitual, se produjeron insinuaciones, comentarios de pasada que, con el tiempo, acabaron llevando a una confesión: quien escribía era una soldado enviada desde el año 2063 para cumplir una misión de la que no podía hablar. Intercaladas con unas memorias extrañamente impersonales, las predicciones continuaron, algunas con cierta verosimilitud y otras, totalmente delirantes. Tres años después de la primera entrada en el blog, poco después de un texto titulado «No me queda mucho tiempo», El Viajero dejó de aparecer.
Otros habían mantenido activa la web, que ahora era una enorme colmena de comentarios, especulaciones, testimonios, exégesis y simple estupidez, dedicada a los textos originales y creciendo a diario, hasta el punto de dar origen a una biografía pergeñada a base de mezclar entradas de El Viajero, «profundos estudios» al respecto y lo que parecía ser el fruto de una imaginación sometida desde la más tierna infancia a la influencia de Star Trek.
Jimmie revisó la lista de entradas recientes, clicando en aquellas que conseguían captar su interés, de las que leía una línea por aquí y un párrafo por allá. Muchas de ellas contenían citas de textos de El Viajero escritas en letra más pequeña sobre la propia aportación.
Cuando descubrí El Viajero, yo estaba francamente mal y me sentía idiota y carente de esperanza. Sigo fatal, pero me he librado de las otras dos lacras. No paro de oír todo esa mierda de «Haz algo por los demás» y «Marca la diferencia» y todas esas chorradas sobre cómo algo cambió tu vida, y casi todo es eso, una mierda. Pero me parece que El Viajero sí que hizo algo por los demás y marcó la diferencia. Así fue en mi caso… Y mi vida ya no se parece mucho a como era antes.
La verdad es algo que únicamente atisbas con el rabillo del ojo; mírala de frente y desaparecerá.
Cuando tenía dieciséis años, me dirigí a mis padres y les dije que tenía algo que decirles.
«¡Ay, Dios, has preñado a la pequeña Alice!», dijo mi madre.
«No».
«Eres gay», dijo mi padre.
«No. Es aún peor. Quiero ser escritor».
La misma sensación de tener un objetivo, de haber descubierto mi lugar en el mundo, mi dirección, se apoderó de mí cuando descubrí esos textos.
Anoche llegué a casa y le prendí fuego a la cama. No sirve para nada si tú no estás en ella.
Acaban de llegar los bomberos.
Fui una gran decepción para mis viejos. Siempre habían dado por sentado que me haría cargo de la funeraria que había dado de comer a seis generaciones de mi familia. Pero en vez de eso, me convertí en médico. Primero trabajé en urgencias, luego volví a la facultad y me gradué en pediatría. Ahora me ocupo de los recién nacidos. Los hay que no pesan ni medio kilo: te caben perfectamente en la palma de la mano. Mi mujer los llama ranitas. «¿Qué tal hoy tus ranitas?». A veces los contemplo y me pregunto en qué se convertirán esos cuerpecitos (los que sobrevivan), qué tipo de angustias y decepciones causarán a sus progenitores.
«Miré hacia la cama en que había dormido mi mejor amigo».
Willie McTell
La verdad, claro está, es relativa. Pero también lo es la relatividad.
Jimmie regresó a un titular que se había saltado previamente:
Algo había estado viniendo desde muy lejos durante mucho tiempo. Yo siempre lo supe. Un día me desperté y ahí estaba.
«Domina al diablo, muchacho, o el diablo te dominará a ti».
Intrigado, Jimmie atravesó una serie de anécdotas confusas y sin interés, memorias de una sinceridad bochornosa, citas de canciones populares y media hectárea de periodismo malo y psicología aún peor hasta llegar a la frase fundacional.
Nunca olvidas tu primer asesinato.
Resultó que la cosa iba de cazar conejos, de cómo el autor y su padre solían internarse juntos en los «negros bosques de Texas», de cómo eso le había convertido en un hombre, pero Jimmie se quedó un tanto mosca con la sensación experimentada al leer la frase por primera vez.
La repentina explosión de calidez, seguida de esa sensación de que el cuerpo le flotaba hacia arriba, antes de que el mundo se oscureciese a su alrededor.
El sueño, del que ya no recordaba nada.
Apartó la mano de la garganta y volvió al cuarto de baño. La polilla había regresado a la ventana —si es que no era una nueva— y se golpeaba contra la parte exterior del vidrio. Brevemente, imaginó que podía oír su aleteo, pero eso era imposible, claro está. Pensó en la boquita del bicho emitiendo sonidos.