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Es su tercer día aquí, y le basta con mirar a la camarera a los ojos para saber que se acuerda de él. Para lo que ha venido, ese es el mejor lugar, pero ahora va a tener que buscarse otro.

El hombre al que vigila siempre llega cinco minutos antes o después de las nueve. Aparca su Hyundai del año anterior junto a uno de los árboles esmirriados de la parte trasera del aparcamiento. Come en el restaurante que hay a media manzana. En el escaparate, escrito en letras amarillas de molde, puede leerse COCINA CASERA y PLATOS DEL DÍA. Periódicamente pueden atisbarse su cabeza o sus hombros a través de una de las ventanas de la planta superior. No es ni de los primeros ni de los últimos en salir.

Que ese hombre pudiera llevar a alguien a contratar sus servicios es algo que Christian no acierta a explicarse: se trata de un oficinista común y corriente, que trabaja en una firma de contabilidad como tantas otras de una ciudad sin especial atractivo en la que todo es de color pardo.

Pero todo eso no es asunto suyo. Por interesante que se le antoje.

El cliente ha pedido que la cosa se haga de manera limpia, sin posibilidad de establecer conexiones o de dejar pistas o huellas; no tiene que parecer obra de un profesional; nada debe sugerir que puede tratarse de algo más que de una de esas muertes vulgares que ocurren constantemente en las ciudades: asuntos de drogas o atracos que acaban mal, peleas de amantes contrariados, iniciaciones de bandas, disparos desde un coche en marcha.

Dos mesas más allá, una pareja mantiene eso que su novia de la universidad definía como La Conversación. Sus voces son bajas, sus intercambios físicos se limitan a gestos, movimientos de ojos y una especie de jugueteo con los objetos a mano (cucharas, cajita de sacarina, vaso de agua, tazas de café), pero la sustancia de su discurso es idéntica a la del que tuvo lugar la víspera en la balconada.

Toda interacción humana, incluso la menos destacable, es un intercambio económico, piensa él: cada bando desea algo. Y todavía le sorprende la cantidad de rabia que puede almacenar la gente. Siempre la atisbas en sus ojos, en el tono de esas voces que controlan su nivel, en el modo en que cruzan las puertas o recorren los pasillos. Muchos de ellos son como jarras que nunca acaban de llenarse del todo.

Se termina el café, las tostadas y las gachas de avena y deja una pequeña propina, pagando en la caja registradora en la que la cajera y las demás camareras hablan de series «clásicas» de televisión.

En la calle, un vagabundo con no muy mala pinta camina hacia él, pero le echa un buen vistazo, ve algo que no le convence y da media vuelta. Christian sale tras él, echando mano a la cartera, pero se lo piensa mejor. Ya es suficiente con que la camarera le recuerde.

Hay un parquecito calle arriba; la verdad es que se reduce a unos pocos árboles y un banco junto a la acera, pero ese extraño lugar parece haber merecido un nombre, Willamette Park, y nuestro hombre ya lleva dos días pasando en él cosa de una hora, justo después de desayunar. Tiene una edad que nadie considera inadecuada para ejercer de desocupado a las nueve de la mañana; con la camisa de cuello abierto, los holgados pantalones de loneta y la cazadora deportiva de poliéster, podría tratarse fácilmente de uno de esos jubilados que viven en alguno de los doce bloques de apartamentos situados en esa zona apartada del mundanal ruido. Lleva un periódico, aunque hace años que no lee la prensa.

En el banco hay cagadas de paloma que parecen tiza seca, así que separa una sección del diario y se sienta encima de ella. Es porque carecen de esfínteres, se dice. Los pájaros no tienen esfínteres, las jirafas no tienen voz, los perros lo ven todo en blanco y negro. La verdad es que hay muy poca diferencia entre una característica de adaptación y una minusvalía. Todos hacemos lo que podemos. Siempre encontramos la manera.

Desde ahí no puede ver muy bien, pero el edificio del hombre al que está vigilando, el edificio con el nombre Brell escrito sobre los ladrillos de encima de la entrada, permanece en su campo de visión.

Recuerda uno de sus programas favoritos de televisión, el de los cefalópodos. Estaban desapareciendo los peces de los tanques de un laboratorio marino. Ninguno de todos aquellos científicos brillantes entendía qué estaba ocurriendo. El laboratorio estaba cerrado, y nadie aparecía por ahí de noche. Los tanques estaban cubiertos, a excepción de un espacio muy estrecho en la parte de arriba. Finalmente, colocaron unas cámaras para ver qué pasaba. Y resultó que el pulpo salía cada noche de su tanque y se deslizaba en el más cercano, a través de esa entrada tremendamente estrecha, para obsequiarse con un resopón de medianoche.

Aparece un autobús, uno de esos que tienen dos segmentos y que parecen gusanos. Con espacio para… ¿cien personas, quizá? Puede que haya una docena de cabezas flotando junto a las ventanas. En los costados del vehículo hay anuncios de películas de acción y retratos de presentadores de televisiones locales con demasiados dientes. El hombre observa cómo dobla cuidadosamente una esquina ese autobús.

Justo donde acaba la zona concurrida, en una de esas calles estrechas y cortas, hay un coche que lleva aparcado ahí desde la primera vez que él apareció. Un Buick del último modelo, gris azulado, sin señales de aparcamiento u otras pegatinas, con un hombre solo en su interior. Mucho polvo, pero eso no cuesta mucho en ese sitio seco y marrón; y aparte del polvo, el coche está de lo más limpio. Aquí no es obligatoria la matrícula de delante, y el vehículo apunta hacia fuera. Aunque no puede ver con claridad a esa distancia, Christian sospecha que se trata de un hombre mayor. Se atisba un cabello escaso, puede que canoso, por encima del periódico que está leyendo, envuelto en el humo de sus cigarros. Podría ser alguien de los apartamentos que ha salido a la calle para perder de vista a su mujer, o a la familia con la que vive y que le tiene prohibido fumar.

Al cabo de una hora, Christian necesita aliviarse. Hay dos edificios de oficinas por ahí cerca con lavabos en la planta baja. Los utiliza de manera alternativa.

En todas esas películas y telefilmes en los que alguien vigila a alguien, nunca ves a nadie meando en una botella de Coca-Cola. Christian había tenido que recurrir a ese método en el pasado, un par de veces —condón, tubo, lata—, pero solo porque no había más remedio. Si planeas las cosas bien y con calma, no hay por qué llegar a esos extremos. Y además, aún no le tocaba recurrir a catéteres y cosas por el estilo. Ni pensaba llegar a eso. Así la diñó su viejo.

Hay mujeres jóvenes y guapas sentadas en el murete situado ante el edificio, fumando, y en la recepción, un guardia informa pacientemente a un tipo de traje negro raído y chancletas rosas de que no puede pasar para repartir sus folletos religiosos.

Instintivamente, el observador baja la cabeza mientras pasa ante la cámara de seguridad del pasillo que conduce a los lavabos. Examina los demás retretes, entra en uno situado junto a la puerta y toma asiento mientras presta atención a los sonidos que lo envuelven, unos lejanos, otros más próximos. Golpes y siseos de las puertas de acero al cerrarse, chirrido de pies en escaleras de metal, voces carentes de tono medio por culpa de altos techos y amplios pasillos. Respiraciones que van y vienen, a cientos, en docenas y docenas de habitaciones, y, por debajo de eso, el propio hálito del edificio mientras atraviesa kilómetros y kilómetros de conductos cada vez más pequeños.

Baja la vista hacia esa mano que tiembla sobre su muslo desnudo. Ahora tiene que mear constantemente. Las pastillas le causan estreñimiento, por mucho que se trague como cinco litros de aceite mineral a la semana; se pasa horas en el retrete, tratando de evacuar, pero lo único que expulsa es orina… Una orina inacabable.

Hacia el final, cuando aún vivía en casa, su padre, que le sacaba muchísimos años (ya tenía más de cincuenta cuando él nació), solía pasar las tardes deambulando por el patio delantero y observando lo que quedaba de la acera, los restos de pintura en los flancos de la casa, los nidos de pájaros abandonados y los troncos de los árboles. Christian siempre había creído que el viejo se dedicaba a pensar. En cómo había transcurrido su vida, tal vez, o en el sentido de todas las cosas. Pero, lentamente, acabó llegando a la conclusión de que el viejo no pensaba en nada, sino que buscaba, con pinta de no saber muy bien dónde, con una persistencia esperanzada digna de mejor causa, algo que nunca había tenido.

Volviendo calle arriba, Christian detecta actividad en la entrada del edificio Brell. Tres vehículos policiales y un camión de bomberos flanquean una ambulancia con las puertas de carga abiertas. Mientras observa la escena, los enfermeros empujan una camilla con ruedas a través de la masa de mirones, que se apartan para hacer sitio. Uno de los camilleros es hispano y tiene las piernas muy cortas, carece de caderas y luce un torso contundente, rotundo, como si todo su volumen, a lo largo de los años, se hubiera desplazado hacia arriba por culpa de un cinturón demasiado apretado. El otro, un negro mayor, con patillas frondosas y una avanzada calvicie, sostiene en alto una bolsa de líquido intravenoso. Ambos se inclinan para plegar las patas de la camilla mientras el observador se acerca un poco más.

En la camilla, sanguinolento, remendado y blanco como la cera, pero aún con vida, yace el hombre al que ha estado vigilando.