Sección XLI

Los niños a quienes Rosa enseñaba a caminar y que eran lisiados de nacimiento recibían excelentes cuidados de rehabilitación, mejores de los que su hermano médico podía soñar con proporcionar en Tanzania. En el segundo semestre de 1976, se unieron a los que habían nacido deformes aquellos que habían sido tiroteados. Las secuelas de los disturbios escolares llenaban el hospital; la policía, que respondió a las piedras con ametralladoras y que patrullaba Soweto disparando sus revólveres a cualquier grupo reunido en una esquina, que hacía batidas en las escuelas secundarias y escogía como blanco a los jovenzuelos que escapaban a la desbandada, también hería a quien casualmente estuviera al alcance de sus balas perdidas. El hospital propiamente dicho se vio amenazado por un contragolpe de enfurecido pesar que llevó a la gente de Soweto a incendiar y saquear todo lo que los blancos habían «dado» a cambio de todo lo que, a lo largo de tres siglos, habían negado a los negros. El millón o más (nadie conoce la cifra exacta) de residentes en Soweto no tienen municipio propio; un funcionario blanco que había hecho lo que podía dentro del sistema de bienestar para negros dirigido por blancos, para ayudarlos a soportar su vida, fue apedreado y pateado hasta que murió. Otros funcionarios blancos se libraron por los pelos; algunos fueron rescatados y escondidos por los propios negros, en sus propias casas. No había forma de identificar una cara blanca distinta a cualquier otra, alguna que pudiera salvarse. Los médicos y técnicos sanitarios blancos del personal viajaban todos los días ida y vuelta, entre el hospital y la ciudad blanca de Johanesburgo, con el privilegio de atravesar las barricadas policiales que aislaban el área de Soweto, y a riesgo de verse rodeados y arrancados de sus coches al pasar por el camino por donde habían pasado antes los vehículos blindados a los que la gente llamaba «hipos» o «hipopótamos», levantando en vano los puños contra las planchas de acero y las armas.

Después de los funerales de la primera ola de niños y jóvenes muertos por la policía, en cada entierro sucesivo, disparaban a los negros que se reunían para rendir homenaje a sus muertos o mientras se lavaban las manos en casa de los deudos siguiendo la tradición. La policía afirmaba que era imposible diferenciar a los dolientes de la turba; lo que decían era más verídico de lo que creían: allí se fusionaban el dolor y la rabia.

Aunque el personal blanco del hospital conocía los acontecimientos y las consecuencias en los distritos negros —apenas tratados superficialmente por los informes periodísticos reunidos, entre peligros y dificultades, por periodistas negros—, ningún miembro blanco del personal del hospital podía entrar en los lugares de los que salían sus pacientes. Aunque extraían proyectiles de la matriz de la carne, recogían astillas de huesos destrozados, suturaban, socorrían, devolvían gota a gota a las arterias los fluidos derramados en las calles junto con las bebidas alcohólicas de botellas hechas añicos por niños que despreciaban los consuelos de sus padres, estos blancos no podían imaginar lo que era estar viviendo como vivían sus pacientes. Un domingo por la noche, un conocido de Rosa, Fats Mxenge, la visitó en su piso. Se disculpó por aparecer sin previo aviso, pero no era sensato utilizar el teléfono aunque (naturalmente) él era uno de los pocos habitantes de Soweto que lo tenía. Debía transmitirle un mensaje; después de cumplida su misión se quedó en el piso (un estudio de una sola habitación al que ella se había mudado al regresar de Europa) y aceptó el coñac y el té caliente que le ofreció. Fats paseó la mirada a su alrededor; alguien desembarcado de una tempestad mirando cortinas, lámparas, el plato giratorio del tocadiscos dando vueltas justo después de retirar el disco. Bebió de un trago el coñac y luego removió el té con las rodillas juntas, lo removió y lo removió. Para recapitular meneó la cabeza… y se dio por vencido. Hablaron de lo obvio.

—Terrible, terrible. Sólo quiero sacar a mi chico, eso es todo.

Ella empezó a hablar de alguna de las cosas que había visto en el hospital, aunque no en su departamento: una cría que había perdido un ojo; estaba acostumbrada a trabajar con horrores (empleó el término «deformidades») sobre los que podía hacerse algo… devolver sensaciones a los nervios, reforzar músculos para que vuelvan a flexionarse.

—El ojo izquierdo. Siete u ocho años. Perdido para siempre —no fue capaz de describir el agujero negro, el vacío donde debía estar el ojo.

—La semana pasada el hombre que vive al lado… ¿conoces nuestro lugar? Sí, estuviste con Marisa… allí mismo, en la casa de al lado, salió a comprar algo a la tienda, velas, algo que necesitaba su madre. Nunca volvió. Esta vino a averiguar qué debía hacer. Acude a la policía, le dijo mi mujer, pregúntales dónde está… creía que lo habían arrestado. Entonces la mujer va a ver a la policía y pregunta dónde está el hijo, dónde puede buscarlo. ¿Sabes qué le contestaron? No nos lo pregunte a nosotros, vaya al depósito de cadáveres.

—Yo paso por allí cuando vuelvo a casa. Todos los días hay cola afuera: una fila de hombres y mujeres negros que esperan ordenadamente para levantar sábana tras sábana hasta encontrar el rostro familiar entre los muertos. Hay bebés, por supuesto, dormidos, abrigados y húmedos contra las espaldas, bajo la manta, siempre hay bebés. Y las usuales bolsas de la compra con el sustento envuelto en papel de periódico, destinadas a los tribunales y los hospitales y las cárceles; una mujer tenía una bolsa de la que asomaba un termo a cuadros… la cola era larga y algunos tendrían que volver al día siguiente.

—La policía debió de dispararles entre nuestro lugar y la tienda. Muerto. Lo identificó de inmediato. Allí mismo, en la calle donde vivía. Era alrededor de las nueve de la noche cuando salió, eso es todo. Te encierras en casa en cuanto oscurece. No te mueves. Esta noche no volveré de ninguna manera. Te aseguro que cuando oscurece tengo miedo de cruzar el patio para ir al lavabo. No puedo saber en qué momento recibiré un balazo de la policía en la cabeza o una cuchillada de algún otro en el estómago —agitó los gemelos de la camisa que tenían un cuadrado dorado y eslabones esmaltados. Iba trajeado para el éxito y la felicidad, sus acostumbradas ropas elegantes, como una mujer que no tiene nada que entregar en una emergencia salvo el conjunto que usó para la cena y dejó colgado sobre la silla al acostarse—. Todas las mañanas espero encontrar el coche quemado. En nuestros lugares no hay garajes. ¿Qué puedo hacer? Lo dejo en la calle. Los estudiantes van por allí prendiendo fuego a los coches de representantes y gente así, que tiene buenos puestos de trabajo en empresas de blancos… ¿Quién no trabaja para los blancos? Si saben que el propietario de tal o cual coche es un promotor deportivo que organiza encuentros de boxeo con blancos… Pueden caerme encima… —su carcajada fue una exclamación, una protesta—. ¡Fíjate lo que nos ha hecho este gobierno! ¿Puedo? —Rosa le acercó la botella de coñac y él se sirvió. Ella volcó las últimas gotas de té de su taza y se sirvió coñac, dando un primer sorbo voluptuoso que le quemó los labios mientras lo escuchaba—. Quiero sacar a mis hijos, eso es todo. Margaret y el bebé pueden ir a Natal con la vieja… allí está su gente. Quiero meter a los mayores en internados… ¿Pero sabes lo que dicen los estudiantes? Abordarán los trenes cuando los chicos partan hacia las escuelas del campo y los harán detener, los bajarán a rastras. Dicen que nadie debe quebrantar el boicot. Y lo harán, te aseguro que lo harán. Me llevaré a los míos en coche. No nos escucharán a mí ni a su madre, no van a la escuela, corren por la calle y todos los días uno se pregunta si volverán vivos.

—Yo no sé lo que haría —era blanca, nunca había tenido un hijo, sólo un amante con hijos de otra mujer. Ningún chico salvo los que pasaban bajo sus manos y a los que debía rehabilitar cuando era posible, en el hospital.

CONSEJO REPRESENTATIVO DE ESTUDIANTES DE SOWETO

¡Los negros de Azania[16] recordamos a nuestros amados muertos! Mártires que fueron masacrados desde el 16 de junio de 1976 y que aún siguen siendo asesinados. Deberíamos saber que los terroristas de Vorster no han interrumpido su agresión a estudiantes y personas inocentes que se han consagrado a la liberación del negro en Sudáfrica… en Azania. Intentarán a cualquier precio sofocar los sentimientos de los hombres y mujeres jóvenes que ven la liberación a pocos kilómetros, si no metros, de distancia. No hay forma de retroceder, hemos llegado al punto sin retorno como la joven generación de este desafíame país. Hemos demostrado que somos capaces de cambiar las leyes como jóvenes, y en ello proseguiremos hasta alcanzar la meta final. ¡UHURÚ[17] PARA AZANIA!

Recuerda que Héctor Paterson, el negro de 13 años de Azania, futuro líder que podría habernos guiado, cayó víctima de la intransigente e incontrolable banda de la brigada antidisturbios. ¿Qué dicen sus padres, qué dicen sus amigos, qué dice el estúpido y pelado soldado que lo mató —que de hecho lo asesinó a sangre fría—, aunque por supuesto él está menos comprometido? ¿Qué dices tú como negro oprimido y hermano de Héctor? ¿Recuerdas a nuestro sabio científico Tshazibane, «que de repente decidió suicidarse»? Sospechamos que alguien, en algún sitio, sabe algo de este «suicidio». ¿Cuánto tiempo seguirá nuestro pueblo con estos «intentos de suicidio» y «sucidios logrados»?

¿Recuerdas a Mabelane, que «intentó escapar de la plaza John Vorster saltando por la ventana del décimo piso» aparentemente para eludir unas preguntas? ¿Recuerdas a nuestros hermanos y hermanas baldados deliberadamente por personas que habían sido preparadas para faltar el respeto y hacer caso omiso del negro como ser humano? ¿Recuerdas la sangre que fluía sin cesar de las heridas infligidas por los pistoleros de Vorster a la masa inocente que se manifestaba pacíficamente? ¿Y qué decir de los cadáveres de nuestros colegas muertos que fueron arrastrados a esos monstruosos y horripilantes coches de la brigada antidisturbios que se llaman hipos? Nosotros los estudiantes seguiremos llevando a hombros el carro de la liberación al margen de estas maniobras racistas para demorar la inevitable liberación de las masas negras. El 16 de junio nunca se borrará de nuestra mente. Será conocido y quedará registrado en la mente del pueblo como DÍA DEL ESTUDIANTE, pues los estudiantes hemos demostrado más allá de toda duda razonable, ese día, que somos capaces de jugar un importante papel en la liberación de este país sin armas.

También conocemos la conspiración del sistema:

1. Desacreditar al liderazgo presente y pasado con la esperanza de apartar a las masas de sus líderes.

2. Apresar al liderazgo actual con la esperanza de retardar la lucha y los logros estudiantiles.

¡¡¡SIEMPRE ADELANTE… NUNCA ATRÁS!!!

publicado por el C. R. E. S.